‘Colombia es un país de huérfanos que anhelan un padre’: Gamboa

Foto: Cortesía Chris Mosquera/Random House

Santiago Gamboa regresa a librerías con la novela ‘Será larga la noche’.

Por: Juan Camilo Rincón* –

Para EL TIEMPO

No hay un Sherlock Holmes que pueda resolver los crímenes que ocurren en Colombia cada vez que parpadeamos. No solo porque son numerosos, sino porque su lógica de investigador anglosajón sería fallida ante una serie de realidades inconcebibles que llegan a tener tintes de ficción.

En un país donde la violencia cotidiana produce indignaciones selectivas y que expiran con rapidez, que duran las pocas horas que hay entre un hecho espantoso y otro que lo es más aún, donde no se cree en el Estado y la corrupción se solaza a sus anchas; en un país donde cada vez nos convencemos más de que será larga la noche, Santiago Gamboa nos entrega su más reciente novela. Es un thriller con personajes edificados desde realidades que se niegan, porque son espejo de lo que somos. Con su narrativa, el autor profundiza en una historia que no da respiro.

En Será larga la noche vivir la cotidianidad en ciertos territorios del país es, en sí mismo, un acto heroico. Sus protagonistas, sin capas ni uniformes, son periodistas y fiscales que tratan de buscar la justicia y sublevarse ante la naturalización de la impunidad. Entienden que hay poderes imbatibles que liberan de cualquier castigo al dominador y sentencian a los más débiles en la cadena; saben que el más vulnerable está condenado a la desidia.

El detonante de la historia es un enfrentamiento violento presenciado por un niño, hecho que, de entrada, nos recuerda que en Colombia la violencia se le otorga a todos y ni siquiera los menores pueden sustraerse de ella. Los asesinatos cunden y hay que resolver cada caso con las escasas herramientas que ofrece el sistema; los investigadores tienen poco más que su olfato y su astucia, adquiridos a los golpes, por ensayo y error, sobre la marcha y con poca teoría. La historia estalla por causa de un crimen que corre el riesgo de ser olvidado y desaparecer, como desaparece la gente, como se olvidan los muertos. Gamboa no busca llevar al lector a reflexiones profundas y, sin embargo, lejos de la condescendencia o las lecciones forzadas, escribe un libro que hoy, más que nunca, se hace necesario.

Es una novela muy cinematográfica. ¿Qué herramientas utiliza para alejarse del narrador común?

Las únicas herramientas son la intuición y el tener presente obras literarias sugestivas, implacables. Las novelas que yo prefiero son aquellas que, más que leerlas, le ocurren al lector, y que una vez terminadas se incorporan a su biografía, a su memoria. Podría mencionar algunas de ellas, de las que más he aprendido: El americano impasible, de Graham Greene, me enseñó la importancia de tener personajes definidos, algo solitarios y nada convencionales; Conversación en La Catedral, de Vargas Llosa, el manejo de la curiosidad del lector a la hora de cortar los capítulos, y dentro del género negro, El largo adiós, de Raymond Chandler, que enseña a no juzgar a los personajes, a no adoptar una postura moral frente al argumento.

¿Es posible que, con su libro, el lector se cuestione sobre la guerra?

No está mal reflexionar a partir de un libro sobre los motivos que nos tienen en la cuerda floja. Uno de los más temibles es la influencia de las iglesias cristianas evangélicas en la política. Esto es ya un problema de seguridad nacional. Si no se controla, acabarán con la democracia. Ya se vio su influjo en el voto del plebiscito, en 2016, a favor del ‘No’. Y en Brasil, a favor de un fascista como Bolsonaro. Y Trump: en EE.UU., las iglesias cristianas tienen oficina en la Casa Blanca. Yo no comprendo a esos pastores y mucho menos a quienes los siguen: si Cristo estuviera vivo, ¿estaría en contra de un acuerdo de paz, como ellos?, ¿estaría a favor de la destrucción de la Amazonia?, ¿estaría sentado al lado de los latifundistas y banqueros? Esas iglesias no son todas iguales, claro, pero la mayoría son empresas captadoras de dinero que, además, venden o intercambian sus votos a políticos corruptos. ¡Y, encima, no pagan impuestos! Son la necrosis de la democracia.

¿Cómo construyó el personaje de la periodista Julieta Lezama, una de esos héroes anónimos de este país?

He practicado diversas formas de periodismo desde hace más de 25 años, en Colombia y en otros países, y conozco bien a mis colegas. Igual que en mi novela Perder es cuestión de método, en Será larga la noche decidí usar a una periodista porque es alguien que investiga, pero no tiene un arma y no representa la ley. Esto quiere decir que al descubrir la verdad no necesariamente hay un triunfo de la justicia. Y algo más: la figura del periodista, en la literatura, siempre me ha parecido romántica y solitaria. Una especie de Quijote que lucha contra molinos de viento.

A Lezama le ayuda en las investigaciones Johana Triviño, excombatiente de las Frac. ¿Qué siente que enseña este personaje?

Johana vivió la vida difícil de millones de colombianos y sufrió una terrible tragedia, teñida de humillación. Su historia y su manera de encarar las cosas en el posconflicto son una demostración de cómo alguien valiente puede sobreponerse a la realidad más adversa, aun si esa realidad la sigue golpeando. Sé que muchos excombatientes de las Farc están rehaciendo sus vidas de un modo admirable. En lugar de culparlos y señalarlos, la sociedad debe protegerlos, pues son hijos de una trágica historia política y social que robó sus infancias, que los entregó a esa dolorosa orfandad que tanto define a nuestro país. Colombia es un país de huérfanos que anhelan la protección y el afecto de un padre; un país de gente desamparada que no sabe hacia dónde mirar, sola en medio de la noche, donde cualquier voz es un alivio, así sea una voz autoritaria. Por eso ha habido tantos caudillos y guerreros. Es a partir de esta comprensión que debemos buscar reconciliarnos y, poco a poco, crear una sociedad en la que todos se sientan protegidos.

¿Cómo construye la voz de sus personajes femeninos?

Llevo toda una vida observándolas, queriéndolas, leyéndolas, discutiendo con ellas, implorando su perdón o su amor, o simplemente su atención; y me he formado a través de su amistad, su afecto o su indiferencia. Porque las he visto gritar de rabia o morirse de la risa o llorar o sentir vergüenza ajena. Porque las he mordido y besado, y las he dejado hacer conmigo lo que han querido, incluso echarme a patadas en mitad de una noche con el termómetro bajo cero. Porque he trabajado y luchado codo a codo con ellas. Porque las he visto ducharse mientras me lavaba los dientes y luego, con gran caballerosidad, les he pasado la toalla.

En el país, la Fiscalía pierde muchos de los casos. ¿Por qué sus personajes dan la pelea en circunstancias en las que casi todo está en su contra?

La derrota es estéticamente más hermosa que la victoria. Las personas derrotadas son mejores, más comprensivas y humanas; más tolerantes y solidarias. Perder nos destruye, pero nos hace mejores personas.

¿De qué manera, a partir de lo que oculta la guerra, usted logra contar algo más profundo?

Mi novela es un espejo en el que los lectores pueden verse reflejados, y un punto para mirar la realidad del país e intentar descifrarlo o descubrir algo nuevo. Uno escribe para conocer mejor su entorno y encontrar, tal vez, un lugar en el mundo; y para señalar un momento, una época precisa desde la cual comprendimos algo que nos dejó helados, o en la que fuimos sorprendidos por un modo particular de belleza. Se trata de narrar vidas diversas, experiencias extremas, hechos dolorosos o injustos, instantes sublimes. Cosas que han pasado o podrían pasar en la misma calle en la que tomamos café y nos sentimos solos. La literatura amplía la visión de lo posible. Una vida sola es poca. Los libros multiplican la maravillosa sensación de estar vivos.

¿Qué diferencia siente que hay entre la literatura que contó el conflicto y la que se hace hoy?

Creo que aún es pronto para hacer un análisis, pues no han pasado ni tres años desde la firma definitiva de los acuerdos del Teatro Colón, y apenas un año desde el inicio del progresivo y clandestino desmonte del acuerdo por parte del nuevo gobierno uribista. Pero ya hay algún libro del posconflicto que sobresale. A mí me gusta mucho Cómo perderlo todo, de Ricardo Silva, que proyecta sobre un grupo variopinto de personajes los avatares de un año nefasto para el país, que fue el 2016.

¿De qué manera siente que la literatura puede ayudar a la reconciliación?

La literatura no es el discurso de la verdad, pero puede dar una versión de la realidad que ayude a comprenderla. Como dice Vargas Llosa, la literatura no solo se ocupa de lo que pasó y fue real, sino también de esa segunda realidad que es lo que algunos personajes imaginaron o soñaron, pero que jamás lograron realizar. Se sueña a nivel individual, pero también de forma colectiva. Y en esos sueños hay imágenes inalcanzables, proyecciones exageradas, humor y sarcasmo. La literatura se nutre de eso y lo devuelve a la sociedad para que esta se cuestione.

Juan Camilo Rincón*
*Periodista e investigador cultural, autor de ‘Viaje al corazón de Cortázar’ (2015)


Tomado del portal del diario EL TIEMPO