16 poemas sobre la violencia en Colombia

Foto: Revista Arcadia

El conflicto armado, así como el vacío y la devastación humana que ha dejado la guerra en el país, ha ocupado durante años a los poetas colombianos. Esta breve antología recorre las formas como su poesía ha retratado el dolor subyacente a nuestras violencias.

Por: Revista Arcadia

Atado a la orilla

Andrea Cote

Si supieras que afuera de la casa,
atado a la orilla del puerto quebrado,
hay un río quemante
como las aceras.

Que cuando toca la tierra
es como un desierto al derrumbarse
y trae hierba encendida
para que ascienda por las paredes,
aunque te des a creer
que el muro perturbado por las enredaderas
es milagro de la humedad
y no de la ceniza del agua.

Si supieras
que el río no es de agua
y no trae barcos
ni maderos,
sólo pequeñas algas
crecidas en el pecho
de hombres dormidos.

Si supieras que ese río corre
y que es como nosotros
o como todo lo que tarde o temprano
tiene que hundirse en la tierra.

Tú no sabes,
pero yo alguna vez lo he visto
hace parte de las cosas
que cuando se están yendo
parece que se quedan.

De Conversación a oscuras

Horacio Benavides

Te metieron en una bolsa negra
y te llevaron al monte
yo por entre los matorrales los seguí
Los hombres decían chistes
cavaban y reían
Cuando las cosas empezaron a calmar
fuimos al monte y te trajimos a la casa
para que no te sintieras solo, hermano
Ahora estás en el solar
A tu lado sembramos un ciruelo,
el que da las frutas que tanto te gustan
y todos los días lo regamos con agua
y con lágrimas

La pregunta

Mery Yolanda Sánchez

Te han tirado al patio de las ranas. Sobre ti, pompas de jabón. Te preguntabas por qué las gallinas son tristes y van con una queja eterna. Hoy te picotean y no saben qué eres. Alguien te habrá mirado por última vez como un mal recuerdo. Nunca supiste estar de pie, no te gustaba estar pendiente. Sin embargo, te acostumbraste a dormir con ropa por si te sacaban con el sueño.

De El crecimiento del vacío

Néstor Raúl Correa

Haz como si los cuerpos que bajan por el río
con gallinazos
no fueran de nadie
hija mía.

Como si el ruido de cráneos en las fosas
se pareciera al silencio
que hay en el silencio
hijo mío.

Como si lo que pasa
día a día
no pasara.

Cuestión de estadísticas

Piedad Bonnett

Fueron veintidós, dice la crónica.
Diecisiete varones, tres mujeres,
dos niños de miradas aleladas,
sesenta y tres disparos, cuatro credos,
tres maldiciones hondas, apagadas,
cuarenta y cuatro pies con sus zapatos,
cuarenta y cuatro manos desarmadas,
un solo miedo, un odio que crepita,
y un millar de silencios extendiendo
sus vendas sobre el alma mutilada.

Chengue

Camila Charry

En la radio anuncian que han tomado el pueblo.
Que hubo explosiones
restos de carne que se estrellaron contra otros cuerpos.
Que todo fue muy rápido.
Que las gallinas dejaron en el aire
después de arder bajo el estallido
sus plumas como un ala de neblina
que no permitió ver con claridad
cuántos muertos fueron.
Que fue un horror no haberlos visto bien.
Que deberán regresar en la madrugada para contar los cuerpos
adivinar las formas entre los fragmentos
en pleno domingo,
sin día de descanso,
sin recibir un pago adicional.
Dijeron, en la radio, que la vida nunca es justa.

Los que tienen por oficio lavar las calles

José Manuel Arango

Los que tienen por oficio lavar las calles
(madrugan, Dios les ayuda)
encuentran en las piedras, un día y otro, regueros de sangre

Y la lavan también: es su oficio
Aprisa
no sea que los primeros transeúntes la pisen

Hospital Militar

Maruja Vieira

¡Dios, qué mano tan fría!
dijo el soldado herido.

En la silla de ruedas su figura
sería un árbol joven
con las ramas cortadas.

Porque allí no había mano,
sólo unos ojos hondos,
muy hondos, que parecían
preguntarle algo a Dios.

Llanura de Tuluá

Fernando Charry Lara

Al borde del camino, los dos cuerpos
uno junto del otro,
desde lejos parecen amarse.

Un hombre y una muchacha, delgadas
formas cálidas
tendidas en la hierba, devorándose.

Estrechamente enlazando sus cinturas
aquellos brazos jóvenes,
se piensa:
soñarán entregadas sus dos bocas,
sus silencios, sus manos, sus miradas.

Mas no hay beso, sino el viento
sino el aire
seco del verano sin movimiento.

Uno junto del otro están caídos,
muertos,
al borde del camino, los dos cuerpos.

Debieron ser esbeltas sus dos sombras
de languidez
adorándose en la tarde.

Y debieron ser terribles sus dos rostros
frente a las
amenazas y relámpagos.

Son cuerpos que son piedra, que son nada,
son cuerpos de mentira, mutilados,
de su suerte ignorantes, de su muerte,
y ahora, ya de cerca contemplados,
ocasión de voraces negras aves.

Patria violenta

Jorge Gaitán Durán

Violenta patria mía:
en mí creció tu amor tardío
como una bocanada de perfume salvaje.
Todo estaba impregnado de tí,
el mar, los cien países
que conocí, con tu dolor siguiéndome
como si fuera ya mi propia sombra.
Me bastaba nombrarte y ya tenía
el gusto de tu piel: un sabor a panal
colgado en los fragmentos de los árboles.
Mientras más me alejaba de tu suelo
más me reconocía en tu destino,
mi amor era más grande y tu belleza
rural crecía con el sufrimiento.
¿Ahora quién podrá negarme
tu combate nocturno?
¿Quién podrá quitarme de las manos
el puñado de tierra empapada en sangre
de mis hermanos y esa rama verde
que antes de partir arranqué de tu seno?

Parábola de los dos hermanos

Víctor Gaviria

Había una vez dos hermanos que negociaban
con ganado robado, vaya a saber sus razones.
Descontento de cuentas, el menor se peleó
con su hermano mayor,
y contrató unos hombres para que lo mataran.
Un niño, como siempre, fue testigo del crimen,
y los hombres fueron descubiertos.
El hermano menor huyó de su casa,
los asesinos de su hermano huyeron también, rastreando su pista,
hasta hallarlo en otra vereda cercana, tan mísera
y tan próspera como la anterior.
Pidieron plata por su silencio,
él les envió dinero en un sobre. La lengua
les picaba y les daba vuelta en la boca
por decir el hecho escandaloso,
entonces el hermano menor contrató a otros hombres
para que mataran a los primeros hombres.
Los asesinos fueron a su vez asesinados,
sorprendidos por los segundos hombres cuando menos
lo esperaban.
El hermano menor descansó aliviado,
pero los segundos asesinos eran todavía más pobres
y más despiadados,
y pidieron dinero por su doble silencio.
Entonces el hermano buscó entre la gente
a otros hombres peores,
habló de paso con ellos,
pero los segundos hombres desconfiaron a tiempo
y lo mataron frente a su casa,
la que era apenas su casa transitoria,
y fue hallado su cuerpo entre el rastrojo,
frío y tieso como un palo.
Los segundos hombres se dispersaron en el acto
y se disolvieron entre la gente.
Los terceros hombres son cualquiera, nosotros,
los justos,
todavía más pobres y más despiadados.

Poema amarillista

Santiago Rodas

Homenaje a David Quintana

La sangre baja por la loma
y alcanza a dar la curva completa.
Los niños al lado del nicho de la virgen
miran atentos al hombre en el suelo.
Uno con la camiseta de Slayer y las manos en los bolsillos
analiza la moto en el pavimento.
Las señoras con las manos cruzadas
miran atentas a los de la Sijin
que toman fotos del rostro para identificarlo.
Los números, como en las películas, marcan los puntos relevantes.
El morral todavía en su espalda,
el casco puesto,
Las manos que ya no se aferran del manubrio de la moto agarran el vacío.

Empieza la lluvia.
La gente se resguarda en los techos.
Hombres con trajes blancos se llevan el cuerpo
que ya no es Juan David Quintana.
La moto queda intacta.
La sangre se mezcla con el agua.
Alguien dice que El Señor sabe hacer sus cosas.
Nadie tendrá que lavar el suelo.

Monólogo de alguien sin voz

Darío Jaramillo Agudelo

Mi tierra ya no es mi tierra.
Fui expulsado de ella, salí a medianoche sin rumbo,
salvando la vida como si mi vida valiera alguna cosa.
El resto lo perdí, la casa, los muebles,
las fotos y las cartas que me conectaban con los muertos de mi sangre.
Todo quedó abandonado,
de alguna manera muerto,
muerto como yo que comencé a morir entonces.
Salí con las manos vacías, sin tiempo para llorar,
también sin pasado salí de esta tierra que ya no es mía.
El espejo de esta casa se niega a reflejarme,
nadie me reconoce.
Sin lugar y sin pasado,
esta tierra no me reconoce.
Ya no hay casa.
En el lugar habitan gentes que llegaron de ninguna parte.
Ahora soy un nómada, una planta sin raíces,
un hombre sin nombre y sin memoria.

De La ausencia del descanso

Helí Ramírez

11

Sueños que se escapan por el hueco de un cortauñas

la noche clara cambia los labios de posición rabia
y el cielo azul y en algunos espacios amarilloso
nos cobija

en coro corro a la calle que inunda los sentimientos empapelados
las emisoras desaforadas
emiten sus extras

la ciudad es un océano de sangre

La patria

María Mercedes Carranza

Esta casa de espesas paredes coloniales
y un patio de azaleas muy decimonónico
hace varios siglos que se viene abajo.
Como si nada las personas van y vienen
por las habitaciones en ruina,
hacen el amor, bailan, escriben cartas.

A menudo silban balas o es tal vez el viento
que silba a través del techo desfondado.
En esta casa los vivos duermen con los muertos,
imitan sus costumbres, repiten sus gestos
y cuando cantan, cantan sus fracasos.

Todo es ruina en esta casa,
están en ruina el abrazo y la música,
el destino, cada mañana, la risa son ruina;
las lágrimas, el silencio, los sueños.
Las ventanas muestran paisajes destruidos,
carne y ceniza se confunden en las caras,
en las bocas las palabras se revuelven con miedo.
En esta casa todos estamos enterrados vivos.

El callejón de los asesinos

Jaime Jaramillo Escobar

Teniendo que hacer un viaje, me dirijo a la estación para tomar el tren de la hora Greenwich.
Así pues, comienzo a andar por ilímites potreros, me extravío, y llevo ya dos días perdido en
las montañas,
cuando alcanzo a divisar una especie de sendero que comienza al pie de un árbol y se
inclina en el horizonte,
y me encamino hacia él con la esperanza de poder llegar a tiempo, si algún otro
inconveniente no me lo impide,
pues lo que sucede es que ignoro por completo el camino de la estación.
A poco andar me encuentro metido en una callejuela tortuosa, de aproximadamente un
metro cincuenta de ancho, y aún menos,
entre negras paredes de herrerías, cubiertas de hollín, de carbón,
pobladas de gente aviesa, sucia.
Qué mujeres habrá, desgreñadas, pálidas,
qué niños espesos, lentos,
que acechan en las puertas, desde lo oscuro,
y hombres sentados en montones de arena, que se desliza grano a grano sobre la calle
ciega.
Yo, asustado, continúo rápidamente, procurando no hacer ruido para que no me perciban,
para evitar el asalto,
hasta que subo por un barranco y allí está la estación,
solitaria en la noche, nadie aparece, no hay trenes.
Recorro las salas cuidadosamente, una mata me asusta con sus hojas anchas.
Voy a dar la vuelta cuando ¡zas!, el hombre,
me lo encuentro a boca de jarro, detrás de una columna,
me está esperando para matarme, tiene el cuchillo en la mano, me coge por la cabeza.
En el expendio de boletos no hay nadie.
El asesino, tranquilo, me mira.


Tomado del portal de la Revista Arcadia