Una joya: las cartas que escribió García Márquez cuando tenía 20 años

Foto: Archivo particular

Son 4 que el joven periodista le remitió a un amigo mientras laboraba en El Heraldo de Barranquilla.

Por: Juan Gossaín

EL TIEMPO

La señora Vivian, que es tan cariñosa, me llama para decirme que tiene en su poder unos papeles muy importantes que me mandaron de Cali. Son tan valiosos que ni siquiera se arriesga a decirme por teléfono de qué se trata ni a mandármelos con algún mensajero.

Como si yo fuera el protagonista de una misteriosa novela de detectives, me voy calladamente para su casa, caminando por la sombra, intrigado, cuidando cada paso. Miro a ambos lados de la calle, a ver si hay algún extraño que me esté siguiendo o un sospechoso parado en una esquina.

Por fin llego. Ahora tengo los papeles entre mis manos. Son las cartas que el joven Gabriel García Márquez, que entonces tenía un poco más de 20 años, le escribió a un amigo mientras trabajaba como periodista en el diario El Heraldo de Barranquilla.

Es mejor que empecemos por el principio, con el cuento completo, para que podamos entendernos. García Márquez, que se retiró de estudiar abogacía en la Universidad de Cartagena, a finales de los años cuarenta fue contratado como reportero y columnista en el periódico El Universal. Poco después se trasladó a Barranquilla con el mismo trabajo, al que él llamaba “el oficio más bello del mundo”. Ya estaba iniciándose la década de los cincuenta.

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García Márquez tenía un amigo de la infancia, llamado Francisco Padilla García, al que sus compañeros de travesuras le decían Chin, que era un diminutivo de Pachín, que a su vez era un diminutivo de Pacho, que a su vez era un diminutivo de Francisco. Perdonen ustedes, pero Macondo es Macondo.

De modo, pues, que la vida los convirtió en amigos entrañables, aunque Gabito, que nació en Aracataca, en el departamento del Magdalena, se fue a estudiar en Zipaquirá, después en Bogotá, luego en Cartagena y ahora estaba trabajando en Barranquilla. Chin, por su lado, nació y se quedó en Magangué, la próspera ciudad llena de comercio y canoas, a orillas del río Magdalena, en el departamento de Bolívar.

Las primeras cartas

Son cuatro las cartas de García Márquez que han llegado a mis manos. Solo una de ellas está escrita en papel de bloc, que antes se llamaba “papel de cartas”, y las otras tres en papel de teletipo de periódicos, amarillo y grueso. Todas están impresas con la tipografía inconfundible de las máquinas de escribir que en aquella época resonaban en las salas de redacción.

La primera está fechada en abril 14, pero no dice el año. Es allí donde García Márquez habla de su primera obra, La hojarasca, que estaba a punto de ser publicada. En el tercer párrafo revela el conflicto que se le presentó con la famosa Editorial Losada de Buenos Aires.

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“Te informo que no hay Hojarasca en la Losada”, le cuenta García Márquez a Chin. “La empresa editorial, con su prestigio y todo, fue enviada al diablo porque se permitió el abuso de insinuarme algunas modificaciones. Actualmente me estoy moviendo con el objeto de publicarla por mi cuenta, lo cual, al tiempo que no le hace perder mercado, constituirá para mí una entrada superior a la que podría proporcionarme la edición de Losada”.

Confesiones amorosas

Y luego el gran escritor, que apenas estaba dando sus primeros pasitos, le confía a su amigo los quebrantos personales que está padeciendo por cuenta del amor.
“Se me ha perdido de vista”, dice, sin mencionar el nombre de la dama. “La tengo aquí, atravesada como un venablo en la bomba circulatoria, en una terrible cosa entre tiempo y espacio, viento y marea, que no sé si sea amor o muerte. De todos modos, es algo tan tenebroso que no habrá más remedio que disolverlo en una buena pócima matrimonial, con cucharaditas suministradas tres veces al día, hasta la hora de la muerte, amén”.

Y finaliza sus confesiones íntimas con estas palabras:

“Un día de estos que vengas por acá –pues yo, en mi condición de jefe de información de El Heraldo, en donde estoy a tus órdenes, no puedo moverme ni un instante– te contaré a fondo todas las pesadillas de que ha estado circundada esta sangrienta aventura de amor. Recibe el entrañable abrazo de tu amigo de siempre, GABITO”.

El Cocodrilo Sagrado

Varios parientes de García Márquez coinciden en contarme que la muchacha a quien se refiere es Mercedes Barcha, que era descendiente de emigrantes egipcios. Nació y vivió en Magangué, donde su padre, Demetrio Barcha, tenía una farmacia.

Gabito la conoció cuando él era un niño que acompañaba a su padre a vender medicinas naturistas de pueblo en pueblo. Años después contaba que quedó enamorado de Mercedes desde que la vio y le propuso matrimonio cuando él apenas tenía trece años. Duraron largos años de novios hasta que se casaron, por fin, en 1958. Seguirían casados, unidos y con dos hijos varones durante 56 años más, hasta el día en que murió él, en el 2014.

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Bueno. Lo cierto es que después de aquella carta a Chin que acabo de mencionar, La hojarasca finalmente se publicó en Colombia en 1955. Está dedicada a ‘El Cocodrilo Sagrado’. Yo sé que hubo muchos críticos, periodistas e investigadores tratando de descifrar el misterio sobre esa persona y su extraño apodo. Era la propia Mercedes, a la que Gabito llamaba así.

El profeta del Nobel

En la siguiente carta, sin fecha, dirigida a “mi gran Chin”, García Márquez empieza por confesar que acaba de perder las llaves de su oficina y del escritorio. “He perdido las llaves de todo”, se lamenta.

Admite que ha recibido ya tres cartas suyas, “y ninguna de ellas ha sido contestada. La primera, porque me pedías una cosa imposible: que te enviara versos. El gallinazo lírico que me inspiró aquellos poemas adolescentes tiene, a estas horas, merecidamente torcido su estúpido cuello de ganso. Un gallinazo-cuello de ganso, como tú sabes, no sirve sino para poner serenatas endecasílabas junto a la ventana de los dieciséis años. Pero nada más”.

Para excusarse por no responderle sus cartas, escribe una frase que a mí me causó perplejidad y risa al mismo tiempo, porque me confirma lo que siempre he sospechado: que todo escritor genuino tiene alma de profeta, aunque sea en broma. Le dice: “Debo decirte que merezco el premio Nobel de la contestación de cartas”.
Treinta años después, García Márquez merecería el Nobel, pero no en la categoría de escribir cartas, sino en otra.

Su padre y la política

Entre sus familiares y allegados fue siempre motivo de comentarios y preocupaciones, pero en privado y discretamente, la gran discrepancia ideológica que existió entre Gabito y Eligio Gabriel, su padre. Tuvieron muchos conflictos y separaciones por esos motivos. Como bien se sabe, Gabito era de ideas que hoy llamaríamos izquierdistas, amigo personal de Fidel Castro y defensor de la Revolución cubana. Su padre, en cambio, era un conservador ardiente que hizo proselitismo y fue funcionario del Estado en varias regiones de Colombia.

En la misma carta que venimos comentando, le dice a Chin: “Con mi adversario político y padre mío, además, recibí una carta tuya, la tercera, si no estoy mal”. En otra de las cartas reconoce que desde hace seis meses no se dirige la palabra con su padre. “Por razones políticas me trata como si yo fuera su enemigo y me insulta con frecuencia”.

Y en la correspondencia venidera vuelve de modo constante a los temas del amor, los quebrantos románticos, los versos que no quiere escribir y los cuentos que sí está escribiendo.

Cuentos a $ 70

Algunos fragmentos de las cartas a Chin han sido borrados por el tiempo, hay palabras a medias y párrafos incompletos. Son cartas largas, minuciosas, ninguna tiene menos de dos páginas, y eso que la letra es chiquitica. No como los mensajes telegráficos y en abreviatura que hoy se escriben por el correo electrónico.

Entre las que me mandaron, hay una carta de 1953: “Te digo con franqueza que no estoy escribiendo versos. Más aún, te agradecería que destruyeras todos los existentes”. Y, a renglón seguido, le agrega que, “si en realidad te interesa lo que estoy haciendo, te informo, por si no lo sabes, que todos los días escribo los editoriales de El Heraldo y una sección que se llama La Jirafa”.

Pero también estaba dedicado ya a las tareas literarias: “He publicado una serie de cuentos en el suplemento dominical de El Espectador, que constituye mi mejor entrada, pues me pagan, por cada uno, una suma que en literatura colombiana debe considerarse fabulosa: setenta pesos”.

Y le queda un párrafo para hablar también de sus actividades personales: “Por lo demás, la misma vida de siempre. Un poco de bohemia, un poco de escapadas a las afueras de la ciudad, un poco de lectura de autores norteamericanos, que son los únicos que me interesan después de que me decepcioné de los piedracielistas”.

Epílogo

Y, para terminar este recorrido por las cartas de aquel muchacho periodista, hay otra, también de 1953, en la que hace a su amigo Chin confidente de estas revelaciones: “Tengo a punto de ser terminadas dos novelas: La casa y Nadie vendrá a tu entierro. Es posible que ellas aparezcan antes del mes de junio. Te reservo tres ejemplares”.

Asómbrense: La casa, que luego se llamaría La casa de los Buendía, es el origen de Cien años de soledad, su obra maestra, que solo se publicaría catorce años después, en 1967, para deleite, admiración y júbilo del mundo entero.

Por último, quiero dedicar estos renglones finales a darle públicamente mi agradecimiento eterno y gigantesco al señor César Amador, un escritor nacido en Corozal, que hoy queda en territorio de Sucre, y que vive en Cali hace muchos años. No lo conozco en persona, pero fue él quien tuvo la generosidad inmensa de mandarme las cartas a través de la señora Vivian.

Por allá en Cali fue donde Amador conoció a un médico llamado Néstor Padilla García, hermano de Chin, y a través de él obtuvo las cartas que ahora están en mis manos.

Juan Gossaín
Especial para EL TIEMPO


Tomado del diario EL TIEMPO