“Una de las cosas que debemos aprender de esta pandemia es cuán precaria era nuestra forma de vida actual”

Foto: Jean Heagland, en una imagen reciente / EL PAÍS (ES)

Jean Hegland avanzó el miedo al apocalipsis en su novela ‘En el corazón del bosque’, llevada al cine y ahora traducida al español

Por: Laura Fernández

EL PAÍS (ES)

El fin del mundo ficticio suele desencadenarlo una catástrofe. Una epidemia fuera de control como la actual. Un repentino cambio de temperatura, como en El día de mañana, de Roland Emmerich, en la que Nueva York se congela después de una horrible tormenta de hielo. A veces, como en Deep Impact, o en la más profunda Melancholia, de Lars Von Trier, es un asteroide, algo que ha decidido impactar con la Tierra y hacerla pedazos. No hay forma, en ninguno de esos casos, de parar el fin del mundo, pero tampoco de pensar en él. No hay nada apagándose. No hay transición. Tampoco la hay en aquellas en las que el mundo, tal y como lo conocíamos, ya hace mucho que se acabó, como ocurre en La carretera, de Cormac McCarthy, en Apocalipsis, de Stephen King, o en El mundo sumergido, de J.G. Ballard. Pero ¿qué hay de la ficción sobre el principio del fin? ¿Existe? ¿Y no es, si existe, la pieza que nos falta para entender, estos días, lo que está pasando? Desde su casa en el norte de California, en el condado de Sonoma, donde permanece, desde el miércoles 18 confinada, Jean Hegland (Pullman, Washington, 64 años), una autoridad en la materia, responsable de uno de los clásicos del preapocalipsis literario, En el corazón del bosque, recién publicado estos días sin librerías por Errata Naturae, responde: “Una de las muchas funciones casi milagrosas de la ficción es que nos permite aprender lecciones importantes de personas imaginarias. La mejor ficción no es didáctica ni moralista. La mejor ficción nos da un acceso visceral a experiencias que aún no hemos vivido, y nos invita a preguntarnos cómo actuaríamos si estuviéramos en el lugar del protagonista”. Es decir, que actúa como un mapa que quizá nunca tengamos la oportunidad de usar pero que, de tenerla, nos resultaría tremendamente útil. “Por otro lado, no veo En el corazón del bosque como un conjunto de instrucciones sino como una herramienta para reevaluar nuestros propios valores”, añade.

Todo, en su caso, partía de una avería eléctrica. Se iba la luz en todas partes y se desataba el caos. Las protagonistas, dos hermanas, quedaban aisladas en una cabaña, en mitad de la montaña. Una de ellas estaba embarazada. El fin del mundo era un eco lejano. Su novela es claramente una novela de transición en la que el orden ha desaparecido pero en la que aún no se ha impuesto ningún nuevo orden. Es una novela limbo. Un poco como la reciente El peso de la nieve (Seix Barral/Periscopi), de Christian Guay-Poloquin (Saint-Armand, Canadá, 37 años). “Lo cierto es que nuestras historias parecen provenir de la misma inquietud. Utilizan el mismo motivo para explorar algo muy similar”, aseguraba el escritor, el pasado mes de diciembre, a su paso por Barcelona. Y el motivo no puede ser más actual: el del aislamiento. Pero es un aislamiento, el suyo, sin fin, porque nadie va a arreglar la avería eléctrica que ha puesto patas arriba la vida de unos y otros. ¿Tanto había calado la idea de la sociedad de información que se temía más a su fin que a la muerte?

“Quizá no se trate tanto de la pérdida del acceso a la información en un momento como este como de la pérdida de la conexión con otras personas. Para nuestra especie hipersocializada, un aislamiento así – no el que vivimos, sino que el que viven las protagonistas, sin más noticias que lo que ocurre dentro de su casa – es una especie de muerte”, dice Hegland. “Una de las lecciones más importantes que debemos aprender de esta pandemia es cuán interconectados estamos como especie y cuán precaria era nuestra forma de vida actual. Tampoco estaría mal que aprendiéramos que la vida no solo es posible sino más rica y significativa fuera de nuestra civilización capitalista. Si esta crisis puede enseñarnos a reducir la velocidad, prestar más atención a lo que hacemos y con quién, comprar menos y crear más, aprender todo lo posible y desperdiciar lo mínimo, algún día podremos decir que aprovechamos bien este horrible momento”, insiste.

Guay-Poliquin, por su parte, no concebía, hace unos meses, un inicio del fin del mundo que no pasara por ese corte eléctrico, pero la forma en que describió lo que ocurriría encaja a la perfección con el lento apagarse de todo estos días. “Un corte eléctrico detendría el mundo y lo mantendría, durante un tiempo, en una especie de estado de vigilia en el que nada sería del todo real”, dijo. Su novela arranca un día cualquiera en un pueblo aislado por la nieve. Un joven ha despertado postrado en una cama, en una casa que no reconoce. No hay luz. Cuida de él un hombre mayor. Alguien en el pueblo ha decidido que debía ser él. El chico ha tenido un accidente. Recuerda que llevaba días y noches conduciendo. Recuerda las gasolineras desvalijadas, las milicias al borde de la carretera, el pánico en las ciudades. “Cuando el mundo empiece a acabarse, la vida será peor en la ciudad que en un pequeño pueblo. En la ciudad, el caos no tarda en desatarse. En un pequeño pueblo, todo puede seguir como siempre durante el tiempo suficiente como para permitir a sus habitantes reorganizarse como una familia enorme”, relataba.

Puesto que el caos aún no se ha desatado, y el orden se mantiene, nada de esto último guarda parecido alguno con el presente, pero bastaría con imaginar un fin de las notificaciones en el móvil para que, de repente, se volviese de lo más real. Ocurre en la también preapocalíptica Los últimos, de Hannah Jameson (RBA), en la que el fin del mundo, un fin del mundo de ataques nucleares indiscriminados, pilla a su protagonista en un hotel de Suiza, a salvo de todo, prácticamente a solas con un montón de terroríficas notificaciones en su teléfono. El peligro para él no es inminente. Es algo lejano que se acerca, y que se instala junto a él, de repente, en cuanto la información desaparece. “Quizá lo más importante de todo no sea aprender a autoabastecernos, como les ocurre a las hermanas protagonistas de En el corazón del bosque, sino darnos cuenta de que estamos en esto juntos”, dice Hegland, convencida de que, si algo estamos aprendiendo ya estos días es a que nuestra capacidad de adaptación “es mucho mayor de lo que pensábamos”.


Tomado del diario EL PAÍS (ES)