‘Algunas películas me han enseñado a vivir’: Cristóbal Peláez

Foto: Jaiver Nieto / EL TIEMPO

En el alma de quien fundó el teatro Matacandelas, de Medellín, viven un cinéfilo y un voraz lector.

Por: Julio César Guzmán

EL TIEMPO

Parece un proyector de cine antiguo. Cristóbal Peláez va liberando imágenes, una tras otra, amparadas en el telón de humo que proyecta su boca de fumador y engendradas por su voz, a veces nasal, a veces profunda. El creador del teatro Matacandelas de Medellín, que está cumpliendo 40 años (el teatro; no Peláez, quien tiene 26 años más), habla de cine y de libros, y más bien poco de teatro. Como si fueran la misma cosa. Que, de hecho, lo son.

En su sede de la calle Bomboná, en el centro de Medellín, Peláez entreteje sus historias de vida con las ficciones que lo han enriquecido, ya sean de Brecht, de Hitchcock o de Baudelaire. Como si fueran la misma cosa. Y, de hecho, lo son.

“El cine empezó casi como un hijo directo del teatro –dice, dejando escapar una bocana- da–, pero se le creció tanto que lo devoró. Inicialmente, el cine le robó la estética al teatro. Es hora de que el teatro empiece a robarle algo a ese hijo crecido y sabio”. Para él, cine y teatro son sinónimos. Al igual que los libros, que fueron su primera pasión desbordada, por la influencia de su hermano Fernando, cuatro años mayor que él.

“Me cuenta la familia que cuando me trajeron, recién nacido, hubo un lloriqueo en la casa porque mi hermano le dijo a mi mamá: ‘¿Me regala al niño?’. Y ella le decía: ‘Cómo le voy a regalar al niño. Yo necesito criarlo’. Y él armó una pataleta, lloró y lloró, porque quería que el niño fuera de él. Hasta que mi mamá le dijo: ‘Entonces, el niño es suyo’. Y Fernando me ‘adoptó’ y me dio ese sentido de la teatralidad, que yo no entendía. Por ejemplo, fue quien me enseñó a leer. Yo tenía una noción de la literatura muy ingenua y muy bella también. Tenía la sensación de que uno leía y al terminar, eso se acababa.

Ya usted no podía volver a leerlo. Y le decía a él: ‘Vuélvamelo a leer’. Y él lo leía tal cual. Entonces, le preguntaba: ‘¿Sí dice eso ahí?’. Y él me respondía: ‘Es que eso está impreso, eso no se va a escapar’. Pues a mí me cogía un antojo, un hambre de saber leer… Y él siempre me repetía: ‘Estas son las ventajas de saber leer. Que uno puede conocer muchas historias y muchas cosas’. Cuando entré al kínder, eso me parecía el premio más grande que me había ganado”.

Así nació la adicción de Peláez por las historias, que se manifestó en su lectura compulsiva, en su vocación teatral y en su ‘cinesífilis’ (en palabras de Andrés Caicedo), enfermedad que el próximo viernes confesará en público, sin vergüenzas y esperamos que sin cigarrillos: él es el invitado de la franja ‘El cine y yo’, de la Cinemateca de Bogotá y EL TIEMPO.

“Mi hermano me llenaba de imágenes –prosigue Peláez–: Tarzán, El Fantasma, todos los personajes de las comiquitas. Hasta que me llegó ese gran amor que fue Santo, el enmascarado de plata. Eran unos tomos grandes, de color sepia. Y me los tenían prohibidos. Nosotros los leíamos debajo de una mata de café, escondidos. O nos sentábamos en el inodoro, con una vela por la noche.

Desde los 10 u 11 años, yo me enfermé leyendo la María, de Jorge Isaacs; La vorágine, de Rivera, y ya me había leído Los últimos días de Pompeya, un libro en papel periódico malísimo, a dos columnas, letra pequeña, mal impreso. Pero todo era una voracidad por la lectura. Algo similar lo leí después en Saramago, muy lindo, cuando en El año de la muerte de Ricardo Reis, el protagonista se levanta y habla con Pessoa: ‘Una de las desventajas de estar muerto es que no se nos permite leer’. Grande, eso”.

Una velada frustrada

El monólogo de Peláez solo es interrumpido por los saludos respetuosos de los actores de Matacandelas, quienes llegan a la casa de la calle Bomboná a almorzar en la cocina comunitaria y luego se retiran a ensayar. El director acaricia su barba blanca, apura un sorbo de café y enciende un nuevo cigarrillo:

El teatro se me fue metiendo desde muy niño. Mi primera frustración fue por una profesora de primero de primaria, que yo quería mucho, se llamaba Celina Gallo. Ella me arropaba como una gallina con sus polluelos. Era una mujer de canas, amorosa. Y un día dijo: ‘Traigan cosas, trajes, que la otra semana vamos a hacer una velada’. Yo era tan tímido que no pregunté qué era una velada. Mi mamá tampoco sabía. Pero, por si las moscas, me cosió una especie de toga de color amarillo y me dio una vela. Yo tenía 7 años y en esa época estudiábamos con pupitre.

Dentro del pupitre, metí la vela y la toga. Hasta que un día Celina preguntó: ‘¿Quiénes trajeron cosas para la velada?’. Yo levanté la mano. Pero nadie más lo hizo. ‘¿Solamente usted, Cristóbal? Entonces, cancelamos la velada’. Yo me fui desconsolado y le dije: ‘Maestra, pero yo traje mis cosas’. Y ella dijo: ‘Sí, pero solo con usted no podemos hacer una velada. Muéstreme a ver qué trajo’. Yo le mostré y ella se rio, me abrazó, me dijo: ‘Tan lindo, Cristóbal, yo a usted lo amo. Pero no podemos hacer la velada. Llévese eso a la casa, para que haga alguna payasada’. Esa frustración me la saqué en el 2007, con una obra que titulé Velada metafísica, con textos de Fernando González. Y luego hicimos Juegos nocturnos 2, velada patafísica. Y La caída de la casa Usher, velada gótica”.

En los 51 montajes que ha hecho con Matacandelas desde 1979, Peláez ha tenido una obsesión por el sonido, en algunos casos con una verdadera banda sonora, diseñada a semejanza de una película. Fijación que tiene raíces en su infancia: “Otro factor importante para mí fue la radio, por una precariedad familiar: mi papá trabajaba desde las 5 de la mañana hasta las 8 de la noche, como una bestia, y mi mamá criaba nueve hijos. El único departamento de recreación era la radio. Todo el día oíamos radionovelas: Cadenas malditas, El derecho de nacer. Me marcaron los programas de humor de Los Tolimenses, Montecristo, Los Chaparrines, y uno llamado La ley contra el hampa. Yo soy un hombre más sonoro que visual”.

Su voz imita el anuncio de la serie Kalimán, el hombre increíble, que lograba reunir a 30 niños en su barrio de Envigado, emocionados con sus aventuras e inflamados de odio cuando entraba la voz del malo, personificado por un actor que aún recuerda: César Borrero.

Yo dormía con mi hermano y en un radiecito Sanyo de pilas, a las 9:30 de la noche, pasaban un programa llamado Teatro lírico Caracol. Y poníamos el radio entre los dos, pasitico para que no nos escucharan los demás, porque el cuarto no tenía división de pared, sino de cortina. Escuchábamos relatos de Drácula, Edgar Allan Poe, Cumbres borrascosas. Alguien me dijo que eran unos españoles, que vinieron con un grupo de teatro a Medellín y Caracol los contrató para hacer radio”.

A España, por vocación

Esos acentos ibéricos lo atrajeron tanto que terminó abandonándolo todo a los 22 años para viajar a España, apenas con una maleta pequeña, llena de sueños de escritor, de cineasta o de actor teatral. “Al final, logré trabajar con una compañía teatral, porque tenía fama de que hablaba bien. En España, solo me medían por el recitado, de hecho, la escuela de teatro se llamaba Escuela de Declamación. Pero yo no soporto ese tono del español afectado, gemido. Una cosa que les tengo prohibida a los actores es que sientan. Uno no es un ‘sentidor’. Yo me voy por la vía de Brecht: el actor no vive el papel, el actor es un científico”.

Cuatro años después, sus sueños se estrellaron contra la falta de una visa de residente. Regresó a Medellín, con un aprendizaje vital más la experiencia de otros personajes: “Hay películas que, además, son una escuela para la vida. Por ejemplo, yo trabajo mucho con la filosofía Scarlett O’Hara (protagonista de Lo que el viento se llevó), cuando ella dice: ‘He matado a un hombre, pero hoy estoy muy fatigada, ya lo pensaré mañana’. Aquí, a veces tengo que practicarla. Esa película tiene frases muy inteligentes: ‘No malgastes el tiempo, porque es la sustancia de la que está compuesta la vida’. Cuando escuchaba eso, yo pensaba: ‘Acabo de pagar una boleta de cine y esto me da el camino de la vida’. Algunas películas me han enseñado a vivir”.

Y sí que ha vivido. Ha sostenido a su grupo durante 40 años y lo ha llevado a Francia, Portugal, España, Bélgica, Ecuador, Venezuela, Guatemala, Cuba, Nicaragua, la República Dominicana, Perú. A sus 66 años, dice no tener en dónde caerse muerto, pero se considera un hombre rico, por toda la cultura que ha consumido.

“A veces me preguntan ¿por qué ya no viajas? Y yo respondo: ‘¿Pero me hablás de viajar? Vos te vas a ver el mar y las palmeras, pero mirá: todos los días, a las 3 de la tarde, Buñuelín (uno de sus compañeros, bautizado así por su afición a Luis Buñuel) y yo ponemos una película de vaqueros, y con ese polvero, la angustia, los caballos, ¡y nosotros comiendo helado! Eso sí es viajar’. El cine es una drogadicción. Es una fábrica de sueños. Entrás de día y cuando salís, está lloviendo, de noche y todo mundo camina agüevado. No han podido salir de su ‘situación de cine’, como decía Roland Barthes (…). Esa dosis de ficción es absolutamente necesaria. El arte nos permite no morir de realidad”.


Tomado del diario EL TIEMPO