Las pasiones inútiles, según J. Rodolfo Wilcock

Foto: EL PAÍS (ES)

Se cumplen cien años del nacimiento del escritor italo-argentino, autor de ‘La sinagoga de los iconoclastas’, una sátira compasiva sobre el alcance de los proyectos y ambiciones

Por: Antonio Puente

Babelia / EL PAÍS (ES)

Un afanado inventor, el señor Pica Planas, idea objetos tan rocambolescos como gafas con retrovisor para ver quién nos persigue o un contador de “aguas parásitas”, mientras que en otro capítulo, los participantes de un Congreso de Ciencias Metafísicas concluyen eufóricos que “unánimemente, todos se manifestaron de acuerdo con su propia propuesta”. Son algunas de las elocuentes y enjundiosas chispas que ideó el escritor argentino J. Rodolfo Wilcock (Buenos Aires, 1919 – Roma, 1978), del que se cumplen 100 años de su nacimiento.

Estas y otras invenciones forman parte de los 36 capítulos-relatos (titulados con los nombres de sus afanados y quiméricos inventores) que componen la galería de La sinagoga de los iconoclastas, el libro más emblemático de un autor considerado por Roberto Bolaño “uno de los mayores y más raros (en lo que tiene de revolucionario esta palabra) escritores del siglo XX”.

Poeta en origen, y destacado traductor, era hijo de padre inglés y madre italiana, y fue, en su juventud porteña, íntimo amigo de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo, quienes le incluyen en Antología de la literatura fantástica, con uno de sus cuentos. Afectivo, pero huraño y misántropo, según el testimonio de Borges y Bioy, Johnny –como le llamaban por el Juan de su nombre de pila, oculto en la firma sus libros- pronto se trastierra, en 1958, a una modestísima casa de campo a las afueras de Roma, y comienza a escribir solo en italiano, mientras vive en extrema soledad y pobreza, falleciendo de un infarto de miocardio un mes antes de cumplir 59 años.

Nunca dejó de estar vinculado con Buenos Aires, aunque viviera a miles de kilómetros. Su carácter esquinado y su literatura sin concesiones, ha relegado a Wilcock a un restringido círculo de avisados de culto. El crítico George Steiner, nada propenso a regalar piropos, elogia la singular “extraterritorialidad” como patria de sus narraciones.

Su etapa italiana se tradujo en su literatura con un tono más demoledor y amargo en las primeras creaciones. Será en La sinagoga de los iconoclastas (en castellano en 1981, publicado por Anagrama a título póstumo) donde Wilcock module las dosis exactas de género fantástico y cotidianidad, y la sátira hilarante alcance cierta compasión hacia la inutilidad de las gestas y pasiones humanas.

La lectura de esta obra sugiere algo así como un suculento cóctel de ingredientes de Kafka, Borges y Les Luthiers. Su escepticismo sobre el alcance de las pasiones humanas es ahí recurrentemente volcado en clave satírica, aun –decíamos- con una hilaridad compasiva, de humor inteligente y elíptico. Fue una de sus textos paradigmáticos, en su ermitaña y precaria vida en el campo italiano, de cuyo recuerdo no hay otra noticia que la ofrecida por parte su amigo, y, asimismo, narrador, Ruggero Guarini: “Lleva años viviendo en el campo, en una casita sencilla, con pocos muebles y un estante de libros. Sus grandes lujos son un viejo Volkswagen y una buena radio para escuchar, cuando lo dan y tiene ganas, un lied de Hugo Wolf o un cuarteto de Anton Webern. Sin remuneración fija, escribe poemas y cuentos, pergeña algún artículo para la prensa, traduce dramas elisabethianos y, echado en un diván, lee y relee a Joyce y Wittgenstein”.

Devoto del filósofo vienés Wittgenstein, su elocuente pensamiento le sirve de palanca para su desmitificación predilecta: la capacidad de influencia y permeabilidad social del pensamiento y la literatura. En el caso de la exitosa adaptación de Wittgenstein, unos obreros de la construcción reemplazan los ladrillos por conceptos, ante el aplauso entusiasmado de un público de expertos analistas lingüísticos; y para ilustrar la crítica a la Teoría del Solipsismo, una de las protagonistas logra transferirle telepáticamente las migrañas a una parienta suya…

No es de extrañar, en conclusión, que aquel Johnny porteño (como lo llamaban Bioy, Borges o su “adorada” Silvina Ocampo) terminara ocultándose al final de la campiña romana, y entre tanta hilaridad sin redención posible, tras este reconocimiento de honestidad aterradora: “Recuerdo con precisión el momento en el que tuve una Verdad reveladora, que hasta entonces me había sido eludida. Esa verdad era el absoluto imperio del caos, la omnipresencia de la nada, la suprema inexistencia de nuestra existencia”.


Tomado del diario EL PAÍS (ES)