Knausgard: “Quería entender a Hitler como el hombre que fue”

Foto: Carmen Valino

El escritor noruego reflexiona en una entrevista sobre las consecuencias personales de su monumental proyecto autobiográfico de casi 4.000 páginas. La sexta entrega se publica en español

Por: Laura Fernández

Babelia / EL PAÍS (ES)

Es una mañana de verano en Londres. Jueves, 4 de julio de 2019. El calor es ligeramente insoportable y, quizá por eso, el hombre de la melena escandalosamente blanca que en 2009 hizo estallar su vida en pedazos está sentado a la sombra de uno de los dos gigantescos árboles que hay en el jardín de las oficinas de la agencia Wylie. Todo es moqueta y silencio al otro lado de la puerta. También humo de cigarrillo, porque Karl Ove Knausgård (Oslo, 1968) ha vuelto a fumar. Hay un paquete de Chesterfield sobre la mesa, junto a un ejemplar de How to Cure a Fanatic, de Amos Oz —aquí traducido Queridos fanáticos—, y algunos folios escritos. Acaba de tener una reunión con uno de sus agentes. Está escribiendo otra vez, y ahora no es nada que intente desarticular ningún tipo de mirada. Porque eso es lo que hizo en el cuarteto de libros —su último proyecto, que publicará Anagrama— cuyos títulos corresponden a las cuatro estaciones, en el que se dedicaba a describir objetos. “Quería liberarlos de mi manera de mirarlos”, explica. Quería, en realidad, liberárselos a su hija Anne, la última que tuvo con su exmujer Linda Boström. Y liberar su escritura de “cualquier tipo de atadura” fue lo que hizo con Mi lucha, cuyo sexto y último volumen, Fin, publicó originalmente en 2011 y acaba de editarse en castellano (Anagrama) y catalán (L’Altra Editorial). “Nunca volveré a ser tan libre”, afirma.

Lo que escribe ahora es una novela y se ha impuesto ciertos límites. ¿Es la novela sobre el nazismo que dice en Fin que planea escribir? “No, es algo religioso”, responde. Dice que leyó admirado El reino, de Emmanuel Carrère, que comparte con él esa obsesión por lo religioso, en especial “por las historias no metafísicas del Antiguo Testamento, las de las vidas corrientes”. Hay algo de esa obsesión en el gran ensayo que contiene Fin, titulado ‘El nombre y el número’, 500 páginas en las que viaja del yo, el odiado yo de Adolf Hitler y el yo mayestático de Knut Hamsun, el escritor que ha iluminado cada página de su obra, a un nosotros que es “a la vez deseable y peligroso”. Es deseable porque “significa que puedes llegar a pertenecer a algo mayor”. “Yo nunca me he sentido parte de nada, aunque supongo que mi anhelo es vano y ficticio, pertenezco a una familia y a un lugar, no puedo quejarme, pero a veces desearía sentir algo por una comunidad”, dice. ¿Y el peligro? “El peligro es, como se ha visto históricamente, en especial durante el nazismo, la masa: ese sentimiento de pertenencia excluye a los demás”, contesta. Ante eso, la reivindicación de lo individual —el yo como algo inacabable y cambiante, el centro mismo de su obra— es más que necesaria.

El ensayo parte de un estudio de la importancia de aquello que se nombra y lo que no en la literatura, y se extiende al uso del lenguaje y a la manera en que este moldea la vida, en un juego de espejos que refleja su propia obra y la intención de la misma, ese explorar lo inexplorado, cavar, sentimental y existencialmente, en lo más hondo de uno mismo. No en vano recuerda Knausgård que de niño quería ser cirujano para descubrir qué teníamos dentro. Pero, sobre todo, ‘El nombre y el número’ reconstruye, en un ejercicio biográfico comparativo, la vida de Hitler antes de Hitler. Es decir, la vida del chico duro y mimado que, como él, tuvo un padre autoritario del que se libró pronto y una existencia entregada al fracaso en lo artístico —que equipara a la del malogrado protagonista de Hambre, de Hamsun, solo que Hitler, en vez de artículos, vende cuadros para no dormir en parques— hasta que llegó la I Guerra Mundial y descubrió que podía trasladar todo su odio a los demás. “Quería entender a Hitler como el hombre que fue. De la misma manera que cuando empecé a escribir quería entenderme a mí como el hombre que soy. Con todos mis errores. Cuando Hitler tenía 16 años solo era un chaval que quería pintar y que fracasaba constantemente. Le gustaba una chica y era incapaz de acercarse a ella. Nunca daba el último paso. Tenía miedo”, comenta.

El miedo es precisamente el sentimiento del que más se habla en Mi lucha. De hecho, este sexto volumen, que transcurre —en la parte memorialística, de la que el ensayo es un extenso interludio— durante los días previos y posteriores a la publicación del primer tomo, La muerte del padre, se abre con el terror a lo que los implicados en la obra puedan pensar de ella. Knausgård envía el manuscrito a su primera mujer, a su tío Gunnar, a su hermano Ygnve, a su madre. Y desata una tormenta. Gunnar amenaza con llevarle a los tribunales porque dice que miente. Que, manipulado por su madre, intenta destruir a la familia Knausgård. En abominables correos que el escritor recibe mientras pasa unos días solo con los niños en Malmö —Linda está fuera con unas amigas—, su tío afirma que su padre seguiría vivo si su madre hubiera abortado a su hermano Ygnve. Su amigo Geir va a pasar unos días con él y hablan de su derecho a contar su historia. “Has escrito un libro sobre tu vida tal y como tú la ves. Es un proyecto de libertad”, le dice Geir. “Los libros han partido mi familia en dos. La parte de mi padre no me habla. Con la de mi madre todo va estupendamente”, cuenta. Pese a ello, no tiene remordimientos. “Volvería a hacerlo”, afirma.

Se toma su tiempo para responder cuando se le pregunta si cree que es el miedo el que le une a ese primer Hitler y al propio Hamsun, cuyos personajes temen siempre lo que el contacto con los demás puede llegar a hacerles. “Podría ser”, reflexiona, “aunque es algo en lo que no había caído hasta ahora”. Enciende otro cigarrillo, mira la taza de café vacía que hay sobre la mesa. “El miedo me viene de mi padre. De lo autoritario que era. Escribí Mi lucha para liberarme de él, y no sé si lo he conseguido. Pero sí he entendido que la vida tiene reglas, y la literatura no, que hay una vulnerabilidad esencial en lo literario que permite desmantelarlo todo. En ese sentido, la literatura es lo opuesto al fascismo, y a cualquier sistema. Es un no sistema, un espacio de libertad en el que todo es posible”, asegura. Pero ¿qué hay de la manera en que el detalle en su obra, la enumeración de lo cotidiano y ese intento por expandir lo interior, permite en el lector generar recuerdos de una vida que no ha vivido, no ya de sitios y situaciones, sino sobre todo de sentimientos? “Ha sido un shock descubrir el efecto, yo solo quería jugar a desaparecer en lo cotidiano. A que el yo se alzase y luego desapareciese, como creo que hacemos todo el tiempo”, contesta.

No hay nada de pretendidamente posmoderno en él. Lo único que quería era tratar de recuperar el yo devorador de Hambre y mezclarlo con la no trama de los diarios, un género que adora. “Uno de los libros que más me fascinan es Memorias de un cazador, de Iván S. Turguénev. Se publicó en 1852. Entonces nadie hablaba de posmodernismo. Siempre han existido los experimentos. Escritores que han intentado romper desde dentro la literatura”, apunta. En su caso, lo hizo tratando de recorrer “un vasto paisaje”, el que constituye su propio yo. “Todos somos un vasto paisaje, creemos saberlo todo de nosotros mismos, pero no tenemos ni idea”, sentencia. ¿Y qué lugar ocupa Hitler en ese vasto paisaje? “No es más que algo que me interesa. Pero cuyo interés descubrí después de titular así mi serie de novelas. El título me lo dio mi amigo Geir. Y luego no tuve más remedio que comprarme Mi lucha y leerla. Hitler era un pésimo escritor, pero podemos aprender cosas de lo que escribió. Nos advierte, por ejemplo, del peligro de la propaganda, que es algo en lo que hoy deberíamos pensar especialmente”, responde.

Es cauto en sus respuestas, se muestra reservado, parece exactamente el hombre que describió entre 2009 y 2011, los años en que escribió enfermizamente hasta diez páginas diarias. Hoy escribe tres, no pierde el ritmo. Sigue sin haber leído el ensayo en el que Siri Husvedt le reprendía por considerar que las mujeres escritoras “no le suponían ninguna competencia”. “No me entendió. Lo que dije es que no leo pensando en números, que los escritores no compiten, que no pienso a niveles de competencia cuando leo. Pero sí es cierto que leo a más hombres, como también es cierto que he publicado a más mujeres que hombres”, dice. Tiene un pequeño sello con su hermano. ¿Escribirá algún día sobre Londres, ciudad en cuyo círculo artístico parece totalmente integrado? Su colaboración en el fotolibro The Pilar, de Stephen Gill, acaba de ser premiada. “Es curioso, con Stephen, pese a que él es londinense, coincidí en el pequeño pueblo sueco de 400 habitantes en el que vivía con Linda y mis cuatro hijos antes de mudarme”, responde. ¿Y a lo de escribir sobre Londres? “Es muy probable, pero no será hasta dentro de cinco o 10 años. Es el tiempo que necesito para llevarlo dentro”, responde.

La paternidad, y su exasperante día a día, es quizá la cuestión que más se debate en un volumen en el que sobre todo se exponen ideas en largas conversaciones. Knausgård rompió con Linda en 2016. Hoy vive al sur de Londres, en Blackheath, con su nueva mujer y un bebé de siete meses, aunque pasa una semana de cada dos en el pequeño pueblo sueco en el que viven sus otros cuatro hijos, Vanja (15), Heidi (14), John (11) y Anne (5). Los tres primeros son capitales en Fin, donde aún van a la guardería. “Kierkegaard opinaba que la personalidad de un niño está completamente formada a los 10 años, y que entre los 10 y los 17, es cuando más les afecta aquello que hacemos. Estoy de acuerdo. Y a la vez sé que cometeré errores, que ya los he cometido. No podrás evitar ser tú y eso les afectará, de una manera u otra”, asegura. Quiere seguir escribiendo sobre niños porque cree que es un tema “sin explorar” por la llamada “alta literatura”, algo que le resulta “incomprensible”. ¿Y habrá algún día más de lo que hay en Mi lucha? ¿Se ve escribiendo sobre sí mismo así otra vez en el futuro? “No puedes decir nunca. Quién sabe, quizá a los 90 me apetezca volver a hacerlo. Pero por el momento no entra en mis planes. Era un experimento y ya está hecho”, responde. Eso sí, confiesa que hay 150 páginas más de Mi lucha en un cajón. “Pertenecían a este último volumen. A mi editor le pareció que el libro era enorme con ellas, así que las eliminamos. Pero pienso guardarlas”. Y quién sabe, quizá algún día se conviertan en un epílogo para los nostálgicos de un yo al que ha llegado el momento de decir adiós.

Fin. Mi lucha: 6. Karl Ove Knausgard. Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. Anagrama, 2017. 1.024 páginas. 29,90 euros.

MISERIA Y GRANDEZA DE UNA VIDA

TEREIXA CONSTENLA

La muerte del padre. Mi lucha: 1

Karl Ove Knausgård creció acobardado por su padre. Ese miedo es un poderoso torrente creativo, el origen de un pantagruélico proyecto que removió las narrativas occidentales. La autoficción era una corriente en boga, pero Knausgård la llevó más lejos que nadie. Se atrevió a titular su saga como la obra de Hitler —al que dedicará en su última entrega un centenar de páginas, colleja al historiador Ian Kershaw incluida— y a destripar su propia vida, de lo pequeño a lo grande, de la visita al váter a las emociones secretas. Aunque no menciona el nombre del padre, el escritor desnuda su maraña de afectos encontrados hacia el hombre que le aterrorizó la infancia y al que trató de comprender cuando murió alcoholizado. Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. Anagrama, 2012. 504 páginas. 22,90 euros.

Un hombre enamorado. Mi lucha: 2

Ser padre puede resultar tan frustrante como ser hijo. Después de romper con Noruega —se divorcia y abandona Bergen—, en 2008 Knausgård está instalado en Malmö (Suecia) con su segunda esposa, la poeta Linda Boström, y sus tres hijos. La vida y la literatura pelean a muerte por cada minuto. Lucha contra pañales y vómitos, contra vecinos con patologías y contra el ir y venir de la pasión. “Tan frágil y nuevo era todo que solo vestirla era un gran proyecto”, escribe tras el nacimiento de Vanja, su primera hija. Forja también una amistad de cemento con Geir Angell, un intelectual noruego fascinado con el boxeo que actuó como escudo humano en Irak. Entre helados y guarderías habla de Dostoievski, Tolstói o Ibsen: “Tenía razón. Las relaciones estaban para borrar lo individual”. Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. Anagrama, 2014. 632 páginas. 24,90 euros.

La isla de la infancia. Mi lucha: 3

En agosto de 1969 Knausgård tenía ocho meses. Se recrea siendo transportado en un carrito hacia la isla de Tromoya, donde vivirá junto a su familia. Aunque en toda la saga pugna por colocar sus reflexiones “tan cerca de la edad como sea posible”, no hace trampa: los recuerdos del bebé proceden de la externalización, de la transferencia desde memorias adultas. Luego se abrirán paso los propios de la escuela, el instituto, los amigos, las emociones fuertes, el erotismo, el bosque. La naturaleza, grandiosa y apabullante, ocupa su propio pedestal, al igual que la música, el deporte o los libros. Una entrega fosforescente. Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. Anagrama, 2015. 504 páginas. 22,90 euros.

Bailando en la oscuridad. Mi lucha: 4

Apagones etílicos. Desprecio de lo burgués. Angustia por la proyección sexual. Ambiciones tan desmesuradas como las inseguridades. Una huida solo posible en el mundo nórdico: a los 18 años se va de profesor a un recóndito pueblo. Ya sabe que quiere escribir, pero no sabe aún si dispondrá del talento para ello. El alcohol es la religión juvenil. Para Knausgård, además, un disparadero de excesos. Sus borracheras van seguidas de agujeros negros en los que ha podido ocurrir lo peor. Tiempos de soledad, tentación y crisis. “Quizá porque toda mi vida he tenido un yo débil, me he sentido siempre inferior a los demás en todas las situaciones”, desvelará al final de su novela de novelas. Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. Anagrama, 2016. 544 páginas. 24,90 euros.

Tiene que llover. Mi lucha: 5

El diván de la literatura. Los días en que se convierte en alumno, el más joven, el más inadaptado, de la Academia de Escritura de Bergen. Hasta que conoce a Tonje, su primera esposa, nada marcha bien. Tontea con delitos, alcoholes y violencias. Todo está ahí. Ignoramos si escatima maldades, las que cuenta son suficientes para respetar su obra confesional. Su yo literario puede ser detestable, pero Mi lucha se ha consagrado como uno de los fenómenos más originales de este siglo, con sus disertaciones sobre arte e historia, sus naderías cotidianas (si compra gouda Grevé o Norvegia, o enciende un cigarro) y su prospección sobre lo más recóndito (la culpa, la angustia, la inseguridad, la masculinidad). El folletín de una vida sin edulcorar. Traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo. Anagrama, 2017. 696 páginas. 25,90 euros.


Tomado del suplemento Babelia del diario EL PAÍS (ES)