Una traducción comentada de ‘El miedo’, de Guy de Maupassant

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Esta traducción propone una lectura en paralelo del célebre relato de Mauspassant y ‘El corazón de la oscuridad’, de Joseph Conrad, a través de sus estructuras narrativas y su mirada del Otro colonizado.

Por: Felipe Botero Quintero

Revista Arcadia

Los últimos meses han estado marcados para mí por la publicación de El corazón de la oscuridad de Joseph Conrad, que lanzamos con El Peregrino Ediciones a comienzos de mayo en la Feria Internacional del Libro de Bogotá (FILBo) y que lanzaremos de nuevo en un conversatorio el próximo martes 11 de junio en la Sede de la 93 de la Librería Lerner. Por ello, las dos últimas entregas de ARCADIA Traduce han estado consagradas a explorar distintas facetas de esa obra y de su autor: a finales de marzo publicamos acá el fascinante prólogo que le hizo Conrad a otra de sus novelas, El negro del Narciso. Luego, a comienzos de mayo, tuve la oportunidad de presentar en este espacio la carta abierta que George Washington Williams, el valiente historiador afroamericano, le escribió a Leopoldo II de Bélgica denunciando sus crímenes en el Estado Libre del Congo, crímenes que Williams había presenciado al subir por el río Congo hasta las Cataratas Boyoma en 1890, coincidencialmente el mismo año que Conrad estuvo allí y realizó exactamente el mismo trayecto.

Para culminar este acercamiento a los diversos temas que subyacen a El corazón de la oscuridad de Conrad, este mes quiero plantear acá un paralelo de su novela con otra obra literaria más o menos de la misma época, escrita por un francés que ya hemos traducido en este espacio: Guy de Maupassant. Se trata de La Peur (El miedo), un cuento (quizás uno de sus mejores cuentos) que publicó en el periódico francés Le Gaulois en octubre de 1882, más de quince años antes de que Conrad empezara a escribir su relato africano. Y, sin embargo, son tantas las temáticas afines, tantos los elementos en común, que es como si los dos escritores se hubieran puesto de acuerdo para escribir sobre lo mismo.

Claro, eso es imposible: Maupassant murió en 1893, después de varios intentos de suicidio y una larga estancia en una clínica de salud mental en Passy. ¡Posiblemente Conrad no había ni siquiera pensando en escribir su novela todavía! Aunque ya había estado en el Congo para ese entonces, todavía no iniciaba su carrera de escritor, seguía intentando salir adelante como marinero profesional. Así que las semejanzas entre ambas obras literarias deben explicarse con base a su parentesco ideológico, a esa extraña mezcla de la época entre pesimismo y esoterismo post-racionalista, post-Ilustración, que se fusionó con la apología racista del imperialismo en la que Europa no podía evitar caer, dadas las brutalidades que estaba cometiendo en África en aquel momento.

Guardadas las proporciones de extensión, los dos relatos empiezan de la misma manera, estableciendo la misma estructura: un barco que navega, un narrador anónimo que describe magistralmente una atmósfera naval en la que acontece el relato de uno de sus compañeros de cubierta. De igual modo, en ambas atmósferas descritas en el marco de una situación social característicamente europea de la época –la ociosa interacción entre tripulantes de un barco durante su estancia en la nave– está presente África de manera indirecta: el barco de Maupassant se dirige a África y Marlow comienza su relato comparando la antigua Europa con la África colonizada de finales de siglo XIX. Mediando entre estos dos espacios geográficos, que son también espacios de pensamiento para sus personajes (la exótica África, la Europa civilizada), está la figura del viajero europeo, el misterioso hombre (siempre un hombre) que se ha sustraído a la comodidad de la ciudad europea para enfrentarse a parajes desconocidos, oscuros, al margen de las determinaciones científicas y técnicas que han moldeado las naciones occidentales del “Primer Mundo”, como se les llamará después.

El atractivo que ejerce este narrador secundario sobre el narrador primario se deriva en parte del peligro físico pero también moral en el que semejante sustracción de la civilización europea parece haberlo puesto, a la vez que de los conocimientos inefables, esotéricos, que su travesía en otros continentes le ha brindado. Ambos elementos –el peligro y el conocimiento esotérico– se explican en el transcurso del relato por el contacto que estos viajeros han tenido con una naturaleza primigenia, no civilizada, con la que Europa parece ya no tener relación. Una naturaleza que se expresa en las narraciones como una fuerza ciega, indomable, intimidante y a la vez seductora por su misma oscuridad, por su inexplicabilidad y por la intuición de que remotamente Europa también surgió de ahí, antes de volverse civilizada por medio de la aplicación técnica y científica de la razón. En ese sentido, no es gratuito que el mar sea el escenario primario en el que se establecen los relatos de Conrad y Maupassant: el mar está a medio camino entre esa civilización técnico-científica y la fuerza ciega e indomable de la naturaleza primigenia; las naves europeas han logrado servirse de él, atravesarlo, conocerlo, determinarlo, pero el mar sigue siendo en muchos sentidos inescrutable y también salvaje, violento, letal. Por más conocedor que sea un hombre europeo de las propiedades científicas del mar, por más capaz que haya sido de doblegarlo parcialmente mediante instrumentos técnicos, nunca estará a salvo de un naufragio, a salvo de ahogarse en él, a salvo de la muerte, que es otra fuerza oscura que se niega a ser conocida y dominada por él.

La división del mundo entre civilización y naturaleza salvaje tiene su correlato, cómo no, en términos humanos, y es aquí donde más se presta este discurso –sin ser consciente de ello del todo– como apología del imperialismo. Porque por un lado está el europeo que cuenta el relato a sus contemporáneos europeos en la comodidad de su herramienta tecnológica moderna (el barco) y, por otro lado, en el relato aparece el Otro, el no-europeo, el salvaje que sigue estrechamente vinculado a la naturaleza primigenia y sus secretos. En la novela de Conrad éste es primordialmente el africano mientras que en el cuento de Maupassant es el árabe, lo que se corresponde bien con los espacios geográficos que estaban ocupando en ese momento el imperio inglés (recuérdese que Conrad escribía en inglés y que era un entusiasta defensor del imperio inglés, que se desplegaba por la mitad de África, desde Nigeria, hacia el sur, hasta Sudáfrica) y el imperio francés (que ocupaba la mayor parte del norte de África, antiguamente ocupada por el imperio otomano y mayoritariamente islámica, donde todavía en esa época había amplia presencia árabe).

Es interesante notar que el hecho de que los narradores de ambos relatos sientan una fascinación por sus contrapartes no-europeas, de que sean conscientes de que los miembros de las comunidades originarias de esos territorios son poseedoras de conocimientos milenarios y misteriosos que se les escapan y que les llevan a sentir por ellas algo así como admiración o incluso simpatía, no las salvan de ser reducidas por ellos a la servidumbre. Entre el europeo y su contraparte se establece una relación vertical mediada por la institución colonial, lo que es decir, por la posesión de recursos y herramientas técnicas –más que todo de naturaleza bélica– que el Otro no posee. En la novela de Conrad los africanos son cargadores, trabajadores forzados, tripulantes que trabajan como “hombre-sonda” u “hombre-caldera” en el barco de vapor manejado por Marlow, mientras que en el cuento de Maupassant son meramente vigilantes (“sipajis”) y cuidadores de camellos al servicio del narrador y su amigo, ambos europeos. Y en semejante relación vertical, inevitablemente, el respeto que podría existir entre ambas partes termina por diluirse. Tanto Marlow como el narrador de Maupassant acaban cayendo en generalizaciones racistas extremadamente absurdas, simplistas y violentas: el primero da a entender que los africanos son incapaces de tener una noción objetiva del tiempo y, por ende, de tener historia, y Maupassant escribe “en el Oriente la vida no vale nada; viven resignados; las noches son vacíos claros carentes de leyendas, las almas no cargan esas inquietudes sombrías que acechan los cerebros de los países fríos”.

Y no obstante, lo que apuntábamos a comienzos del párrafo anterior también funciona a la inversa: el hecho de que sean sus servidores, de que hayan sido reducidos por los europeos casi que a categoría de instrumento, no hace que los miembros de estas comunidades originarias pierdan los conocimientos que se le escapan al europeo y que despiertan su asombro y su envidia. Uno de los árabes del cuento de Maupassant predice la muerte del compañero del narrador justo antes de que ocurra con base al sonido de un tambor y Marlow no puede dejar de admirar “el contraste entre las expresiones en las caras de los hombres blancos y las de los hombres negros de nuestra tripulación” ante un suceso inesperado: “Las de los blancos, obviamente descompuestas en gran medida por el terror, tenían además la apariencia de estar dolorosamente impresionadas por tan escandaloso comportamiento. Las de los otros exhibían una mirada alerta, naturalmente atenta […] sus rostros estaban naturalmente tranquilos”.

Aunque la mayoría de veces estos conocimientos, creencias y comportamientos propios del Otro colonizado son calificados despectivamente por los europeos como “supersticiones”, en los narradores de Conrad y Maupassant persiste una duda, una inquietud que los distingue de la mayoría de sus contemporáneos europeos. En el fondo de sus relatos yace la pregunta, ¿será que esos conocimientos son en realidad supersticiones? ¿No será que tienen validez, que están fundados en una experiencia del mundo distinta a la nuestra pero no por ello menos válida, menos genuina, menos real? ¿No será que hay algo valioso, hermoso, maravilloso en ese mundo de ellos tan diferente al nuestro, al mundo europeo, que se nos escapa, que no estamos viendo, una “verdad desnudada de su abrigo de tiempo” como la llama Conrad? ¿No será en últimas que seremos nosotros los engañados; que la ciencia y la técnica y la civilización europea es todo una ilusión y que esta naturaleza primigenia es el hogar que nunca debimos abandonar?

Es ahí donde surge el miedo, el miedo a lo desconocido, a lo inexplicable, a lo que nuestro sistema de creencias no puede integrar, determinar, controlar. El miedo que sacude el mundo bajo nuestros pies, el miedo que nos hace cuestionarlo todo porque de repente nada parece tener sentido. El miedo que nos aboca a la diferencia y que se niega a permitirnos comprenderla bajo los parámetros normales que han guiado nuestra existencia hasta este instante. El miedo que después se convertirá en Conrad en el estertor de Kurtz: “¡El horror, el horror!”.

Obviamente, como lo indica su título, este miedo es el principal tema del cuento de Maupassant, pero no está ausente de la novela de Conrad. En un momento clave de la narración, cuando Marlow despierta con los latidos de un tambor en el aire junto a la estación de Kurtz y se da cuenta que éste no está a bordo, que ha bajado del barco a reunirse con sus “adoradores” africanos en tierra firme, describe sus sensaciones con las siguientes palabras:

El hecho es que yo estaba completamente descompuesto por un miedo simple y llano, puro terror abstracto desligado de cualquier forma física distinguible de peligro. Lo que hizo tan poderosa esa sensación fue: “¿Cómo podría decirlo?”. El impacto moral que tuvo en mí, como si algo del todo monstruoso, insoportable para el pensamiento y odioso para el alma, hubiera sido arrojado sobre mí inesperadamente.

El otro paralelo que vale destacar acá es que ambos, Conrad y Maupassant, usan el sonido del tambor en África como trasfondo del sentimiento de horror de sus personajes, como símbolo de lo ajeno que les es ese territorio, de su misterio, de su oscuridad. Y eso no es para nada extraño si se considera que a finales del siglo XIX en Europa, como lo muestra el pensamiento filosófico de Arthur Schopenhauer, se consideraba a la música y a la emoción que ésta era capaz de suscitar como uno de los pocos fenómenos que no podían ser explicados por la ciencia moderna. La emotividad de la música la mantenía a salvo de la fría racionalidad con la que se pretendía interpretar todo, dar cuenta de todo, reducirlo todo a datos positivos que pudieran ser luego utilizados para fines prácticos y económicos. La música, para ciertos europeos, era la última fibra que los mantenía vinculados con esa naturaleza primigenia de la que se consideraban emancipados mediante su civilización. Y algunos de esos europeos empezaban a cuestionarse si después de todo la civilización no había sido un error, si no eran más felices, si no llevaban vidas más significativas y más armoniosas antes de entregarse furiosa y fanáticamente a los cálculos de la razón, a la ideología positivista que trataba de convencerlos de que cada vez eran mejores: mejores que los demás y mejores de lo que eran antes de la modernidad. Conrad formula esta idea de manera muy bonita al vincular el sonido de los tambores africanos con el tañido de las campanas del pasado europeo, “el temblor de tambores lejanos hundiéndose, hinchándose, un temblor vasto y a la vez débil, un sonido extraño, atrayente, sugestivo y salvaje – quizás con un significado tan profundo como el de las campanas en un país cristiano”.

Es por eso que la segunda parte del cuento de Maupassant que presentamos abajo no transcurre en algún lejano país exótico, sino en Francia. Más específicamente, en Bretaña, que los franceses siempre han concebido como una región anclada firmemente en su pasado, un depósito de las costumbres antiguas que los parisinos modernos ya han superado. Allí el Otro no es el africano o el árabe sino el “campesino supersticioso”, que todavía cree en los fantasmas, pobre señor. La condescendencia con la que el narrador de Maupassant se refiere al hombre que lo aloja en su casa refleja la condescendencia con la que Marlow se refiere a las “almas rudimentarias” que han habitado el territorio africano siglos antes de que los europeos se atrevieran a adentrarse en él, milenios antes de que Conrad y él llegaran allí. Y ello me permite concluir uniendo dos ideas que me parecen muy poderosas y muy pertinentes para nuestra época.

En un ensayo sobre el París de Baudelaire -la Francia en la que nació Maupassant– Walter Benjamin dice que la modernidad europea está siempre remitiéndose a su pasado primitivo. Este gesto nace del deseo constante de buscar validación del presente histórico comparándolo con el pasado, de limar las deficiencias del ahora –ligadas para Benjamin con la estructura opresora del sistema capitalista– contrastándolas con las imperfecciones del entonces. La modernidad en sí es un invento de un momento histórico de la tradición europea que buscaba desmarcarse del pasado que la precedía. Por otro lado, en el célebre ensayo en el que sustenta que El corazón de la oscuridad es una obra racista, Chinua Achebe matiza su acusación contra Conrad alegando que evidentemente no es sólo Conrad quien es racista: es todo su presente histórico. Y el racismo de la época de Conrad, señala Achebe, se deriva de una crisis de la identidad histórica de los europeos –propiciada probablemente por su incursión violenta en otros territorios o quizás por la destrucción de la naturaleza en su propio territorio– que los lleva a buscar validación de sí mismos construyendo una imagen caricaturesca de los africanos como su absoluto opuesto. “Por razones que ciertamente merecen una profunda investigación psicológica,” dice Achebe, “el Occidente parece sufrir profundas ansiedades acerca de la precariedad de su propia civilización y necesitar una constante validación de sí mismo comparándose con África. (…) África es para Europa lo que el retrato es para Dorian Grey – un recipiente en el cual su dueño puede descargar todas sus deformidades físicas y morales, para poder seguir andando hacia adelante, erecto e inmaculado”.

En una época como la nuestra, en la que vemos el resurgir del fascismo y de nacionalismos fanáticos que buscan arraigarse en un pasado glorioso, más que todo ficticio; y en la que seguimos destruyendo inclementemente la naturaleza que nos rodea, sin encontrar la forma de convivir armoniosamente con nuestro medio ambiente y sin tomar en cuenta el daño que le infligimos con ello a otros seres vivos, vale la pena preguntarse si seguimos tan sumidos en las crisis de identidad que señalan Benjamin y Achebe, a qué se deben realmente y qué podemos hacer para resolverlas.

El miedo

Guy de Maupassant

A J.-K. Huysmans

Subimos al puente del barco después de cenar. Frente a nosotros el Mediterráneo no ostentaba ni una sola fisura en su superficie, que resplandecía bajo una gran luna. La inmensa nave se deslizaba por el agua, arrojando una enorme serpiente de humo negro al cielo, que parecía sembrado de estrellas. Y atrás nuestro el agua, vuelta blanca por el remolino de la hélice, agitada por el paso de nuestra pesada estructura, gesticulaba, parecía retorcerse, removía tanto la luz de la luna que se hubiera podido decir que ésta hervía en el mar.

Estábamos ahí seis u ocho personas en silencio, contemplando asombradas el agua, un ojo dirigido a la lejana costa africana, hacia donde nos dirigíamos. El comandante, que fumaba un cigarro en medio de nosotros, retomó de repente la conversación que habíamos dejado abierta durante la cena.

“Sí, ese día tuve miedo. Mi barco quedó seis horas así, con esa roca hundida en el vientre, vencido por el mar. Afortunadamente fuimos rescatados en la noche por un carbonero inglés que alcanzó a avistarnos”.

Entonces uno de los hombres que estaba ahí, un hombre grande con la piel bronceada y un aspecto serio; uno de esos seres que uno siente que ha atravesado varios países desconocidos, padeciendo incesantes peligros y cuya mirada impasible parece haber guardado algo en su profundidad de los extraños paisajes que ha visto; uno de esos hombres que uno presiente armados de valentía, habló por primera vez esa noche:

“Usted dice capitán que tuvo miedo, pero yo no le creo. Confunde usted la palabra y la sensación que sintió. Un hombre de acción no siente jamás miedo frente a un peligro que le viene de frente. Se siente excitado, agitado, ansioso; pero el miedo es otra cosa”.

El comandante del barco contestó riendo:

“¡Caramba! Le aseguro que yo sí que sentí miedo esa vez”.

Entonces el hombre de piel bronceada repuso con voz lenta:

“Permítame que me explique. El miedo de verdad – y creo que esa es una sensación que los hombres más valientes pueden sentir – es algo aterrador, una sensación atroz, una especie de descomposición del alma, un espasmo espantoso del pensamiento y del corazón, cuyo mero recuerdo es capaz de provocar escalofríos de angustia. Pero cuando se es valiente el miedo no surge ni ante un ataque ni ante el prospecto de una muerte inevitable, ni frente a cualquiera de las formas conocidas de peligro. El miedo acontece sólo en circunstancias anormales, bajo el influjo de fuerzas misteriosas, frente a riesgos vagos. El verdadero miedo es como una reminiscencia de los terrores fantásticos de antaño. Como cuando un hombre que cree en fantasmas cree percibir un espectro en la noche: ese hombre debe sentir el miedo en todo su espantoso esplendor.

A mí me llegó el miedo en pleno día, hace más o menos diez años. Y lo volví a sentir el invierno pasado, una noche de diciembre.

Y eso que yo he sobrevivido a varios azares, a aventuras que tenían toda la pinta de ser letales. No pocas veces me he batido en duelo. En una ocasión fui dejado por muerto por un par de ladrones. Fui condenado, como insurgente, a ser colgado del cuello una vez en Estados Unidos y arrojado del puente de una nave en las costas de China. Cada una de esas veces sentí que mi tiempo había llegado e inmediatamente fui al encuentro de la muerte sin temor, incluso diría sin remordimientos.

Pero eso no fue miedo.

La primera vez que sentí miedo fue en África. Y, sin embargo, el miedo es hijo del Norte: el sol lo disipa como penetrando los velos de la niebla. Ténganlo presente señores: en el Oriente la vida no vale nada; viven resignados; las noches son vacíos claros carentes de leyendas, las almas no cargan esas inquietudes sombrías que acechan los cerebros de los países fríos. En el Oriente conocen el pánico, pero el miedo jamás.

Y sin embargo, consideren lo que me acaeció en la tierra africana:

Yo estaba atravesando las grandes dunas al sur de Ouargla, en Argelia. Ese es uno de los paisajes más extraños del mundo, el desierto. Ustedes conocen la arena uniforme, la arena hecha y derecha que puebla las interminables playas del océano. Pues bien, imagínense que el océano mismo se tornara de arena en el medio de un huracán; imagínense una tempestad silenciosa de olas inmóviles de polvo amarillo. Altas como montañas, estas olas son desiguales, diferentes las unas de las otras, erguidas como cordilleras desencadenadas, pero incluso más grandes que éstas y estriadas como tela de muselina. Sobre este mar furioso, mudo y carente de movimiento, el ardiente sol del sur vierte su llama sin filtro, implacable. Hay que ascender estas láminas de ceniza de oro, descenderlas, volverlas a subir, subir sin cesar, sin descanso y sin sombra. Los caballos carraspean, se hunden hasta las rodillas y se deslizan fluyendo hacia la siguiente de esas asombrosas colinas.

Yo viajaba con un amigo, seguidos de ocho sipajis y cuatro camellos con sus cuidadores. Ya habíamos renunciado al habla, exhaustos de calor, de fatiga y tan sedientos de agua como todo ese ardiente desierto. De repente uno de esos hombres emitió una especie de grito; todos se detuvieron; nosotros quedamos inmóviles, sorprendidos por un inexplicable fenómeno, conocido sólo por los viajeros de esos parajes remotos.

En alguna parte, cerca de nosotros, en dirección indeterminable, sonaba un tambor, el misterioso tambor de las dunas. Sonaba irregularmente, a veces más duro, otras más débil, ora deteniéndose, ora retomando su fantástica vibración.

Los árabes, aterrados, se miraron entre ellos. Y entonces uno de ellos dijo en su propia lengua: “La muerte está sobre nosotros”. Y de repente mi compañero, mi amigo, quien era como un hermano para mí, cayó de cabeza de su caballo, fulminado por la insolación.

Y durante las dos horas que siguieron, mientras intentaba en vano de devolverlo a la vida, el sonido intangible de ese tambor me llenaba los oídos con su latido monótono, intermitente e incomprensible. Y sentí deslizarse en mis huesos el miedo, el verdadero miedo, el miedo atroz de cara a ese cadáver amado que había caído en esa tumba incendiada por el sol, cavada entre cuatro montañas de arena, mientras que llegaba a nosotros el eco desconocido del rápido latido de ese tambor, a doscientos kilómetros de cualquier poblado francés.

Ese día comprendí lo que es sentir miedo; pero hubo otra ocasión en que lo sentí aun más…”.

El comandante interrumpió el relato:

“Perdóneme señor pero debo preguntar: ¿y ese tambor? ¿Qué era?, ¿de qué se trataba?”.

El viajero respondió:

“La verdad no lo sé. Nadie lo sabe. Los oficiales del desierto, a quienes frecuentemente los sorprende ese singular ruido, se lo atribuyen por lo general a un eco desmesurado, multiplicado e inflado hasta el absurdo por esa cadena de dunas: el eco de un puñado de arena arrastrado por el viento y golpeando un manojo de hierba seca. Pues se ha descubierto que semejante fenómeno se produce siempre en la vecindad de una floresta de hierbas quemada por sol, que se han tornado tan duras como hojas de papiro.

Semejante tambor sería, pues, nada más que una especie de espejismo de sonido. Nada más. Pero fue sólo mucho después que me enteré de esa explicación…

Ahora les contaré la segunda vez que sentí esa emoción.

Fue el invierno pasado, en un bosque del nordeste de Francia. La noche pareció adelantarse dos horas ese día, tan nublado estaba el cielo. Mi guía en aquella ocasión era un campesino que caminaba a mi lado por un estrecho sendero, bajo una cúpula de pinos a la que el viento arrancaba gemidos salvajemente. Entre las ramas de la cima, yo creí percibir cómo avanzaban nubes extraviadas, nubes perdidas que parecían huir frente a un espanto desconocido. De cuando en cuando un inmenso soplo de viento huracanado hacía que todo el bosque se inclinara bajo su peso en dirección al sonido de un gemido de sufrimiento; y el frío me penetraba, a pesar de que andábamos a paso rápido y estaba bien abrigado.

Íbamos de camino a la casa de un guardabosques no muy lejos de donde estábamos, que nos iba a alojar y alimentar esa noche. Estaba en esa región para cazar.

Mi guía alzaba de vez en cuando los ojos hacia el cielo y murmuraba, “¡Qué tiempo!”. Luego me empezó a hablar de la familia hacia cuya casa nos dirigíamos. El padre había matado un cazador ilegal dos años atrás; y desde aquel entonces se había vuelto sombrío, como perseguido por ese recuerdo. Sus dos hijos, ya crecidos y casados, vivían con él.

La oscuridad era profunda. No veía nada en frente mío ni a mi alrededor y todo el entramado de ramas entrelazadas llenaba el aire de la noche con su incesante rumor. Por fin vislumbré una luz adelante y pronto estuvimos frente a una puerta, que mi compañero golpeó. Dos agudos alaridos de mujer sonaron en respuesta al interior y luego una voz de hombre, una voz quebrada, preguntó “¿Quién anda ahí?”. Mi guía respondió con su nombre y nos abrieron la puerta. Al entrar vi una escena inolvidable.

Un viejo de cabellos blancos, con mirada loca y el fusil cargado en las manos nos esperaba parado en medio de la cocina, mientras que sus dos enormes varones vigilaban la puerta armados de hachas. Distinguí en la penumbra de una de las esquinas de la casa dos mujeres de rodillas, el rostro oculto en la pared.

Explicamos por qué estábamos ahí. El viejo recostó el arma contra la pared y le ordenó a las mujeres que preparan mi habitación. Pero al ver que las mujeres no se movían de donde estaban, se volteó bruscamente hacia mí y me dijo:

“Vea señor, lo que pasa es que yo maté a un hombre hace dos años exactamente esta noche. El año pasado vino a llamar a mi puerta. Tememos que vuelva esta noche”.

Y añadió en un tono que me hizo sonreír:

“Por eso estamos un poco intranquilos”.

Lo intenté tranquilizar tanto como me fue posible, contento de haber llegado justo esa noche para asistir al espectáculo de semejante terror supersticioso. Me puse a contar historias y así logré calmar un poco a todo el mundo.

Cerca de la chimenea había un viejo perro, un perro casi ciego y con los bigotes largos, uno de esos perros que le recuerdan a uno a alguien que conoce. Dormía con la nariz enterrada entre las patas.

Afuera la tempestad tronaba, abatiéndose encarnecida contra esa pequeña casa. Por una pequeña ventana, un cuadrado puesto al lado de la puerta, veía los montones de árboles alumbrados repentinamente por un rayo y empujados por el viento.

A pesar de todos mis esfuerzos, sentí que un terror profundo tenía aprisionada a esa gente y cada vez que yo dejaba de hablar, todas las orejas se paraban a escuchar algo afuera. Cansado de presenciar esos temores imbéciles, iba a despedirme de ellos para dirigirme a mi cuarto cuando el viejo saltó de repente de su silla, agarró de nuevo su fusil y exclamó con voz ahogada: “¡Ahí viene, ahí viene! ¡Lo presiento!”. Las dos mujeres cayeron otra vez de rodillas en la esquina, tapándose la cara, y los dos hijos varones volvieron a agarrar sus hachas. Yo iba a retomar mis esfuerzos de tranquilizarlos cuando el viejo perro dormido se despertó bruscamente y levantando la cabeza, estirando el cuello, mirando el fuego de la chimenea con sus ojos casi ciegos, ladró con uno de esos aullidos lúgubres que hacen estremecer la piel de los viajeros de noche, cuando uno va por el campo. Todas las miradas se dirigieron hacia él mientras que él permaneció inmóvil, parado sobre sus patas como hipnotizado por una visión y volvió a aullar hacia algo invisible, desconocido, seguramente aterrador, pues tenía toda la piel erizada. El guardia, lívido, gritó: “¡Lo siente! ¡Lo siente! ¡El perro estaba ahí cuando lo maté!”. Y las mujeres frenéticamente se pusieron a aullar con el perro.

A pesar mío, un escalofrío me bajó por los hombros. La visión de ese animal en ese lugar, a esa hora, en medio de toda esa gente desquiciada, era realmente algo espantoso de ver.

Durante toda una hora el perro estuvo aullando, sin moverse de donde estaba: aullaba como aúlla quien es preso de angustias en una pesadilla. Y el miedo, el espantoso miedo, me invadió. ¿Miedo de qué? ¿Podría acaso saberlo? Era puro miedo, sin más.

Permanecimos inmóviles, lívidos, a la espera de algo espantoso, los oídos alertas y el corazón latiendo a toda prisa, estremeciéndonos a cada sonido. Y el perro se puso a recorrer la habitación, olfateando las paredes y aullando sin cesar. ¡Esa bestia nos estaba volviendo locos! Entonces el campesino que me había llevado ahí se lanzó de repente sobre él en una especie de paroxismo rabioso y, abriendo la puerta que daba afuera, arrojó al animal afuera.

Inmediatamente calló. Y nosotros quedamos sumidos en un silencio más aterrador que antes. Y de repente todos al tiempo nos sobresaltamos: había un ser afuera, deslizándose por los muros hacia el bosque. Luego se acercó a la puerta, que pareció tantear con mano vacilante. Y luego no oímos nada más por dos minutos enloquecedores. Al final volvió, rozando de nuevo la pared; y la aruñó levemente, el sonido que haría la uña de un niño. Y entonces un rostro apareció en el cuadrado de la ventana, una cabeza blanca con ojos luminosos como fieras. Y un sonido salió de su boca, un aullido indistinto, un murmullo de lamento.

Un ruido formidable explotó en la cocina. El viejo guardabosques había disparado. Y de inmediato los hijos se apresuraron a tapar el hueco de la ventana levantando la enorme mesa contra ella, sujetándola con otros pedazos de madera.

Y les juro que al oír la detonación del fusil, que no me esperaba en absoluto, sentí tal angustia en mi corazón, en mi alma, en mi cuerpo, que estuve a punto de desfallecer, de morir de miedo.

Nos quedamos así hasta el alba, incapaces de movernos, de decir ni una sola palabra, crispados en un aturdimiento inefable.

No nos atrevimos a desbarricar la puerta hasta que por una grieta del techo vimos aparecer un delgado rayo de sol.

Al pie de la pared, frente a la puerta, el viejo perro yacía con la boca destrozada por una bala”.

El hombre del rostro teñido por el sol calló. Y un rato después añadió:

“Esa noche, por ejemplo, no corrí ningún peligro. Pero felizmente volvería a vivir todos los momentos en que me enfrenté a los peores peligros en lugar de revivir un solo segundo del disparo de fusil dirigido a la cabeza que apareció en esa ventana cuadrada”.


Tomado del portal de la Revista Arcadia