La más bella reflexión sobre el encuentro que todos anhelamos tener con el Padre

Empiezo con una pregunta fundamental: ¿Cuáles son los deseos más profundos del corazón del hombre? Algunos responderán: «las seguridades materiales». Si lo han hecho con sinceridad, es decir, no en un sentido banal, como quien hacer finta de indiferencia o insensibilidad superficial, entonces no les falta razón.

Por: Daniel Pietro

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Al menos en esta vida, tan ligada y dependiente de la materia, tenemos necesidad del trabajo y de los frutos que de este Dios nos concede. «Sean fecundos y multiplíquense; llenen la tierra y sométanla; dominen sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre…» (Gen 1, 28) nos pide todavía Dios. «El que no quiere trabajar que tampoco coma» dirá San Pablo (2 Tes 3, 10) previniendo a los Tesalonicenses ante la tentación de abstraerse, a causa de una vida espiritual intensa, de las responsabilidades que vivir en esta tierra conlleva.

Tierra que, si bien es signo y promesa, debe ser cultivada. «Ora, lege et labora», sintetizarán más tarde, con fortuna y simplicidad divina, los Benedictinos. Además hay que insistir en que los bienes materiales que Dios nos regala a través de su creación son buenos. Está muy bien que nuestro corazón los desee en su justa medida. Es justo desear poseer ciertas seguridades de este tipo. Es justo, también, que deseamos poseer bienes que nos den la posibilidad de darnos ciertos gustos, ciertas comodidades y, en algunas ocasiones por qué no, incluso lujos.

Nadie quiere que se acabe el vino bueno el día de su matrimonio. Tampoco María o Jesús que lo ofrecerían sin duda, por motivo de la fiesta, en abundancia exagerada (Cfr. Jn 2:1-12)

¿Cuáles son los deseos más profundos del corazón del hombre?

Volvemos  preguntar. Y otros dirán: «la vida». No les falta razón tampoco. Se trata de un paso ulterior en nuestra percepción de los deseos. Todos deseamos fervientemente vivir y no morir. Lloramos sobre la tumba de los que nos han precedido y, normalmente, tememos, ora con insano miedo, ora con reverente temor, el día en que nos tocará también partir.

Además, no deseamos cualquier clase de vida. No. Deseamos una vida plena, es decir, que sea vibrante, sana, expansiva…o en otras palabras, vital, valga la redundancia. No nos contentemos con sobrevivir. No nos basta una vida a medias, o sea, una vida chata, cansina, triste o cenicienta. De hecho, Jesús, que conoce mejor que nadie el corazón del hombre nos confirmaba: «Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).

Tal vez por ese motivo son tantos los que luchan encarnizadamente contra la rutina, contra la tristeza y la depresión, o contra el envejecimiento, ya sea a través de nuevas terapias, medicinas o actividades — acaso una vida más deportiva y sana—, ya sea incluso, si nos da el bolsillo, a través de radicales intervenciones quirúrgicas o manipulaciones genéticas. ¿No será esta rebelión obstinada ante nuestros límites — ante el dolor, la enfermedad, la vejez y en fin la muerte—, esta especie de sed, acaso inconsciente, de inmortalidad, un signo de algo más?

¿Cuáles son los deseos más profundos del corazón del hombre? Insistimos por tercera vez. En fin algunos enérgicamente sentenciarán: «el amor». A estos no solo no les falta razón, sino que la tienen, y toda. Es obvio, anhelamos amar y ser amados. Si le preguntamos al maestro: « ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?», sabemos ya la respuesta (Mt 22, 34-40).

El amor parece ser el inicio, el motor y la meta hacia la cual tiende el universo

En Él nos movemos, vivimos y existimos, para decirlo con San Pablo (Hech. 17, 28). En realidad la esencia misma de la vida, su estructura, su tejido más íntimo y vital, es en última instancia amor, porque el amor es la fuente de donde mana la vida; porque la vida si es auténtica es expresión del amor. ¿De qué sirve vivir si no se ama, si no se vive para servir como dice el dicho?, ¿puede ser llamada vida una vida sin amor?

Habría que añadir, eso sí, que no deseamos cualquier tipo de amor. No, señor. Queremos un amor puro y en cierta medida placentero (aun si esto implica también sufrir), un amor libre e incondicional, un amor creciente y fiel. Nadie se contenta con un amor impuro e interesado, posesivo y que se apaga, o que es infiel. Tal vez por ese motivo es tan difícil encontrar un amor verdadero. Tal vez por eso son tantos los que deambulan por el mundo estrellándonos de un lado a otro, mendigando un poco de afecto sincero, sin lograr apagar su sed.

¿Cuáles son los deseos más profundos del corazón del hombre? Recapitulando: Los bienes materiales necesarios y suficientes, una vida sana y abundante, un amor sincero e intenso. ¿Habría algo más que añadir? Creo que con esta lista podríamos resumir lo que entendemos por felicidad.

Ahora bien, si la respuesta es negativa, es decir, si bastan de verdad estos elementos, entonces tendríamos que admitir también que nadie, al menos en su sano juicio, podría rechazar estos dones si le fuesen ofrecidos gratuitamente. La consecuencia lógica del silogismo parece evidente. O pasando a una proyección más personal, si en este momento escucháramos una voz que nos dijese: «Ven, amado mío, te ofrezco riquezas, una vida sana, fuerte, inmortal…e incluso de eterna juventud, te ofrezco mi amor intenso, incondicional y para siempre…Tan solo quédate aquí mi lado»; osaría alguien replicar: «No, no quiero». ¿Quién podría rechazar semejante oferta?, ¿quién podría renegar tan radicalmente la felicidad que responde a los deseos más profundos del corazón?

Sin embargo, ¿Qué sucedería, en cambio, si les digo que existe la historia de un hombre que lo hizo, es decir, que rechazó todo esto y tal vez más? Entonces, espero, surgiría una espontánea maravilla, y la maravilla despertaría en nosotros el estupor, y si lo dejamos crecer lo suficiente, este podría arrastrarnos, impulsando nuestra embarcación como un viento que sopla impetuoso, hasta la pregunta: ¿Existe acaso algo más profundo que el corazón del hombre puede desear?

La respuesta es sí. Esto fue lo que le sucedió a Ulises, mítico héroe griego, y es algo que su pueblo no ha tenido reparo en transmitir a través de los siglos, cuando de contar, y cantar,  sus gloriosas epopeyas se trataba. Los griegos tantos siglos atrás ya advertían e intuían, cuales semillas del Verbo (en la genial categoría de San Justino), que existía algo más. Se trataba de un anhelo que luego Cristo ha venido a confirmar y a colmar, a saber, que existe un llamado más grande, una armonía cósmica mayor, una Voluntad del Padre que nos invita a cumplir un destino que trasciende nuestra historia, que supera nuestro aquí y ahora, que va más allá de nuestro tiempo y espacio. Nos referimos, en pocas palabras, al destino de regresar a nuestro hogar.

El deseo de regresar a casa

En los cantos IV, V y XII de la Odisea, poema griego que narra el viaje de regreso de Ulises a su querida patria Ítaca, ya podemos entrever y percibir esta tensión, o mejor dicho, este anhelo e intuición. Allí se nos cuenta que después de largos años, de duras pruebas y luego de haber perdido a toda su tripulación, Ulises se queda varado, y en cierto sentido «encantado», en una isla perfecta donde vivía la ninfa de hermosas trenzas, Calipso.

Los dioses en una especie de gesto de compasión por su fidelidad y justicia hacia ellos, le permiten vivir, y la ninfa salvándolo le concede todo lo que, en teoría, un hombre podría desear: su belleza eterna y un amor devoto (Calipso se enamoró perdidamente de él). Los bienes de la exuberante y fecunda isla, e incluso, como si no bastase, el don de la inmortalidad y de la eterna juventud, algo que Calipso le ofrece repetidas veces a nuestro héroe, si este decide quedarse con ella.

No hay que hacer muchas cuentas, para entender que esta isla paradisíaca se convierte en la prueba más difícil que Ulises tiene que sortear. Una tentación grande al inicio (pasará allí casi siete años; años que parecerán días), pero que, sin embargo, al final, se convertirá en un profundo castigo. Una isla que tiene de perfecta cuanto de prisión, al menos para un hombre que se sabe fuera de lugar.

De hecho, contra todo pronóstico, nuestro protagonista al final, contemplando el horizonte con profunda nostalgia, experimenta de nuevo el dolor de un deseo más profundo aún: el deseo de regresar a casa; único lugar donde todo el caos vivido (por la dura guerra y las tantas pruebas) puede encontrar finalmente su sentido y recomponerse, transformando su historia en cosmos (orden). ¿Por qué? Porque es solo en su casa donde cada uno puede desplegar y cumplir su propia identidad, dimensión que siempre está vinculada a las relaciones de origen en las que ha sido tejida, forjada y ligada, nuestra persona.

Ulises sabía, en el fondo de sí mismo, que no estaba hecho para aquella vida. Él era el esposo de Penélope, padre de Telémaco, rey de Ítaca. Este era su llamado, su vocación, su destino. A ello debía responder. Por eso, tenía que volver. Por eso, el recuerdo de su reino ahora lejano le causa un agudo y dulce dolor que le consume la vida, haciéndole imposible vivir en paz consigo mismo (paz interior), no obstante pudiese tenerlo aparentemente todo. Porque en el fondo no era él mismo. No es casualidad que muchas de las pruebas en el poema tienen que ver con el hecho de evitar de caer en la trampa del olvido.

Podemos imaginarnos a Ulises, llorando como un niño mientras mira el mar, al despertarse en él el recuerdo que evoca otra vez su más gran deseo, al cual todos los demás deben ordenarse para que tengan sentido: el deseo de regresar a su patria, a su hogar, a sí mismo. Entonces ya no puede conformarse, ni vivir la plenitud de los dones presentes que le son ofrecidos, porque nada es suficiente si no cumple su destino, si no lleva a término el rol que le ha sido encomendado en este teatro de la vida, y que debe cumplir, en cuanto que es suyo y de nadie más.

Por eso «sentado en la playa, que allí se estaba, sin que sus ojos se secasen del continuo llanto, y consumía su dulce vida suspirando por el regreso» (Canto V). Se consumía su vida, y la ninfa ya no le era grata, porque nada bastará para colmar el corazón del hombre si este no responde a su llamado último, si este no cumple la misión para la que ha sido creado y que solo él, ser único e irrepetible, puede cumplir.

En esa línea, me viene a la mente la exhortación del P. Hurtado que decía: «Cumple tú la misión que te ha sido confiada, tu pequeña misión, la que solo tú puedes cumplir; tú solo en toda la creación puedes llenar esa misión. Si no la realizas quedará sin hacerse, ¡tú misión!, misión de generosidad».

En el fondo, es al descubrir esta unicidad, que surge el momento crucial y oportuno para cada persona, la oportunidad de responder a un llamado a la generosidad; llamado que es un don que nace y nos reclama desde lo hondo. Llamado que nos impele a responder con esas palabras selladas desde la eternidad: «Fiat mihi voluntas tua». Llamado de Dios, que nos pide ir más allá del anhelo de una vida perfecta (esa que mira a la autorrealización y nada más), para alcanzar más bien una vida sabia, es decir, una vida de autotrascendencia, que es capaz de morir a sí misma para donarse y cumplirse en un servicio de amor; por amor y en el amor.

En este marco se puede interpretar la radical afirmación de Salomón cuando, orando a Dios, dice: «Aunque uno sea perfecto entre los hijos de los hombres, sin la sabiduría, que procede de ti, será estimado en nada» (Sb 9, 6). Así habría que vivir también, a mi parecer, el amor por la sabiduría (filosofía), a saber, como un llamado a vivir un servicio de amor humilde y generoso, que no busca el conocimiento por el conocimiento (ciencia que hincha, 1Cor 8,1), más la inteligencia que ayuda a descubrir y discernir, gustando y sufriendo interiormente, el mejor camino para regresar a casa; el camino que traza el Padre.

Escuchar y seguir el llamado

¿No escuchan ustedes ese misterioso canto que parece provenir de un horizonte lejano? Un canto que nos llama a izar nuestras velas para emprender un viaje nuevo, hacia una tierra nueva, hacia un cielo nuevo (Cfr. Ap 21, 1)? Esto es lo que le sucede a los cristianos, en el momento en que toman conciencia de este llamado, que nos recuerda que esta realidad, este mundo, esta vida, es tan solo una figura pasajera, un espejo enigmático que pasa.

Sí, como Ulises, los cristianos no se dejan engañar por la ilusión de una isla perfecta, de un reino terreno, inclusive si el mundo técnico pudiese un día llegar a cumplir sus delirantes promesas (que por ahora no son más que eso), porque sabemos que esta no es nuestra casa. Deseamos sí, fervientemente la vida, el amor, los bienes materiales necesarios, etc. y todo está muy bien, porque a los ojos de Dios  todo es bueno y bello (Cfr. Gen 1, 1-31), sin embargo, los deseamos y aceptamos bajo una condición: siempre y cuando sean vividos como prendas de nuestra casa futura, es decir, en cuanto que asumidos como arras, signos y huellas nos ayudan a volver a Cristo, para dejarnos llevar por Él, con Él, y en Él, hacia el abrazo eterno del Padre.

En ese sentido, cada acción vale, siempre y cuando, es parte de la Voluntad del Padre. Ya que no todo el que dice «Señor, Señor» entrará en el reino de los cielo (Cfr. Lc. 13.25-27). Cada tentativo de ayudar al Señor debe vivirse en esa tensión de eternidad y de salvación, lo demás son ilusiones, porque « ¿De qué le sirve al hombre conquistar el mundo entero si al final pierde su alma?» (Mt 16, 26).

El paraíso no es promesa terrestre, sino celeste. Es en el cielo que hay que poner el corazón, pues allí está el tesoro. La vida, el amor y los bienes deben relativizados y ordenados según este principio; según una tierra prometida que no es de este mundo, que aquí no se encuentra y a la cual tenemos todavía que llegar. Cualquier intento de vivir, de amar y poseer que no se ordene a este viaje, pierde todo su sentido.

Resuena todavía, ante cada pretensión de construirnos un paraíso aquí y ahora, lo que le dijo Dios al hombre exitoso: «Necio, esta noche vuelven a pedir tu alma; y lo que has prevenido, ¿de quién será?» (Lc 12, 20). Se trata de volver nuestra mirada a aquel Reino futuro y anhelado, que aquí se gesta tan solo como semilla. El Reino de Cristo, hay que insistir en ello, no es de este mundo: «Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuera de este mundo, mis seguidores habrían luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero no, mi Reino no es de aquí». Pilato le dijo: Conque ¿tú eres rey? Jesús le contestó: «Tú lo dices: soy Rey. Yo nací y vine al mundo para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz» (Cfr. Jn 18, 33-37).

El cristiano, que es de la verdad, escucha esta voz y, como Ulises, mira con nostalgia el horizonte, porque ve más allá…y llora. Mira a Oriente… y llora «con abundantes lágrimas». No con melancólica tristeza o suspiros que consumen la vida, sino con un esperanzado y dulce dolor que nos genera el hecho de saber que nuestros ruegos han sido escuchados. Sí, el Padre nos ha escuchado y viene a buscarnos. Sabe que deseamos que acabe este exilio. Sabe que en lo más hondo deseamos realizar finalmente nuestro éxodo a casa. Él también lo desea. Él nos espera.

Sabe además que, a diferencia de Ulises, para realizar este viaje no bastan nuestra pura voluntad y nuestra pura razón. Es imposible lograrlo por nuestra propia cuenta, o sea, con nuestros méritos, fuerzas o ingenio. Por el contrario, para cumplir nuestro destino tenemos que dejarnos plasmar, es necesario abrirnos, como decíamos, a aquellas relaciones de origen que constituyen nuestra persona y que, en nuestro caso, encuentran su origen, fin y fundamento en el corazón de la Trinidad, en Dios.

Por ello, volver en nuestro caso implica acoger otra vez un amor que habiendo perdido, ahora nos ha sido otra vez donado, o en simples palabras, implica ser salvados. En efecto, para ello el Padre nos manda, no tan solo un mensajero para interceder a nuestro favor (un Hermes cualquiera), sino que más bien envía a su mismísimo Hijo (tanto ama Dios al mundo).

Gracias a Él, la comunión se restablece y el paraíso perdido (y anhelado), vuelve a ser reconquistado (donado). Como mencionábamos ya, el Señor ha venido a llevar a plenitud esta intuición que el hombre tiene desde que es hombre, deseo imposible, que nos había dejado condenados a una eterna frustración: el deseo de volver a nuestro hogar para allí poder contemplar otra vez el rostro de nuestro Padre. A eso ha venido Cristo a llevarnos de regreso, mientras él nos prepara nuestras moradas: «En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros» (Jn 14,2). Con su encarnación, muerte y resurrección, el Señor ha permitido la reunificación de todas las cosas de nuevo, tanto las de los cielos como aquellas en la tierra  (Cfr. Efesios 1:9, 10), abriendo un nuevo camino de regreso por medio de Él hacia el Padre.

Ser rescatados por Cristo para así dejarnos reconciliar con el Padre

Ahora bien, para surcar estos mares, nos concede una nueva embarcación: su Iglesia; en la que deposita los víveres necesarios. El Maestro nos dice (parafraseando la intuición de Homero en boca de Calipso): «Yo pondré en ella pan que es mi Cuerpo, el agua de la regeneración y el rojo vino que es mi Sangre, regocijador del ánimo, que los librarán de padecer hambre; les daré vestidos y te mandaré próspero el viento del Espíritu, a fin de que lleguen sanos y salvos a nuestra patria tierra, porque así lo quiere Dios, que los llevará otra vez de vuelta a nuestro hogar, a nuestra Ítaca: El Cielo» (Cfr. Canto V). Cristo así nos ofrece volver allí donde está nuestro Padre, nuestra Madre, nuestros hermanos; la Iglesia Triunfante, su Cuerpo, nuestra familia, donde gracias a nuestras relaciones de origen encontramos (y cumplimos) nuestra misión y nuestro destino último, donde alcanzamos la plenitud de la verdad sobre nosotros mismos y sobre los demás, a saber, ser Hijos de Dios, hijos en el Hijo, herederos e hijos de Dios por el Espíritu de adopción filial (Cfr. Rom 8, 14-16).

Habría que precisar además, que nuestra heroicidad en esta misión, consiste más en ser lo suficientemente humildes para reconocer nuestra dependencia y nuestra necesidad, es decir, aceptar nuestras heridas y pecados para ser perdonados por Dios en lo ordinario, que en realizar quién sabe qué de extraordinario.

Aquí lo esencial no es tanto volver, cuanto ser devueltos por Cristo a las manos de Dios. Es necesario ser rescatados por Cristo para así dejarnos reconciliar con el Padre (2Cor 5, 20). O en palabras del Padre Hurtado: «Él cumplió su misión, pero quiere que yo cumpla la mía. Quiere servirse de mis pies para caminar, de mis manos para trabajar, de mis labios para bendecir, de mi ejemplo para entrar en otras almas».

El secreto está en permitirle al Señor que obre en nosotros, transformándonos en instrumentos de su acción, pues sólo Él conoce el camino. «Él nos aventaja, así en trazar designios como en llevarlos a término» (parafraseando otra vez a Calipso). San Pablo no habla en modo figurado cuando afirma: «ya no vivo yo, más vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios (Gal2, 20)». « ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a qué gloriarte cual si no lo hubieras recibido? (1Cor 4,7), o cuando para remate asevera: «Si alguno piensa que es algo, se engaña, pues nada es (Gal 6,3)».

Por eso, cuando recordamos — en cada misa que es memorial, anamnesis…— lloramos desde las profundidades de nuestro interior, lloramos con alegría y nostalgia nuestros pecados, porque sabemos que de este modo Dios nos está regresando poco a poco a nuestra casa (porque nos sana y nos eleva). Entonces con confianza suplicamos:

«Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu (…) Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso (….) Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias»  (Cfr. Sal 50).

De esta manera, con la ayuda de la gracia, nos ponemos de pie y, como peregrinos que somos, emprendemos otra vez la marcha y retomamos el camino. Con la única esperanza de llegar un día allí donde «ni ojo vio, ni oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman» (1 Cor 2, 9). Con la seguridad de que:

«Las profecías desaparecerán, las lenguas cesarán, la ciencia quedará anulada. Porque ahora nuestro conocimiento es imperfecto, e imperfecta nuestra profecía. Pero cuando venga lo perfecto, desaparecerá lo imperfecto. […] Porque ahora vemos como en un espejo, borrosamente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de modo imperfecto, entonces conoceré como soy conocido. Ahora permanecen la fe, la esperanza, la caridad: las tres virtudes. Pero de ellas la más grande es la caridad».(Cfr. 1Cor 13).

Entonces la creación que gime, el amor y la vida donados alcanzarán su transfiguración total, revelándose su más profundo sentido.

¿Qué tiene que ver todo lo dicho con el video de hoy?

Que, salvando las distancias de la analogía, así me imagino yo ese regreso a casa. Así me parece que será consumada nuestra intensa, sentida y larga espera, nuestra ardiente nostalgia de reconciliación. Cuando se consumará el gran plan que el Padre ha proyectado: de recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra (Cfr. Ef 1, 3-10).

Entonces escucharemos la voz del amado que ahora sí nos hará una oferta que no podremos rechazar. Nos dirá: « ¡Levántate, amada mía,  y ven, hermosa mía! Porque ya pasó el invierno, cesaron y se fueron las lluvias. Aparecieron las flores sobre la tierra, llegó el tiempo de las canciones, y se oye en nuestra tierra el arrullo de la tórtola…» (Cant 2, 10-12). «Voy a crear cielos nuevos y una tierra nueva, y ya no se recordará lo pasado y ya no habrá de ello memoria, sino que gozaréis y os alegraréis eternamente. Amén» (Is 65, 17.18).

Cada uno de esos emocionantes abrazos que nos muestra el video, nos remiten y evocan esta promesa, nos recuerdan ese abrazo eterno que anhelamos consumar. No dejo de pensar en lo impactante que será ese reencuentro. Creo que así nos espera Dios del otro lado: con un amor ardiente, inflamado de pasión, me atrevería a decir, casi impaciente. Como si no pudiese aguantarse más de la conmoción del deseo de abrazarnos y colmarnos de besos, porque «estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente» (Lc 15, 20). Por eso sin miedo entrando en mí mismo me digo una vez más: «me levantaré, iré a mi padre…».


Tomado del portal CatholicLink