En la cueva del tesoro de Anagrama

Foto: Lali Gubern

En la cueva del tesoro de Anagrama

Las cartas que se conservan en el archivo de la editorial permiten reconstruir los 50 años de dedicación de Jorge Herralde a los libros

Por: Iker Seisdedos

Babelia / El País (Es)

Creo que es totalmente seguro afirmar que estaré con vosotros el 27 de septiembre”, escribió en abril de 1988 Raymond Carver en respuesta a la invitación a Barcelona de su editor en español, Jorge Herralde. Fue poco antes de que el cáncer precipitara ese verano el final con un golpe seco, como en uno de los lacónicos cuentos que hicieron de él un maestro de las letras estadounidenses. La muerte, como los impuestos y otros hechos inevitables, emerge con cierta frecuencia en el océano de papeles del archivo de la editorial Anagrama, que este abril cumple medio siglo. Como en esa misiva de Alberto Méndez, de junio de 2003. “Hago votos por que esto no cueste dinero”, dice sobre la inminente publicación de su único título, Los girasoles ciegos. Méndez, a quien Herralde había frecuentado durante décadas como parte del paisanaje del mundo de los libros, se reveló como un brillante escritor tardío y como un pésimo adivino: murió en 2004, sin saber que ganaría los premios Nacional y de la Crítica y que su debut, que ha superado los 380.000 ejemplares vendidos, sería ciertamente rentable.

Los malos presagios asoman en otra carta de Rafael Chirbes, de 1998: “¿Escribo?”, se pregunta el autor de Crematorio. “He vuelto a coger esa maldita y rara novela de desamor y sida en París. Hay trozos que me gustan mucho. Y empiezo a verle el tono, pero tropiezo con dificultades. Llevo 90 folios, y no creo que vaya a ser muy larga”. Terminada dos meses antes de morir en 2015, París-Austerlitz, de 160 páginas, vio la luz póstumamente.

Los papeles de Anagrama se guardan y clasifican en la acera de enfrente de la sede de la editorial, en un bajo del barrio de Sarrià con olor a ambientador que en tiempos fue almacén de libros. Allí trabaja desde hace dos años y medio Susana Castaño, porteña llegada a la ciudad cuando los Juegos de 1992, junto a Lali Gubern, esposa de Herralde, que se sumó a la tarea en marcha. El fruto de sus pesquisas se incorpora cada 15 días a una bitácora de descubrimientos, documento encuadernado con anillas que comparten con el editor. Los reportes se cierran con un inventario. Este 18 de marzo el minuto y resultado era de 1.880 expedientes con 44.631 hojas. Y a continuación, un ranking: Javier Marías (“con 2.200+ hojas”), el crítico J. A. Masoliver y la scout Koukla McLeod (“800+ hojas”), Carmen Martín Gaite (“700+ hojas”), Pitol, Tabucchi, Pombo, Bolaño y Chirbes (“500+ hojas”), y así hasta los corresponsales de menor volumen.

Sin contar los manuscritos originales (que nunca se conservaron por razones de espacio), facturas, contratos y otros rastros administrativos, las estanterías metálicas sostienen 147 archivadores de cartón blanco, de esos que usan las asesorías fiscales. Algunos, como Roberto Bolaño, ocupan varias carpetas. Otros las comparten en grupos literarios tan improbables como la del lomo que dice: “P. Gimferrer. M. Amis. G. Perec. J. M. Castellet. G. Debord. O. Sacks. D. Trueba”.

Dentro hay cartas, postales, recortes, fotografías, impresiones de correos electrónicos o faxes que los destinatarios devuelven con añadidos a mano, como en aquel de Bill Buford, entonces alma de la revista Granta, que promete escribir un libro “sobre sexo con animales que será un éxito”, a lo que Herralde, siempre agarrado a la ironía, añade: “¡Bravo, compro a ciegas!”. (El editor confirma que “lo pasaba pipa en la época del fax”). En los papeles (al menos, en la parte que ha podido consultar este diario) se dirimen asuntos prácticos, temas de dinero, celos, juramentos editoriales de amor, broncas sin marcha atrás y decisiones tajantes, como la de Juan Benet, que en 1973 anuncia, antes de su segunda edición (y tras contribuir a que la primera quedara desierta), que no volverá a ser jurado del Premio Anagrama de Ensayo: “Te agradeceré también que a ser posible no le dés (sic) publicidad a mi renuncia, que he decidido comunicarte con antelación suficiente para que puedas encontrar un más eficaz y entusiasta sustituto”.

El inventario no estará terminado a tiempo para la efeméride, que tendrá su fiesta en Barcelona en septiembre. Calculan que la tarea se extenderá al menos hasta 2020. El crítico Jordi Gracia examinará esos papeles, “llenos de relaciones con grandes editores internacionales y ensayistas, y con novelistas en crisis, en auge, felices o cabreados”. Su idea, dice, es escribir “uno o varios libros” sobre la historia de una editorial que “ha cambiado el modo de los españoles de leer y ha hecho más cosmopolitas a varias generaciones”.

A medio plazo, el propósito es que el material sea también accesible a los investigadores, aunque aún no esté claro dónde. Las directoras de la Biblioteca Nacional de España (BNE), Ana Santos, y la de Catalunya, Eugènia Serra, confirman su interés en el archivo. Herralde, quien, tras vender el sello a la italiana Feltrinelli, se quedó como presidente y fue sustituido en la dirección editorial por Silvia Sesé, evita pronunciarse: “Carlo [Feltrinelli] y yo consensuaremos su destino. El dinero no será lo determinante. Lo que queremos es que esté vivo y que no se convierta en un cementerio de documentos”.

De momento, los trabajos han llegado hasta principios de este siglo, que es cuando empiezan los problemas de conservación digital, con masas de e-mails sujetos al azar de informáticos, servidores y discos duros, según explica Lali Gubern con gesto de aprensión. Para celebrar el cumpleaños, Herralde sí ha alcanzado a terminar el libro Un día en la vida de un editor. Más que unas memorias, se trata de una reunión de algo que él llama “virutas editoriales” parcialmente iné­ditas: artículos, conferencias, fugaces diarios, cartas abiertas o entrevistas. El volumen cierra la tetralogía que completan Opiniones mohicanas, Por orden alfabético y El optimismo de la voluntad. En una hipotética quinta parte promete ocuparse de los escritores de Anagrama de última generación: Marta Sanz, Sara Mesa, Milena Busquets, Luisgé Martín, M. Á. Hernández o Javier Montes.

La noticia, aireada en los medios, de que la compañía piensa hacer accesible el archivo ha puesto en alerta a antiguos autores de la editorial. Alguno se ha puesto en contacto para advertir a Lali, que se incorporó en 1986 a la empresa, de algo que garantiza la Ley de Propiedad Intelectual y saben bien en la BNE: el propietario del derecho de autor de una carta es el remitente, aunque el destinatario sea dueño del soporte. Y si el material entrara en una institución pública, los investigadores estarían autorizados a la consulta, pero no a la reproducción, salvo que medie permiso expreso. Esa regla podría verse limitada aún más si se invoca el derecho a la intimidad. En el libro recién publicado, Herralde cuenta que su asesor legal, Mariano Capella, pidió en su nombre permiso para reproducir una carta de Bolaño. Y que la viuda de este, Carolina López, “lo denegó”.

Anagrama es de esas editoriales que persigue entre lectores y libros una identificación similar a la de una hinchada con su equipo de fútbol, de ahí el morbo de reconstruir las salidas de este o aquel delantero centro rumbo a otro equipo. Los condicionamientos legales permiten cartografiar solo a medias (o al menos, no literalmente) la relación de Herralde con alguien como, por ejemplo, Paul Auster, a quien consiguió situar como un exitoso autor también en español, después de que otros fracasaran en el intento. De la sintonía de los buenos tiempos da fe una carta en la que el escritor neoyorquino cuenta que ha terminado su novela Brooklyn Follies y se despide como “Tu exhausto amigo”. “Luego se inmiscuyó un retorcido agente, Willie Schavelzon. A Seix Barral, corsarios por antonomasia, le arrancaron un millón de euros por quedarse con el bolsillo. Con la siguiente novela [4 3 2 1] pujamos fuerte pero no fue suficiente”, lamentó Herralde en su despacho barcelonés tras su mesa llena de libros la semana pasada, un día antes de su 84º cumpleaños. “Auster se fue a la francesa, sin decir adiós”, según su exeditor.

En el archivo sí hay rastro del correo electrónico con el que Enrique Vila-Matas selló en 2009 su salida. También consta la despedida de John Banville, hoy en Alfaguara. Antes fue uno de los puntales de la armada británica de autores de Anagrama. “Escribo con dificultad y con tristeza”, le dice a Herralde en un e-mail de 2011. “Las cosas podrían haber sido de otra manera si fuera rico, pero no lo soy, y en cierto sentido la decisión la tomó Alfaguara. Debo agregar, por supuesto, que tengo el mayor respeto por María Fasce Ferri [su nueva editora], pero siempre es difícil salir de casa”.

Herralde atribuye el germen del archivo a la costumbre de guardarlo todo de María Cortés, una secretaria que heredó, dice, de la empresa metalúrgica de su padre. Cortés también conservó vestigios de los tiempos en los que aquél era un ingeniero letraherido con un pasado como campeón hípico de saltos. En marzo de 1968 cuenta en una carta enviada a París a Fanchita González, de la editorial Maspero, sus planes “a punto de cumplirse” de fundar “Ediciones Crítica”, con sede en “La Cruz nº 42”. La misiva la firma “Jorge de Herralde”. “Me quité el ‘de’ en mis tiempos de jinete”, se excusa él, “era una señal de rebeldía contra el padre. Luego me lo volví a poner para tratar con los franceses, que son muy amantes de la particule”. La empresa acabó llamándose Anagrama como atestigua un documento de registro en la Agencia Especial de Patentes y Marcas en junio del año siguiente. Cincuenta años después la editorial sigue un poco más allá en la misma calle, que también cambió de nombre (por Pedró de la Creu).

En sus primeros años, Anagrama se consagró al ensayo político y abundaron los encontronazos con la censura. En una escueta nota de 1971, Gregorio Peces-Barba, que sería uno de los padres de la Constitución y que entonces ejercía de abogado defensor ante el Tribunal de Orden Público, solicita “10.000 pesetas como provisión de fondos para atender los gastos del sumario 166/17”. Cinco años después, muerto ya Franco, el secuestro “de cinco libros en tres meses” suscita el envío de una carta al Ministerio de Justicia firmada por, entre otros, Josep M. Castellet (editor de Península), Beatriz de Moura (Tusquets), Esther Tusquets (Lumen), Carlos Barral o Gustavo Gili.

También hay misivas de algunos de los primeros compañeros de viaje de Anagrama, como el historiador de cine Román Gubern, hermano de Lali, o Joaquim Jordà, que envía recuerdos desde un estudio romano con “una cama de hierro, dos sillas y una mesa, un teléfono, un váter en un balcón, y un grifo”. “Veníamos del 68”, recuerda Herralde. “La primera década fue la más exaltante de la editorial, y también la más angustiosa. Éramos una persona y media: yo y una secretaria por las mañanas. Entre los cerca de 400 libros, los temas políticos y las copas me temo que en los setenta fui un mal corresponsal. Y luego, llegó el desencanto. Los que habíamos soñado con una ruptura y no con una reforma, nos quedamos a medias en la Transición”.

De pronto cayeron las ventas de los ensayos de combate. Y las editoriales rebajaron la política para aumentar la literatura. Anagrama tenía al menos un “banderín de enganche” en la colección Contraseñas, la de Bukowski y Tom Wolfe, “dedicada a la temática salvaje y offbeat y muy popular en las escuelas de periodismo”. Aquello duró “lo que las euforias contraculturales”. Ese cambio de ciclo se adivina en una carta de 1979 a Michael Roloff, de Urizen Books, en la que cita a algunos de los autores estadounidenses que en los ochenta le darían estabilidad.

Herralde tiende a contar su vida a través de las colecciones de Anagrama. En ese relato, que puede seguirse en un cuartito de las oficinas forradas de libros de la editorial en el que se guarda bajo llave una copia de cada referencia editada (el “sancta sanctórum”, lo llaman), la madurez la representa la colección de los libros amarillos, Panorama de Narrativas, inaugurada con Jane Bowles. “Ahí empezó una bonanza ininterrumpida”, afirma el editor. “Con años altos y bajos, eso sí. En los setenta los años iban de lo catastrófico a lo semicatastrófico”.

En ese formato apareció inmediatamente después La conjura de los necios, de John Kennedy Toole. Aquel descubrimiento, el libro más vendido de este medio siglo, junto a Seda, de Baricco, saneó las cuentas de Anagrama, que ya había sorteado la quiebra una vez. Fue en 1980, cuando su fundador vendió su “importante” participación en la célebre discoteca Bocaccio (teatro de operaciones de la gauche divine) al editor José Manuel Lara Bosch (1946-2015), que tal vez no cayó en que estaba dando un balón de oxígeno al paciente cero de “la peste amarilla”, que es como su padre, Lara Hernández (1914-2003), fundador de Planeta, se refirió a Panorama de Narrativas cuando en los ochenta se hizo ubicua. En su último libro, Herralde dibuja un retrato afectuoso del hijo. “Al padre”, aclara en la entrevista, “nunca quise tratarle en persona, y menos cuando dijo lo de que quería comprar Anagrama con Herralde dentro, para que pusiera orden en todas sus colecciones. Ni quería venderme, ni estaba llamado a ordenar nada”.

La colección amarilla, que en febrero alcanzó su título 1.000 (La única historia, de un miembro del dream team británico, Julian Barnes), fue desde el principio hogar de otra long seller, Patricia Highsmith. “La adusta dama” visitó España en 1983 y dejó una nota en un papel del hotel Wellington: “A Lali y Jorge con amor, gracias por vuestra amabilidad, hospitalidad y cariñoso cuidado en España – SPAIN! Pat”.

El rastro que en el archivo queda del trato con los grandes autores extranjeros de ficción se da sobre todo en torno a sus visitas a España, adonde acuden a la llamada de la promoción, parte inevitable del modo de ver el oficio de Herralde. A Richard Ford le anima en 1990 a emprender un viaje de reconocimiento del mercado español —“será muy útil no solo para Rock Springs; tenemos la intención de promoverle como escritor, en beneficio de sus libros futuros”—. Ese mismo año Kazuo Ishiguro se contagia del entusiasmo comercial (“la cobertura de la prensa fue muy buena, esperemos que las críticas también lo sean”, dice el futuro Nobel), mientras que Oliver Sacks plasma con rotulador azul sobre papel con membrete de doctor en Medicina su deseo “de visitar Madrid y ver a la reina Sofía de nuevo”. Con otro premio Nobel, el esquivo Patrick Modiano, hubo menos suerte; en una nota manuscrita de 2015 se disculpa por tener que posponer una vez más su visita a Barcelona “por motivos familiares”.

Las pruebas documentales del trato con la escudería española y latinoamericana son más numerosas (salvo con los barceloneses; a esos se los “encontraba en los bares”). La amistad asoma en la correspondencia con Álvaro Pombo, junto con Ignacio Martínez de Pisón, uno de los autores perdidos con los que Herralde admite mantener el contacto. De Pombo se conserva en el archivo una carta de 1983 de tono zumbón, escrita en francés y español, firmada como Alvaro Marie de Lapin y presidida por el dibujo de una casa con mansarda. Fue el año en el que el santanderino obtuvo el primer Premio Herralde de Novela por El héroe de las mansardas de Mansard, que sirvió para inaugurar la colección de Narrativas Hispánicas, donde publicaron hasta su salida Marías, Vila-Matas o Belén Gopegui y siguen publicando Soledad Puértolas, Vicente Molina Foix o Marcos Giralt Torrente, que ingresó en el club en 1995. Giralt Torrente define al editor como a un hombre “afectuoso” y un corresponsal “jocoso, pero breve”. “Es muy de mandar notitas en las que comparte una buena reseña o, si es mala, la regañina que ha mandado a este periódico o a aquel crítico”.

El escritor argentino Alan Pauls, que entró en el sello tras ganar el Premio Herralde en 2003 y lo dejó el año pasado, coincide en apreciar la ironía del editor, incluso “cuando uno es víctima”. “Es un buen escritor de ­e-mails, reproduce con escrúpulo su oralidad y consigue traducir el arte medio malévolo de su conversación. Y luego le encanta mandar cosas relacionadas consigo mismo, presentaciones, discursos de aceptación, ese género en teoría insoportable que él domina con picardía. Creo que todos sus autores tenemos nuestro propio archivo Herralde”.

Otras presencias ineludibles en las carpetas son el mexicano Sergio Pitol, amigo de la pareja desde los setenta, y Carmen Martín Gaite, que se lleva la palma de la estética, con unas cartas decoradas con cenefas de flores que parece que le servían para conseguir lo que quería: en un documento de abril de 1994 pide con éxito a Herralde “meter la primera y editar el libro [La reina de las nieves] para [llegar a] la Feria”.

La última década del siglo XX es también la de la apertura a América Latina, con el fenomenal descubrimiento de Bolaño y la incorporación de autores como Guadalupe Nettel, Martín Caparrós, Juan Villoro o Ricardo Piglia, quien, tras un encuentro en Buenos Aires, se ofrece en enero de 1993: “Admiro sus colecciones y su editorial y me gustaría que mis libros se conocieran en España”. “Antes enviábamos títulos de autores españoles a América y traíamos aquí libros de allá con resultados mediocres. A partir de 2000 empezamos a publicar a todos los latinoamericanos en España”, aclara Herralde. La venta paulatina a Feltrinelli (decisión que tomó en 2016 “en un rapto de sensatez, en vista de que había cumplido los 80 y de que había que asegurar el futuro”) no ha cambiado esa costumbre transatlántica.

En enero de 2017, Herralde se quedó con un 1% “simbólico”. “Como presidente, pero no honorífico, sino currante a mi manera. Queriendo ser útil a la editorial y sirviendo de memoria. Tenía muy claro que lo que yo quería era apoyar sin interferir el trabajo de Silvia Sesé”. De nuevo con ironía, Herralde define ese proceso como “una autovoladura a plazos”. El final de una historia de éxito editorial aún por catalogar.


Tomado del suplemento Babelia / Diario El País (Es)