Cauca, Valle, Nariño, Chocó y Putumayo concentran el 29,9 por ciento de homicidios este año.
Todas las violencias del país pasan por los cinco departamentos que bordean el extremo suroccidente: Putumayo, Chocó, Valle del Cauca, Nariño y Cauca. En estos tres últimos se han registrado algunas de las masacres por las que crece la preocupación respecto al orden público en esa región estratégica para la consolidación de la paz.
El viernes en la noche se conoció el asesinato de seis personas en El Tambo, Cauca; y el sábado en la mañana, de seis más en Tumaco, Nariño. La violencia que atraviesa a esta región, entre las montañas andinas y el Pacífico, va más allá de estas masacres. Según Medicina Legal, los cinco departamentos del suroccidente concentran el 29,9 por ciento de los homicidios registrados este año en Colombia.
Aunque los hechos recientes han puesto los reflectores sobre Valle, Cauca y Nariño, Alejandra Miller, comisionada de la Comisión de la Verdad y exsecretaria de gobierno de Cauca entre 2016 y 2017, apunta que es necesario ampliar la mirada regional, pues los vecinos Chocó y Putumayo tienen dinámicas similares.
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En la región confluyen campesinos, afrocolombianos e indígenas, además de “factores de persistencia del conflicto armado” como la pobreza, desigualdad y racismo estructurales, señala Miller. Pero también los intereses de control territorial de los grupos armados que se disputan los corredores del narcotráfico de la región. La alta tensión social se manifiesta, por ejemplo, en la alta proporción de líderes asesinados allí.
Según el más reciente informe del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), van mil asesinatos de líderes desde la firma del acuerdo de paz, en 2016; de las 194 personas con perfiles de liderazgo asesinadas este año, el 60,8 por ciento ocurrieron en esos cinco departamentos. Detrás de esta violencia hay “un momento de desorden en el orden violento”, según Camilo González Posso, director de Indepaz.
Emilio Archila, consejero para la Consolidación y Estabilización del Gobierno, dice que la presencia de las Farc mantenía acallados los liderazgos: “Una vez salen, hay múltiples manifestaciones de liderazgos que empiezan a hacerse visibles y que ponen en riesgo el control de los narcotraficantes”.
Para el consejero presidencial, en estas regiones se da una compleja combinación entre un atraso histórico y una fuerte dispersión geográfica, lo que “permite que haya captura de los territorios. Eso es lo que necesitamos acabar”, dice. Coincide en que algunas de las causas de la violencia se encuentran en el narcotráfico y los líos de tierras.
En palabras de la comisionada Miller, “ son territorios de la marginalidad habitados por las comunidades que hemos puesto en la marginalidad”. González dice, por su parte, que en el corredor entre el Alto Patía y el Pacífico hay unas formas de propiedad colectiva de la tierra que entran en tensión con intereses entre los que se incluyen los de los grupos armados que buscan controlar la zona, no solo por el narcotráfico, sino también por economías ilegales ligadas a recursos como el oro y la madera.
Sin embargo, la salida de las Farc de la región significó un cambio profundo en las dinámicas, pues los grupos que quedaron –que prefiere llamar residuales y no disidencias, pues cerca del 80 por ciento de sus miembros son nuevos– no responden a los patrones de subordinación y jerarquía de las antiguas Farc, ni llevan una guerra subversiva contra las instituciones. Aunque reconoce que se ha incrementado el pie de fuerza, dice que esto, incluso, agudiza las dinámicas de la confrontación.
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Aunque los grupos residuales no tengan poder desestabilizador frente al Estado, sí tienen un alto poder de daño frente a la sociedad civil. Es el caso de los frentes Óliver Sinisterra, Dagoberto Ramos y Carlos Patiño, o de las Guerrillas Unidas del Pacífico.
“Son grupos pequeños que se mandan a sí mismos de acuerdo a quién les pague”, dice.
Miller coincide al señalar que son grupos “menos políticos” y más ligados a las dinámicas de la criminalidad común, lo que se nota en la sevicia con la que atacan a la población civil. A estos se suman los grupos de narcotraficantes, como el ‘clan del Golfo’ y la influencia de carteles mexicanos.
Según el monitoreo de Naciones Unidas a los cultivos de coca en 2019, de 154.000 hectáreas registradas, 82.870 están en los cinco departamentos. Esto es el 53,8 por ciento de cultivos. Aunque voces como las de Miller y González consideran que lo que pasa en la región es más complejo, todos coinciden en que este está en la centralidad de ese conflicto.
La comisionada Miller dice que en la región se sintió un respiro cuando se firmó el acuerdo de paz, pero que las Farc dejaron un vacío que llenaron grupos como el Eln.
Señala que hay una “precariedad en la implementación del acuerdo de paz, que buscaba contrarrestar los factores de persistencia del conflicto”. Señala los pocos avances en cuanto a la reforma rural integral y el enfoque del Gobierno que privilegia la erradicación forzada sobre la sustitución voluntaria.
Al respecto, el consejero Archila señala la dificultad de la implementación del acuerdo de paz. Mientras que en las ciudades del país hay la cobertura de agua de un país europeo, en los 170 municipios Pdet llega al 10 por ciento, lo que es similar a un país del África subsahariana, explica como ejemplo.
Señala que la implementación del acuerdo de paz fue pensada para 15 años, y este Gobierno lleva dos al frente. Y sobre el tema de sustitución, dice que el programa completo cuesta alrededor de 3,4 billones de pesos, de los cuales este Gobierno ha inyectado cerca de un billón.
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“Esto no es un tema de decisión política, que la tenemos, sino de que se requieren los 15 años”, dijo. Y concluyó diciendo que “si el país sigue por donde vamos” conseguirá consolidar y estabilizar regiones como el aún conflictivo suroccidente del país.
REDACCIÓN JUSTICIA
Tomado del diairo EL TIEMPO