La ruta musical del Mississippi

Foto: Ilustración Milo Hachim

Ningún Presidente estadounidense ha nacido en Louisiana, tampoco en Mississippi ni en Tennessee. Sin embargo, la contribución del sur de Estados Unidos –donde hay tantos campos de algodón como iglesias y cantinas- va por otro camino. Fue aquí donde nació el blues, el jazz, el góspel, el country, el rock and roll, parte del soul y otros subgéneros como el R&B y el rockabilly. Todo, en una zona de superficie acotada, regada por el Río Mississippi y de población mayoritariamente afroamericana. Aquí, la música explota desde los rincones más inverosímiles. Culto recorrió la Ruta 61 desde Memphis a Nueva Orleans y estas son las historias que encontramos en el camino.

Por: Alejandro Tapia

La Tercera / Chile

El mito se ha difundido hasta el cansancio: que Robert Johnson, en algún momento de los años 30, le vendió su alma al diablo para convertirse en el mejor blusero del planeta. Lo hizo, supuestamente, en un cruce de caminos en Clarksdale, Mississippi. Para marcar ese “hito”, hoy se erige un monumento que consiste en dos guitarras cruzadas, color celeste y muy bien iluminadas, en una rotonda que además señala el cruce -aunque no exacto- de las carreteras 61 con la 49. Es en este punto donde comienza la ruta musical del Mississippi, que al norte conecta con Memphis y Nashville, y al sur con Bentonia y Nueva Orleans.

En The Crossroads, aparte del monolito y una placa que da cuenta de la acción de Johnson, no hay nada épico ni souvenirs: sólo un sitio eriazo, un local de pollos asados y otro de barbecue que data de 1924. Es difícil seguir la pista de Robert Johnson. En los alrededores de Greenwood, poblado aledaño, hay tres lápidas del músico, ninguna de las cuales parece real, ya que se comenta que fue enterrado en un árbol cuya ubicación fue olvidada.

Pero Robert Johnson no es el único cantautor local reverenciado a lo largo de la Ruta 61, que corre de norte a sur en paralelo al Río Mississippi. Prácticamente en cada pueblo o ciudad en esta carretera nació o hizo su carrera un músico de renombre.

Elvis baila en su cripta

Cuando se enteró que por apenas 3,98 dólares podría grabar su propio sencillo, Elvis Presley no lo pensó dos veces: tenía 18 años, acababa de graduarse del Humes High School en Memphis y en lo único que pensaba era en cómo mejorar su voz y en la guitarra que aprendió a tocar como fiel feligrés de una iglesia local. Algo inseguro, se aproximó al Memphis Recording Service en el número 706 de Union Avenue y grabó dos baladas: “My Happiness” y “That’s when your heartaches begin”. Marion Keisker, la secretaria de la sala de grabación que luego pasaría a llamarse Sun Studio, le preguntó al apuesto joven si su estilo se parecía al de alguien. “No me parezco a ningún otro”, respondió. Poco después, la impresionada recepcionista tomó nota para informar a su jefe que el cantante era un buen intérprete y que había que tenerlo en el radar. Corría el año 1953.

“Ese es el escritorio de Marion y esa es la máquina de escribir que usó cuando habló por primera vez con Elvis”, cuenta una guía de Sun Studio, que hoy cumple un doble propósito: sitio de peregrinación para los amantes de la música y estudio de grabación a partir de las 19:00. La máquina de escribir, marca Remington, yace prácticamente intacta en la recepción del estudio donde se originó el Big Bang del rock & roll.

Porque fue aquí, en una sala de techo irregular, donde Carl Perkins grabó “Blue Suede” Shoes en 1955, donde Johnny Cash registró “Folsom Prison Blues” ese mismo año y donde Jerry Lee Lewis se lanzó con la libidinosa “Great Balls of Fire” en 1957. El piano de “The Killer” y el micrófono de Presley se exhiben como reliquia sagrada.

Fue Elvis, con “That’s All Right” y “Blue Moon of Kentucky” (facturadas en 1954), quien cambió todo al despertar a la juventud de la posguerra con un estilo nuevo que tomaba lo mejor de géneros como el góspel, el country o el R&B. Esto, en parte gracias al ojo comercial del dueño del estudio, Sam Phillips, quien partió el negocio grabando a bluseros como B.B. King, Howli’n Wolf y Junior Parker.

No muy lejos de Sun Studio, aunque en las afueras de la ciudad, se sitúa Graceland, el palacete que Elvis compró en 1957 por 102.500 dólares, pero no en efectivo ni de una sola vez. Presley se preocupó personalmente de los arreglos de su nueva vivienda, con fachada de piedra caliza y columnas estilo griego. Quería un sillón tapizado de satén amarillo verdoso, cortinas azules, paredes lila, alfombras blancas y una cama cuadrada de 2,5 metros. La mayoría de sus caprichos se hicieron realidad, como un sofá de cinco cuerpos. Parte de estos lujos permanecen intactos y pueden ser contemplados por los visitantes que a diario repletan los rincones de Graceland, en recorridos auto guiados con Ipads, disponibles en varios idiomas. Lo que no sabía Elvis es que su hogar luego se transformaría en su prisión.

“Escuchaste la música, pero ahora podrás ver el lugar al que Elvis Presley llamó su hogar”, reza el slogan que cada año atrapa a entre 500 mil y 750 mil personas que visitan la mansión, una verdadera mina de oro. Frente al lugar donde Presley vivió la mitad de su vida -y donde reposan sus restos- se construyó un enorme “museo” que más parece centro comercial. Ahí hay salas de cine, tiendas de souvenirs y galpones donde se pueden contemplar sus trajes, sus autos, sus motos y sus discos de oro. Y si Elvis tiene su mansión, Al Green, icono del soul y hoy convertido en reverendo, posee su propia iglesia, con misas de coro góspel que él mismo oficia, no muy lejos de Graceland.

“El blues tuvo un hijo”

En Beale Street, arteria peatonal de Memphis repleta de bares, cantinas y restaurantes donde se presentan bandas de lunes a lunes, se respira un aire de cierta decadencia. Sin embargo, eso convierte a esta calle en algo completamente genuino. Aquí hay tiendas que llevan décadas, como Lansky Bros, donde Elvis compraba sus trajes cuando no era nadie. “Yo le puse a Elvis su primer terno y también el último”, dijo en su momento el dueño, Bernard Lansky.

En Memphis, donde en 1968 fue asesinado Martin Luther King, la música -y las costillas de cerdo- tienen una cualidad especial. Y no sólo porque desde los campos de algodón que la rodean surgieron leyendas como Muddy Waters, Howlin’ Wolf, Willie Dixon y Bo Diddley, sino porque el circuito actual es rico y variado. Así, una noche cualquiera en el Lafayette’s Music Room se puede presentar la estrella local John Paul Keith, mientras que en el Rum Boogie Cafe suelen actuar los Memphis Blues Masters.

Saliendo de la ciudad por la Ruta 61 en dirección hacia el sur, se llega a Clarksdale. Algunas cuadras parecen un pueblo fantasma, pero hay señales inequívocas de que se trata del paraíso del blues: el hotel principal lleva el nombre de John Lee Hooker, mientras que en un callejón perpendicular a la calle central se lee en un mural: The blues had a baby (and they name rock & roll), junto a una foto de Chuck Berry.

En Clarksdale nació también Ike Turner, el músico que en 1951 grabó en Sun Studio “Rocket 88”, considerada como la primera pieza de rock & roll. En el Rock n Soul Museum, en Memphis, se exhibe su primer piano. Con algo de suerte el armonicista Charlie Musselwhite puede aparecer de improviso cruzando alguna calle.

Justo al salir de la ciudad una señalética indica el Riverside Hotel, el lugar que en los años 30 y 40 daba hospedaje a músicos viajeros como el propio Ike Turner. Fue en este lugar donde en 1937 falleció Bessie Smith, la “emperatriz del blues”, tras un accidente automovilístico. Un poco más allá, está emplazada la antigua plantación de algodón Hopson, en pleno Delta del Mississippi. Este lugar fue uno de los primeros que mecanizó el cultivo de esta planta, por lo que muchos trabajadores y músicos partieron a Chicago.

La Ruta 61, a veces de una sola pista, avanza entre pantanos y bosques, con carteles que anuncian localidades como Indianola, donde hay un museo que conserva guitarras originales de su hijo pródigo: B.B King. O Rosedale, que clama que fue ahí donde “en realidad” Robert Johnson le vendió su alma al diablo.

La música del demonio

Más al sur, siempre en el estado de Mississippi, un desvío conecta con la Ruta 49 (la misma de Crossroads), que lleva a Bentonia, un pueblo diminuto donde aún vive Jimmy “Duck” Holmes”, una de las últimas leyendas del blues y que atiende el Blue Front Cafe. “Pasen. Adelante. Pueden sacar todas las fotos que quieran. Ahí. Allá. Todas las fotos que quieran”, dice el músico en la entrada de su junk joint. “Es el más antiguo del sur de Estados Unidos”, lanza con orgullo este blusero, que mantiene intacto el espíritu de su local, de dimensiones reducidas, piso y paredes de madera. En los años de la segregación racial, los juke joint servían para que la comunidad afroamericana se distrajera de las agotadoras jornadas en las plantaciones de algodón, con bailes, bebida y música. Fue en estos establecimientos donde nació el blues, “la música del diablo”.

El Blue Front Café está emplazado frente a una línea férrea en Bentonia, pueblo de no más de 500 personas en las profundidades de estado de Mississippi. “Mis padres fundaron este juke joint en 1948, justo un año antes de que yo naciera”, cuenta “Duck” Holmes, de 72 años, cigarro y cerveza en mano.

El tiempo aquí pasa lento. “Voy a tocar una canción”, dice de repente. Y repertorio tiene de sobra, con temas como “Devil’s Blues”, “Catfish” y “Devil got my woman”. Entonces toma una guitarra, prueba su sonido, afina el instrumento y comienza su cántico, con el particular estilo del Bentonia blues. “Esto lo aprendí de Jack Owens”, dice. “Esta música no se escribe, se toca”, concluye. Y una paradoja: en la era de la segregación, los blancos no dejaban que los negros consumieran Coca-Cola, pero hoy un gran cartel de esa bebida adorna el frontis del algo destartalado Blue Front Cafe.

Parranda post Katrina

De Bentonia a Nueva Orleans es un paso. Aquí, con el Mississippi en su dimensión más amplia, el jazz, el rhythm & blues y el boogie-woogie son los reyes indiscutidos.

Kermit Ruffins, trompetista que formó parte del elenco de Tremé, la serie que narra el devastador impacto que tuvo el huracán Katrina en 2005 en el circuito musical de Nueva Orleans, aparece por la puerta de la cocina en el Little Gem Saloon, una taberna que data de 1903 ubicada en la misma cuadra donde se dice nació el jazz. Ruffins, que está de muy buen humor, irrumpe trompeta en mano y saluda mesa por mesa a los comensales, que degustan los sabores de la cocina creole local. Luego, se sube al escenario y da una clase magistral de jazz y R&B, con notas agudas y haciendo honor a su maestro: Louis Armstrong.

Ambos trompetistas representan dos caras contrapuestas de Nueva Orleans: mientras Armstrong es pasado y nostalgia, Ruffins es presente y juerga. De hecho, el músico encarna a la perfección el espíritu de la ciudad y en especial de Tremé.

Precisamente este barrio, de coloridas casas pareadas ya reconstruidas tras Katrina, es uno de los epicentros musicales de Nueva Orleans, fundada en 1718. Aquí las brass bands (orquestas de bronces) son patrimonio cultural. Estos conjuntos de trompetas, trombones, saxos y tambores, están presentes en bodas, funerales y desfiles.

El ambiente festivo también se percibe en el Preservation Hall, en la calle St. Peter, una sala tradicional donde cada noche se presentan las mayores leyendas del jazz. Por aquí pasó muchas veces el pianista Allen Toussaint, fallecido en 2015. Y a unas pocas cuadras, una estatua recuerda a otra leyenda de Nueva Orleans: Fats Domino (1928-2017), el hombre tras “The Fat Man” y “Ain’t That a Shame”, a quien dieron por muerto cuando el huracán Katrina inundó su casa. Eso sí, en la ruta musical del Mississippi, no todos son estatuas. Todavía.


Tomado del diario La Tercera de Chile