El libro de las mejores crónicas de EL TIEMPO en el 2018

Foto: Rodrigo Sepúlveda / EL TIEMPO

Prólogo de Juan Esteban Constaín, quien tuvo a su cargo la selección de los textos publicados.

Por: Juan Esteban Constaín

El Tiempo

Bueno, aquí estamos otra vez este año: aquí está de nuevo este libro que recoge, como un ritual, ojalá, lo mejor de EL TIEMPO, algo de lo mejor: crónicas, perfiles, ensayos, obituarios y celebraciones que aparecieron en el periódico bajo el signo implacable de su condición perecedera, y que sin embargo, por su calidad, por su tono y su estilo y su importancia, digamos, lograron dejar una especie de eco en el lector, una estela: las ganas de volver a abrirlos, como quien los desdobla de un viejo libro, las ganas de volver a leerlos.

El periódico de papel nació como un objeto cultural de la Modernidad no solo para dar noticias (casi siempre malas; en el mejor de los casos) sino también, y sobre todo, para fomentar debates y reflexiones, para atizar las ideas que puede llegar a tener la gente sobre las cosas y el mundo, sobre aquello que la rodea y determina. Es por eso por lo que los periódicos del mundo, sobrevivientes y herederos de una civilización que aún no se muere a pesar de quienes tanto se lo han vaticinado, siguen aferrados, unos más, otros menos, a la posibilidad de abrir dentro de sus páginas un espacio para lo fundamental. No solo de noticias vive el lector de prensa; también los textos de largo aliento lo alimentan, lo hacen feliz, apuntalan su lealtad a una marca, quizás, o por lo menos al hábito cada vez más valioso de abrir un periódico, aún hoy, para disfrutarlo en cada uno de sus pliegues.

Un fenómeno interesantísimo se está dando en muchos lugares del mundo; sobre todo en el “mundo desarrollado”, digámoslo así, el mal llamado primer mundo. Dicho fenómeno podría describirse en varias etapas, varias secuencias: primero, cuando se produjo un cambio esencial, una revolución sangrienta y de verdad, en los soportes, las formas, los contenidos, el ritmo y todo lo que tiene que ver con los medios de comunicación; luego, esa irrupción de esa “nueva civilización”, esa “nueva cultura” aún en ciernes de lo digital, produjo, como era obvio, unas nuevas “sensibilidades”: unos nuevos lenguajes y unas nuevas preocupaciones –perdón por el abuso del adjetivo, pero es inevitable– en el plano de la discusión política y social.

Lo curioso es que muchos creyeron entonces que lo que vendría sería una especie de panacea ilustrada, un enriquecimiento progresivo y exponencial del debate público, del diálogo entre todos los actores de la cultura, de la sociedad. Y lo que ha ocurrido, aunque por supuesto caben todos los matices del caso, lo que ha ido ocurriendo es más bien lo contrario: la irrupción de un espíritu de turba que se adueñó de todos los espacios en los que la gente no solo discute las cosas sino también, y sobre todo, se informa sobre ellas. Esa es también una de las razones por las cuales la demagogia y el totalitarismo, que parecían etapas superadas de la historia, están reverdeciendo con tanta fuerza, con tan aterrador poder.

Y el antídoto contra un panorama cada vez más caótico y complejo, y lleno de amenazas y abismos y peligros, así suene alarmista, el antídoto ha resultado estar en la reivindicación de viejas narrativas, viejas tradiciones, viejos oficios que parecían condenados al olvido y que sin embargo se han vuelto más bien el refugio de la posibilidad siquiera de explicar el mundo, de separar en él el oro de la escoria para tratar de informar lo mejor que se pueda, junto con un ejercicio de análisis y de contexto que ya no parece solo un lujo y un desplante y un gesto diletante, sino que se está volviendo una verdadera urgencia: una tabla de salvación, un acto de resistencia.

Claro: hay mucho de mesianismo en esta interpretación de las cosas; hay mucho de autocomplacencia y desmesura. Pero al mismo tiempo, hasta los números están dando una sorpresa en este alocado albor del siglo XXI, y en Estados Unidos y en Europa, por ejemplo, los viejos periódicos de siempre, cuanto más tradicionales mejor, están enarbolando la bandera de la libertad de prensa o de la reflexión y la mesura mientras todo lo demás parece abocado al fanatismo, la farsa y el ridículo.

Por eso esos periódicos, o algunos de ellos, han logrado salvarse de un panorama financiero que parecía incurable, y aunque las nubes no se han despejado del todo, en absoluto, varios ejemplos sorprendentes nos hablan de periódicos que empiezan a circular y a influir y a vender más por cuenta de su apuesta rigurosa por la información, por la seriedad, por la profundidad.

La exigencia es enorme, sin duda, la aspiración es muy alta, sí. Pero esa es también la razón por la que nació el periodismo: es allí en el contexto, y no solo en la narración desbocada de las noticias, que hoy además parece casi redundante, donde el oficio al que García Márquez llamaba “el más hermoso del mundo”, para usar el lugar común, lo seguirá siendo sin remedio. No solo bello, aunque ojalá también, sino además útil y necesario.

Por eso estos textos recogidos en esta antología tienen tanto valor: porque en ellos la calidad tiene que ver con el estilo y el lenguaje, sin duda, pero tiene que ver sobre todo con la perduración de la verdad, con su búsqueda, más bien, regada con tinta en un periódico y cernida por el paso sin descanso del tiempo –EL TIEMPO–, que es un bosque que nos deja ver los árboles. Aquí están; estos son algunos de ellos.

Una vez más, otro año, feliz año desde enero hasta el final.


Tomado del diario El Tiempo