Ida Vitale: “El humor es esencial para sobrevivir”

Foto: Pablo Bielli

La poeta Ida Vitale recibe este sábado el gran premio de la FIL de Guadalajara. La escritora, distinguida la semana pasada con el Cervantes, prepara la comida en su casa de Montevideo y habla de su vida y su trayectoria

Ida Vitale es una figura señera de la poesía contemporánea. Tiene 95 años. Acaba de recibir el Premio Cervantes, en España, y el Premio Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en México. Uno espera encontrarse con una persona más o menos hierática, grave, consciente de su importancia. O con una persona decrépita. El visitante no cuenta en ningún caso con que Ida Vitale sea esta persona que baja sonriente a abrir el portal y cuenta entre risas que ayer, cuando volvía de Punta del Este con su hija, el auto se quedó sin gasolina. Lo que sigue no puede considerarse una entrevista, sino una conversación mientras la gran poeta cocina, sirve el almuerzo, come y bromea.

Para Vitale, Jorge Luis Borges es “el gran escritor de América”. Esto lo dice una mujer que formó parte, junto a autores como Mario Bene­detti y Juan Carlos Onetti, de la llamada generación de 1945. Tal vez la afirmación sobre Borges le parece demasiado solemne. Para recuperar su tono preferido, cuenta cómo conoció al gigante de las letras argentinas.

“No recuerdo cuándo ocurrió, probablemente en los años sesenta. Un día le vi parado en una esquina, al lado de la Intendencia, aquí en Montevideo, junto a una mercería. Yo venía cargada con una máquina de coser que le había prestado a una cuñada, buscaba un taxi para volver a casa. Y, claro, pensé: ¿qué está haciendo ahí Borges? Sabía que ese día daba una conferencia, pero me extrañó que estuviera tan quieto, con la cabeza casi metida en la vidriera de la mercería. Pensé que no se atrevía a cruzar la calle y disimulaba. Me acerqué y le dije: ‘Perdón, Borges, ¿está usted perdido?’. ‘No, no’, respondió, ‘¿quién es usted?’. Me preguntó como 20 veces quién era yo. Finalmente me explicó que tenía que dar una conferencia y que le gustaba caminar por la Rambla, el paseo marítimo. Pero estaba como a ocho cuadras del mar. Le dije que no podía acompañarle hasta la Rambla porque iba muy cargada con una máquina de coser, pero que podíamos tomar un taxi. Volvió a preguntarme quién era yo y allí se quedó, quieto. Estuve toda la tarde pendiente de si llegaba a la conferencia. Llegó. Los ciegos deben tener un ángel de la guarda”.

Uno se imagina perfectamente a Vitale cargada con una máquina de coser, igual que ha cargado toda la vida con la máquina de escribir, ahora el ordenador: le da pereza, o pudor, exhibir su erudición, su dominio de varios idiomas (es una extraordinaria traductora) y su conocimiento del mundo. La poeta que se dispone a recibir el gran premio de Guadalajara y que aún no ha pensado en su discurso de aceptación del Premio Cervantes se va a la cocina. “¿Le gusta el bacalao?”, pregunta. Prepara una sopa de verduras, una ensalada y un bacalao muy sabroso. Hay pan negro. Y un par de botellines de vino de los que sirven en los aviones. Y dos dedos de jerez seco en una botella que encuentra en un armario.

La conversación va y viene, al ritmo de sus idas y venidas de la mesa a la cocina. No permite que el invitado ayude. Lamenta que la enseñanza se haya vuelto menos exigente en cuanto a nivel académico, tanto para alumnos como para profesores. Se pregunta cómo es posible que alguien como Donald Trump (“el monstruo rubio”, le llama) haya alcanzado la Casa Blanca. Se pregunta también qué va a pasar con la columna de migrantes que ha llegado ya a México y espera pasar a Estados Unidos. Se horroriza con la historia de un submarino argentino que desapareció un año atrás y acaba de ser localizado en una sima marítima, sin duda con 44 cadáveres a bordo. Habla de su amor por las palabras, por los animales y por las plantas. Y ríe, ríe muchísimo. Ella suele ser el blanco de sus propias bromas.

Ida Vitale nació en una familia ilustrada de origen italiano. Su padre se llamaba Publio Tesio: con ese nombre, lo normal es que uno se interese por la historia y la literatura. Sus primeros recuerdos: una lamparita azul, el recuerdo más remoto; los cuatro diarios, dos de mañana y dos de tarde, que llegaban a casa; el tío médico que le caía muy mal; la tía pedagoga que le caía muy bien. Su tía Débora Vitale D’Amico fundó la sección femenina del colegio nacional José Pedro Varela y luego un colegio femenino con el mismo nombre. “Ahora es un colegio mixto, ¡qué tontería separar a los chicos y las chicas!”, comenta. Ida Vitale estudió con su tía, quien le descubrió las primeras lecturas. Luego siguió descubriendo por su cuenta, en la biblioteca. Novelas, muchas novelas: “No habría cambiado ningún poema por Los tres mosqueteros”. Sigue leyendo más prosa que poesía.

Tardó en percibir el encanto del verso. Todo comenzó en el colegio, con la lectura de un poema de Gabriela Mistral. Empieza a recitarlo de memoria: “La hora de la tarde, la que pone su sangre en las montañas…”. (Conviene hacer un inciso: no soporta la poesía declamada, sino la que se dice con naturalidad, como lo hacía su querido y admirado Juan Ramón Jiménez o como lo hacía el gran actor italiano Vittorio Gassman). “Era quinto curso y no entendí nada de ese poema de Mistral, algo entreví en sexto, y ya en Liceo ese poema me pareció evidente”, explica. “Poco a poco fui dedicándome a la poesía, quizá como un juego conmigo misma; vas trabajando, sabes que lo que haces va a ser juzgado y procuras hacerlo lo mejor posible”. Así de simple, según ella. Cuando escribe, prefiere renunciar a la completa perfección formal si a cambio logra aportar al lector un cierto enigma, un punto de misterio. Escribe, despoja lo escrito de elementos superfluos, poda una y otra vez hasta quedarse con la esencia. Deja el trabajo en un cajón hasta tenerlo casi olvidado y entonces, cuando le parece obra de otra persona, relee y juzga.

Esta mujer de educación exquisita, que guarda muy buen recuerdo de sus profesoras de francés e italiano y muy mal recuerdo de su profesora de inglés, se casó con el crítico y ensayista Ángel Rama. Tuvieron dos hijos, Amparo, la arquitecta con la que el día antes se había quedado sin gasolina, y Claudio, economista en Buenos Aires. Formaban parte de la élite cultural uruguaya. En una de sus idas y venidas de la cocina muestra una foto del mítico Felisberto Hernández acompañado por su esposa del momento (tuvo cuatro, una de ellas una espía del KGB), gran amiga de Ida. “Aquí Felisberto era joven y aún estaba delgado, luego se puso muy gordo”, comenta. No debe haber muchas personas que puedan hacer ese tipo de comentario, entre afectuoso y displicente, sobre alguien como el pianista, poeta y novelista Felisberto Hernández.

En 1974 cayó el viejo régimen liberal uruguayo, el juego de alternancia entre rojos y blancos, y llegó la dictadura. Un día apareció en casa la policía buscando a su hija. La familia (ella se había casado ya con su segundo marido, el poeta y crítico Enrique Fierro) dejó el país. Con más de 50 años, Ida Vitale comenzó su exilio en México. Colegas izquierdistas como Onetti y Benedetti la previnieron contra el mexicano Octavio Paz, un hombre que a ella le pareció formidable. Igual que México. “Rápidamente encontré trabajo y amigos, no conozco un país más generoso que México”, recuerda. Dio clases, tradujo, pronunció conferencias, publicó numerosísimos artículos y ensayos. En 1984, con la dictadura ya agonizante, Vitale y Fierro volvieron a Montevideo. “Nos pareció que teníamos que colaborar en lo posible en la restauración de la democracia”, explica. Fierro fue nombrado director de la Biblioteca Nacional, donde pasó cuatro años “infernales”. “La dictadura había colocado a su gente y el pobre Enrique tuvo que lidiar con ellos, lo pasó muy mal”. En 1989, a Fierro le ofrecieron un puesto en la Universidad de Austin, Texas, y la pareja volvió a emigrar para instalarse en Estados Unidos.

Ida Vitale muestra un ejemplar de Quiero ver una vaca, un poema de Enrique Fierro que se ha convertido en celebérrimo cuento para niños: “Enrique acabó maldiciendo ese poema, temía pasar a la historia por una obra que no representaba en absoluto su estilo”.

Texas no es México. Ida Vitale no se sintió tan cómoda allí, en parte porque su inglés (lo domina, ha traducido obras inglesas y alemanas) no es tan fluido como su francés o su italiano: culpa de nuevo a aquella mala profesora en el colegio. Pero no tenía previsto volver. Hasta que murió su marido, hace dos años. Las fotografías de Enrique están por todas partes y su ausencia resulta perceptible, pero Vitale no es persona de quejas o lamentaciones. Su hija la convenció para que regresara a Montevideo y le arregló el moderno apartamento donde vive ahora, muy cerca de la Rambla marítima (o fluvial, según se mire) que le gustaba a Borges. Se instaló hace unos meses. Aún está ordenando los libros.

La poesía de Ida Vitale es sobria, elegante, con un punto de ironía. “Los poetas de mi juventud eran gente importante que escribía poesía narrativa, de tono bíblico, casi sacramental, sin ningún humor”. Ella hace lo contrario. “¿Dice usted que en mis libros hay humor? El humor es esencial para sobrevivir, y no me refiero a los chistes: a veces el humor se refleja simplemente en una actitud de tolerancia que debe empezar por uno mismo”. A diferencia de varios de sus colegas de generación, no ha mezclado sus versos con la política. “Respeto mucho La Marsellesa, a la que pusieron una música muy bonita, pero yo hago otra cosa. Sí me he referido a ideas como la libertad, generalmente en piezas que luego no he recogido…”. Vitale ha publicado abundantemente, pero ha desechado mucho y tiene mucho guardado. Incluyendo novelas.

Ha llegado el fotógrafo y toma imágenes mientras Vitale habla. “Oiga”, se encrespa en broma, “me está sacando siempre con gafas”. La escritora se quita las gafas y exhibe sus ojos azules. Quizá no se trata de un gesto de coquetería: siempre fue muy bella, tanto como para relacionarse de forma relajada con su aspecto. “Me interesa más la ética que la política”, afirma. Alguna vez sí se ha referido a la política. En Reducción del infinito, uno de sus libros más celebrados, escribe: “A veces verás la hoz / aparejada a un cintillo. / Escarapela y martillo / acompañando a la hoz / suman su fuerza feroz / disfrazada de tristeza, / trayéndonos de cabeza / a quienes nos rebelamos / al ver que los mismos amos / vuelven por la misma presa”.

Ida Vitale ignora aún qué dirá en su discurso de aceptación del Cervantes. “Buscaré alguna fórmula no muy gastada de dar las gracias. Me angustia la gente que se sentirá postergada, gente que probablemente merecía el premio más que yo”, comenta. Y, como de costumbre, se quita importancia: “Cuando me dieron el Premio Reina Sofía, alguien me advirtió de que vendrían otros premios, y parece que funciona así: estás en una especie de escalafón y piensan en ti, esa señora mayor ya premiada por otros, y te conceden un honor para evitar riesgos”.


Redacción Paz Estéreo. Con información de diario El País (Es).