Las compositoras rompen el silencio

Foto: Ilustración de Cristina Daura.

Desde Casia de Constantinopla en el siglo IX, muchas mujeres superaron el rechazo de la música clásica hacia las creadoras. Sus obras empiezan a emerger en un mundo aún masculino.

Por: Pablo L. Rodríguez

Babelia / El País (Es)

¿Puede una obra musical clásica revelar el sexo de su compositor? Esta pregunta, que hoy podríamos tildar de ridícula, obtuvo en el pasado rotundas aseveraciones. Según el inconsciente androcéntrico, una mujer no podía componer música con la misma hondura e individualidad que un hombre. Cualquier fémina con inquietudes musicales creativas se vio sometida a un severo escrutinio social. La composición se convirtió en un club exclusivamente masculino y ellas vieron cerradas las vías de formación y ejercicio profesional. De esta forma, la compositora se convirtió en una monja apartada del mundo, como Casia de Constantinopla en el siglo IX. Una joven sabia e ingeniosa, rechazada como esposa por el emperador Teófilo, que es la primera compositora con obras conservadas, como su Troparion de María Magdalena, incluido en el oficio ortodoxo del miércoles santo.

Dejando a un lado a otra monja, la española Gracia Baptista, que fue la primera mujer en ver publicada su música, en 1557, otro prototipo de compositora fue la esposa sacrificada, como Maddalena Casulana. Su Primer libro de madrigales fue, en 1568, la primera publicación en solitario de una compositora que incluye, además, una reivindicativa dedicatoria en contra del “vano error de los hombres, que se creen patronos de los altos dones del intelecto, que según ellos no pueden ser compartidos en igual medida por las mujeres”. El breve Morir non puo il mio cuore (No puede morir mi corazón) es un perfecto corolario de esas palabras. Publicó un segundo libro, en 1570, pero su posterior matrimonio la obligó a cambiar de apellido y dejar de escribir música.

Son dos ejemplos de las múltiples vidas de compositoras que salpican el libro de Anna Beer, titulado Armonías y suaves cantos. Las mujeres olvidadas de la música clásica, de 2016, que ahora publica Acantilado en una cuidada traducción española de Francisco López Martín y Vicent Minguet. Cuatro siglos de prejuicios, desigualdad y superación, también de supervivencia y renuncias, que abarcan desde la Florencia del siglo XVII hasta el Londres del siglo XX. La historiadora cultural británica Anna Beer (Londres, 1964), autora de una importante biografía del poeta John Milton, centra su libro en las ocho compositoras europeas más relevantes durante ese periodo. Una secuencia cronológica que parte de las italianas Francesca Caccini y Barbara Strozzi y desemboca en la angloirlandesa Elisabeth Maconchy, pasando por la francesa Elisabeth Jacques de la Guerre, la austriaca Marianna Martines, las alemanas Fanny Hensel y Clara Schumann, y la parisina Lili Boulanger.

Beer no elude esbozar otras historias similares de compositoras truncadas en la introducción, que titula con elocuencia ‘Notas desde el silencio’. Caso de Johanna Kinkel, cuyos Seis Lieder op. 7, de 1838, fueron admirados por el círculo de Schumann; el poeta y crítico Ludwig Rellstab alabó la originalidad del último, Die Zigeuner (Los cíngaros), que ubicó a medio camino entre Spohr y Weber. Poco después, Kinkel abandonó a un marido maltratador junto a sus cuatro hijos, y se casó con un revolucionario. Terminó afincada en Londres, sin poder componer y sumida en la desesperación que le condujo al suicidio. También se comenta el caso de Rebecca Clarke, cuya Sonata para viola y piano (y no para violín como se afirma en el libro) desconcertó, en 1919, al jurado de un premio de composición. La calidad de la composición hizo pensar que se trataba, en realidad, de una obra firmada con seudónimo por un hombre. Clarke compaginó su labor compositiva con la de instrumentista de viola, hasta 1944, año en que se casó y optó por abandonar la creación musical.

Pero surgen también otras biografías donde los logros de una compositora trascienden el ámbito privado de la música de cámara y el mundo conventual para alcanzar la dimensión pública de la sala de conciertos y el teatro de ópera. Quizá el caso más significativo sea la norteamericana Amy Beach, que nunca recibió formación reglada por temor a alterar su talento excepcional. Y cuya producción incluye, aparte de música de cámara y abundantes canciones, la Sinfonía Gaélica, de 1896, la primera escrita por una compositora estadounidense. Está claro que no estamos ante un catálogo exhaustivo de compositoras, si bien sorprende la omisión de la doctora eclesiástica del siglo XII Hildegarda de Binden, quizá la compositora hoy más famosa, y la hermana ursulina Isabella Leonarda, una de las más prolíficas, con 20 libros de música religiosa e instrumental publicados durante el último tercio del siglo XVII, que suman casi dos centenares de composiciones.

Para escribir este libro, Beer se apoya en cuatro décadas de estudios de musicología feminista. Un movimiento crítico y académico surgido en los setenta para rescatar del olvido a las compositoras y sus obras, y reivindicar su presencia en la programación de conciertos de música clásica. La autora cita los estudios pioneros de Marcia Citron junto a la International Encyclopedia of Women Composers (1981). Pero también reconoce el desconcierto de estos estudios, que, a pesar de todo, no han conseguido alterar la programación habitual de clásica formada exclusivamente por compositores masculinos. “Del entusiasmo que había entre historiadoras y musicólogas feministas a principios de los noventa hemos pasado a una cierta decepción ante la realidad que vivimos hoy, aunque dudo que estemos ante una regresión”, asegura Pilar Ramos López, profesora del máster en Musicología de la Universidad de La Rioja y autora del libro Feminismo y música (Narcea). Para esta musicóloga persisten sombras, como la discriminación actual de la mujer en ciertas profesiones musicales, también el peso marginal de la etiqueta “música de mujeres” junto al habitual juicio comparativo con los compositores varones. Pero vislumbra luces importantes, como la cantidad de obras musicales recuperadas, que están ejerciendo una poderosa influencia sobre la creación actual, y la consideración de músicas vinculadas a espacios olvidados, ya sean ambientes domésticos o conventuales. “Creo que la crítica feminista sigue aportando interdisciplinariedad e innovación a los estudios musicales”, concluye esta profesora en una conversación con EL PAÍS.

Estos dos ingredientes también han sido determinantes en este libro, junto a una brillante labor divulgativa. Beer perfila ocho fascinantes retratos de compositoras e incide en breves y amenos comentarios de sus principales composiciones. Esto último es también decisivo. La asimilación de la música clásica escrita por mujeres no pasa por buscar paralelismos con sus colegas masculinos, sino por valorar esta música por su propia calidad. Y las ocho compositoras aquí estudiadas redactaron obras francamente fabulosas que todo melómano debería conocer. Para cada una de ellas se utilizan las referencias bibliográficas más autorizadas y actuales, como la monografía de Suzanne Cusick sobre Francesca Caccini, de R. Larry Todd sobre Fanny Hensel o de Caroline Potter sobre Boulanger, aunque se echa en falta un aparato crítico un poco más detallado para identificar con precisión muchas de las citas utilizadas. En todo caso, la autora compensa esa carencia agregando a su relato pequeños travelogues acerca de la situación actual de los principales lugares asociados a cada compositora.

Abundan las consideraciones sociales y culturales en cada una de las biografías. Francesca Caccini, hija del compositor y cantante Giulio Caccini, desarrolló una sólida carrera en la corte de los Medici controlada por mujeres regentes. Ello le facilitó convertirse en la primera compositora de la que conservamos una ópera, La liberazione di Ruggiero dall’isola d’Alcina (La liberación de Ruggiero de la isla de Alcina), de 1625. Caccini se casó con un hombre que la apoyaba, aunque pospuso todo lo posible su maternidad. Beer propone escuchar como muestra de su expresividad Rendi alle mie speranze (Devolvedme mis esperanzas), una arieta de 1618. Con Barbara Strozzi pasa de Florencia a Venecia, para relatar la trayectoria de una mujer valiente en una ciudad libertina. Hija ilegítima que su mentor entregó a un influyente conde ya casado con el que tuvo varios hijos. Una prolífica compositora que sorteó la difamación social y terminó viviendo como inversora y prestamista. Publicó abundantes composiciones durante toda su vida y, en 2019, celebra su 400º aniversario. De ella destaca Beer su intensa cantata Che si può fare (Qué se puede hacer), de 1664. Con Elisabeth Jacques de la Guerre introduce el angelical arquetipo de la niña prodigio, a finales del siglo XVII y en la corte del Rey Sol. Una superviviente del opresivo Versalles posterior a Lully, cuyo matrimonio le permitió desarrollar una prolífica carrera como compositora que combinó la tradición francesa sin desdeñar el estilo italiano, tal como escuchamos en su cantata Le Sommeil d’Ulisse (El sueño de Ulises), de 1715.

De París pasamos a Viena para ahondar en Marianna Martines, una joven sin familia de músicos, pero asentada en un emblemático edificio de la plaza de San Miguel con los compositores Pórpora y Haydn, junto al libretista Metastasio, como vecinos y maestros. Beer destaca su única composición orquestal, una Obertura en do mayor (1770), que es una sinfonía en tres movimientos. Pero el libro gana mucho en los capítulos dedicados a la hermana de Felix Mendelssohn, Fanny Hensel, y Clara, la esposa de Robert Schumann. La primera fue una compositora de desbordante creatividad, quizá superior a su hermano en el cultivo del Lied y las composiciones pianísticas, como atestigua Das Jahr (El año), un ciclo de piezas características para piano posterior a 1840. Estaba casada con un pintor que la apoyaba, a pesar de que su hermano trató de evitarle el incomprensible trance de publicar sus composiciones. De Clara Schumann, que en 2019 también celebra su bicentenario, muestra esa sumisión como artista a la condición de esposa de un compositor y madre de ocho hijos. Destaca la pianista, pero también una compositora completamente diferente a su marido, que se desdobla y revela, precisamente, en las Variaciones sobre un tema de Schumann, op. 20 (1853), su mejor obra. Pero Clara terminó renunciando a la composición tras quedarse viuda. Lo había anunciado por escrito, poco después de su boda: “Una mujer no debe tener el deseo de componer: si ninguna ha podido hacerlo, ¿por qué iba a poder yo?”.

Los dos retratos del siglo XX son quizá los más personales de todo el libro. Beer relata la sucesión creativa de las hermanas Boulanger, desde los fracasos de Nadia hasta los logros de la joven Lili en el prestigioso Prix de Rome. Pero también profundiza en la penosa enfermedad de Crohn de la última, que falleció prematuramente a los 24 años. No vivió para terminar una ópera basada en La princesse Maleine, de Maeterlinck, pero sí algunas mélodies que quizá retraten su desesperación como Dans l’immense tristesse (Con inmensa tristeza), de 1916. Y el libro termina en Londres durante el siglo pasado en que vivió Elisabeth Maconchy, una compositora de vanguardia que no renunció a la labor de esposa y madre ejemplar; por el día preparaba conservas y cuidaba de su marido e hijos, y escribía música por la noche. Tan sólo su impresionante colección de 13 cuartetos de cuerda, desde 1933 hasta 1985, donde parte desde Bartók e Hindemith hacia una versión muy personal del dodecafonismo, debería colocarla en una posición privilegiada dentro de la música británica. Una etapa en la que los compositores más famosos fueron Britten y Tippett, pero donde las más avanzadas fueron ellas: no sólo Maconchy, sino también sus amigas Grace Williams y Elisabeth Lutyens.

Uno se queda con ganas de más al terminar esta monografía. Faltaría algún retrato de compositoras de otras latitudes como la checa Vitezslava Kaprálová, la polaca Grazyna Bacewicz o la rusa Galina Ustvólskaya, cuyo centenario también se celebra en 2019. Y, por supuesto, también de alguna española, como Rosa García Ascot. Pero quizá el siguiente reto de la crítica feminista pase por reivindicar también compositoras clásicas afroamericanas, como Florence Price, que falleció completamente olvidada en 1953, y que cultivó una asombrosa mezcla sinfónica de Dvorák, los espirituales negros y el jazz. Vivimos en un mundo extraño donde alguien podría pasar por melómano bien informado sin haber escuchado una sola nota musical escrita por una mujer. Lo siento por ellos, pues no saben lo que se pierden.

Armonías y suaves cantos. Las mujeres olvidadas de la música clásica. Anna Beer. Acantilado, 2019. 432 páginas.


Tomado del suplemento cultural Babelia del diario El País (Es)