Cinco siglos de una obsesión: Leonardo da Vinci

El genio renacentista murió el 2 de mayo de 1519, en Francia, entregado a una forma de pintar que sus contemporáneos criticaron y que hoy pervive

Por: Peio H. Riaño – Madrid

El País (Es)

Quiere que su cuerpo sea llevado en procesión, que se digan por él tres misas mayores y 30 menores, que se repartan 18 kilos de cera para alumbrar con cirios las iglesias y que, para su funeral, haya 70 velones que serán llevados por 70 pobres a los que se pagará a tal efecto. Las últimas voluntades de Leonardo da Vinci -cuyo paso mortuorio hoy calificaríamos de performance propia de Santiago Sierra- se cumplen el dos de mayo de 1519, hoy se cumplen cinco siglos. Muere a los 67 años, en la mansión francesa de Cloux (hoy Clous Lucé), al servicio del rey Francisco I. Leonardo vive su momento más dulce al borde de la muerte.

Por primera vez, y gracias al monarca francés de 21 años, trabaja sin preocupaciones y se sirve de su ayudante Melzi para esquivar sus dolencias y rematar tres obras (La GiocondaSan Juan Evangelista y Santa Ana con el Niño) y producir festejos para el rey. Tres años de paz y gratitud en los que digiere una vida truncada por la barbarie de las guerras y los reproches de quienes no llegan a comprender sus retrasos. Leonardo lanza la misma súplica, una y otra vez, a sus cuadernos: “Dime si alguna vez se hizo algo”. Duda de todo lo que ha hecho, duda por el desprecio que mina su confianza. Se plantea este dilema -crudo y cruel- ante lo construido y lo abandonado. Si alguna vez se hizo algo fue por obsesión (y resistencia).

“Esa obsesión está ahí, en Leonardo, y en mí. Es algo ajeno a ti. Es un monstruo que se pega a la piel y está latente. Discuto con él cada mañana y de manera acalorada. Es un matrimonio con mi otro yo, que me irrita muchísimo”, cuenta el artista Juan Genovés (Valencia, 1930) para explicar qué le ocurre a un pintor que es esclavo de un tema. Asume que la pintura es un ser vivo, hecho de un material ingobernable y que cuando entra en su estudio, dice, grita e imita animales.

Un alma libre

“Cinco siglos no son nada. Le pasó a Leonardo, pero también lo encontramos en los artistas primitivos de las cuevas de Lascaux. Eso no es espontaneidad. Eso también es fruto de una obsesión”, cuenta Soledad Sevilla (Valencia, 1944). Reconoce que está cómoda en la obsesión, hasta que llega un momento en que le parece que el cuadro está resuelto y deja de interesarle la pelea. “Es lo que me reconforta. Lo demás, lo que está fuera del estudio, no tanto”, asegura. Para María Dávila (Málaga, 1990), entre las imágenes procesadas y las pintadas, la obsesión es más “una búsqueda de algo que no sé qué es, pero es muy personal”.

Quizá ese sea el mayor reto del artista: asumir que la pintura no es esclava del pintor, ni del mercado. “Cuando se busca una fórmula que facilita las cosas, el arte se malogra en su alma, aunque guste muchísimo. Por eso Leonardo es una rareza si lo comparas con Rafael o Rubens. El arte debe ser así”, explica Antonio López (Tomelloso, 1936). El arte debe ser sin prisas, sin necesidad de acabar. Entregado a la ejecución. Una pintura infinita. Ni acabada, ni abandonada.

Dilatar el tiempo eternamente y recrearse en la frontera que separa el éxito del fracaso. Esto es lo que más llama la atención a Miquel Barceló (Felanitx, 1957), que ha reconocido en alguna ocasión que admira a Leonardo por su valentía, por los riesgos que asume en sus experimentos y, a fin de cuentas, por el derecho que se da a fracasar. “El fracaso es un derecho humano del artista”, asegura Barceló, que desconfía de la buena marcha de la pintura. Prefiere el sufrimiento, porque las cosas que empiezan bien, “acaban mal”.

Hernán Cortés (Cádiz, 1953) es un retratista rápido, en dos años remata sus cuadros… salvo el retrato de Gonzalo Santalucía de niño, con el que estuvo más de dos décadas tratando de resolver ese cabello ensortijado. “Mucho tiempo después, estaba con otro retrato y me dio la clave. Veinte años de tortura y lo resolví en dos días”, dice. Cortés cree que “los buenos pintores son obsesivos”, aunque “la obsesión ante el cuadro inacabado puede llevarte a una deformación monstruosa”.

Una criatura monstruosa

¿Es La Gioconda un monstruo? ¿Es lentitud o precisión? ¿Es obsesión o repetición? Vasari dice que para pintar el retrato de la esposa de Francesco del Giocondo trabajó cuatro años, “pero no lo terminó”. El Louvre retrasó la fecha del cuadro hasta la defunción del artista tras la aparición del paisaje de Mona Lisa del Museo del Prado. Tal y como demuestran los análisis del museo francés, las variaciones que realiza a lo largo de ese tiempo fueron mínimas: levanta un poco los ojos y retrasa el nacimiento del pelo. Sabe muy bien lo que busca y no se desprende de ello en 16 años.

Esta actitud enardece a sus más feroces detractores, como el Papa León X, que observa cómo el artista empieza a estudiar los óleos para elaborar el barniz, ante lo que el pontífice exclama: “Ay de mí, éste no sirve para hacer nada, pues empieza a pensar en el final antes de dar comienzo a la obra”. Un pintor cerca de la naturaleza es un pintor en construcción. Un pintor contra el tiempo es un pintor de obra inacabada. Un pintor detrás de la verdad es un pintor con problemas. Un pintor incomprendido no es un pintor, es un problema.

Luis Gordillo (Sevilla, 1934) apunta sobre Leonardo que su diversidad de intereses hoy le llevarían al hambre. Pero lo cierto es que el pintor renacentista fue toda su vida un migrante en busca de trabajo. “Mi obsesión es patológica: si no pinto, me deprimo. Es un fármaco contra las angustias. El arte es otro yo, con si hubiera construido otro con el que tengo una relación muy intensa, para bien y para mal”, explica Gordillo, que cuenta una experiencia similar a la de Genovés.

La pintora Vicky Uslé (Santander, 1981) es una de las autoras de la nueva abstracción más interesantes y reflexiona por escrito sobre esta obsesión en la que lo importante no tiene fin: “Cómo salir de una conversación, sin perder la fluidez, hacia el exterior de nuestro propio mundo y persona. Frustraciones conversan y susurran en una batalla de latidos donde surgen los descubrimientos”. En su conversación se enriquece y nutre su experiencia, ensimismada y desposeída, de lo inesperado. La deliberación prorrogada que Leonardo mantuvo con La Gioconda nunca finalizó y sólo el tiempo parece haberla rematado.


Tomado del portal del diario El País (Es)