Escribir a pesar de todo

Foto: EL PAÍS (ES)

Es imposible responder a la pregunta de cómo va a reflejarse la pandemia en la literatura. Los análisis al calor de la actualidad pueden dejar fuera visiones generales, laterales, excéntricas, que necesitan más tiempo

Por: Sarta Mesa

EL PAÍS (ES)

Muchas personas me han preguntado si durante los meses del confinamiento pude “concentrarme” para escribir. Con la que estaba cayendo fuera, decían, ¿quién es capaz de aislarse, de teclear sus historias como si nada? Es más: ¿cómo se puede escribir de “otra cosa” que no tenga que ver con la pandemia? ¿Cómo es posible realizar ese ejercicio de apartamiento de la realidad?

Lo que subyace a todas estas preguntas es la noción de que la escritura es una actividad secundaria, accesoria, que se emprende solamente cuando todo va bien, una especie de lujo para privilegiados con capacidad y recursos para dejar a un lado los problemas y aislarse en la consabida torre de marfil del creador. Concentrarse supone, según esta visión, un esfuerzo que se hace contra la realidad, en oposición a ella. Es decir, zambullirse en la realidad, experimentar en la propia piel los problemas del momento, sería antagónico con el ejercicio de la escritura, que se convierte entonces en una ocupación solo apta para tiempos de calma.

No quiero simplificar. Es decir, entiendo perfectamente la angustia, el desconcierto, el choque vital que ha supuesto para muchas personas la llegada de esta pandemia a sus vidas. Lo que me llama la atención, repito, es la consideración de que ciertos oficios, como el de la escritura, o bien son incompatibles con esta situación —por no decir inútiles— o, para hallar su sentido, han de modificarse drásticamente. Pensar esto equivale a pensar que antes no había motivos de sobra para “desconcentrarse”, tanto personales como colectivos. Si escribíamos antes, ¿por qué no íbamos a seguir escribiendo después? ¿O es que antes todo iba como la seda?

La historia de la literatura está llena de escritores que trabajaron en los peores tiempos y circunstancias, que padecieron en sus propias carnes la experiencia del encarcelamiento, la guerra, el exilio, la represión, la enfermedad y la pobreza. Otros muchos, lo sé, y sobre todo otras muchas, no pudieron seguir escribiendo y fueron aplastados por estas crudas realidades, al igual que se aplasta cada día, a causa de la desigualdad económica, el potencial talento de una juventud privada de recursos. Por desgracia, esto ha sido así siempre y sigue siéndolo en una gran parte del mundo. No debería ser el modelo de nada, no debería ocurrir, pero es importante que no lo olvidemos para no caer en una estúpida autocompasión.

Nos encerraron en nuestras casas para contener el avance de un virus, es cierto, y muchas de estas casas eran pequeñas y ruidosas o estaban de pronto llenas de personas con las que debíamos convivir día y noche. Nuestros ingresos se redujeron sin avisar y muchos problemas se agravaron —aunque otros, quizá, se solucionaron—. Escribir se hizo difícil por la escasez de espacio, por la falta de tranquilidad y silencio, por la incertidumbre acechando ahí fuera, por el encierro, pero esto, para muchas personas, no es, no ha sido, ninguna novedad. Si durante el exilio Agota Kristof escribía sus poemas por la noche, tras volver de la cadena de montaje de una fábrica de relojes donde no hablaba con nadie, después de hacer la cena, lavar y acostar a sus hijos, si ella, repito, exhausta, aterrada y sola, escribía a pesar de todo, ¿cómo vamos ahora a quejarnos de no poder escribir, cómo vamos a escudarnos en la supuesta falta de concentración? Quizá se trata precisamente de eso: de escribir a pesar de todo.

Muchas voces se apresuran ya a responder a la cuestión de cómo la pandemia cambiará la literatura, profetizando transformaciones radicales como el definitivo fin de la ficción frente al crecimiento de textos testimoniales, diarios y memorias. Otras voces, en cambio, predicen un auge de los llamados géneros de entretenimiento y evasión para sobrellevar mejor otras futuras situaciones de aislamiento. Pero todas estas profecías, en realidad, se centran más en la virtual demanda de una masa lectora (que, por otro lado, no se define o se despacha superficialmente) que en los complejos procesos de digestión creativa, que a menudo son mucho más lentos, ricos y, por supuesto, plurales. A la pregunta de cómo va a reflejarse la pandemia en la literatura es imposible responder. Habrá quien la introduzca en su escritura de manera explícita y frontal y habrá quien se centre en aspectos menos visibles o en apariencia secundarios. Habrá quien ambiente sus historias en un mundo poblado de geles hidroalcohólicos y mascarillas y quien hable de la pandemia sin ni siquiera nombrarla. Habrá escritores que surgirán dentro de unos años y que ahora son niños y, espero, niñas, muchas niñas, que nos darán un verdadero bofetón con su visión del mundo que les hemos legado. También creo que hay quien escribió ya de la pandemia sin saberlo.

Que las mesas de novedades se llenen ahora de títulos escritos al calor de la expansión de este virus no significa que todos estos títulos sean oportunistas ni carezcan de interés, pero tampoco que todo lo que se escriba, para no ser tachado de obsoleto, innecesario o insustancial, tenga que legitimarse con el sello covid. La exhaustividad de los análisis hechos al calor de la actualidad puede dejar fuera visiones generales, laterales, excéntricas, que precisan mucho más tiempo, no solo para mirar hacia el futuro (¿qué pasará dentro de un año, de dos, de 20?) sino también hacia el pasado (¿qué señales había ya, qué síntomas, que no veíamos o no queríamos ver?).

Cuando hablo de señales, recuerdo inevitablemente unas palabras de la excelente cuentista Amy Hempel, quien, al hablar del peligro, decía que todo aquello que nos suele aterrar o dar miedo de manera instantánea, como las culebras o las turbulencias al volar en avión, suelen ser en realidad cosas bastante inofensivas. Sin embargo, decía, hay pequeñas señales de apariencia cotidiana, que vemos sin ver, que están ahí pero no percibimos, como el calor nocturno o el dibujo del viento en la arena en una playa en calma, que podrían ser el aviso de un terremoto. A esta idea me refiero: escribir sobre esas señales, prestarles atención, es probablemente el camino más interesante y fecundo que tenemos ahora por delante.

También Juan Mayorga, a través de uno de los personajes de El crítico, hablaba de la necesidad de distanciarse: “Sólo ve claro quien se detiene cuando todo se mueve. Sólo oye quien calla donde todo es ruido (…) Para ver, hay que quedarse fuera, atrasarse o adelantarse, echarse a un lado o dar un salto. Donde uno no debe estar, si realmente quiere ver, es aquí y ahora, en medio de la corriente. El que está aquí y ahora, ese siempre llega tarde. Salga de la corriente, atrévase a afrontar la soledad y el ridículo y prepare sus ojos para resistir”.

Echarse a un lado, resistir, seguir escribiendo (o componiendo, o dibujando, o fotografiando, o bailando), con la mirada puesta no en el centro marcado por la actualidad inmediata, no en aquello de lo que todo el mundo habla, sino en ese otro lugar infinitamente más atrayente y sugestivo: ese es el reto. ¿Hace falta para ello concentración? Hace falta seguir creyendo en lo que se creía.

Sara Mesa es escritora. Su último libro es Un amor (Anagrama).


Tomado de portal EL PAÍS (ES)