20 años sin el pintor mestizo que deslumbró a Fidel y a Rockefeller

Foto: José Comás

La obra del ecuatoriano Oswaldo Guayasamín, hijo de indígena y mestiza e icono de la izquierda latinoamericana, permanece viva dos décadas después de su muerte

Por: Sara España – Guayaquil

El País (Es)

Unas frases impregnan la figura de Oswaldo Guayasamín de una atemporalidad casi premonitoria. “Siempre voy a volver. Mantengan encendida una luz”, dijo. Ahora, cuando se cumplen 20 años de su muerte, esa advertencia cobra aún más sentido: nadie en dos generaciones ha desplazado a la obra del artista, nacido en Quito en 1919 y muerto en Baltimore, EE UU, en 1999. Porque Guayasamín no se ha ido del todo: sigue siendo el más reconocido de los artistas de Ecuador.

No necesita grandes promociones ni aniversarios con invitados ilustres para conmemorar las dos décadas de su desaparición. Su legado permanece en primera línea y es símbolo nacional. “Dentro y fuera”, precisa con convencimiento Pablo Cuvi, el editor de su biografía. “Entre los turistas que llegan a Quito, es visita obligada La capilla del hombre y la Casa-museo Guayasamín. La pintura ecuatoriana se identifica fuera con Guayasamín”, asegura.

Murió sin ver terminada una de esas dos grandes obras, su Capilla del hombre. Era más que un museo; quería construir un gran edificio de piedra que albergara sus creaciones por etapas. Su proyecto se hizo realidad tres años después de su fallecimiento, en 2002, de manos de sus allegados y con el impulso de la Unesco, que la declaró como “prioritaria para la Cultura”. El acto, no exento de la polémica entre los herederos, congregó a Fidel Castro, a Hugo Chávez, a Danielle Mitterrand y al premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel. El dictador cubano lo admiraba: “Fue un genio de las artes plásticas, un gladiador de la dignidad humana y un profeta del porvenir”. Guayasamín le dedicó tres retratos.

Este domingo 10 de marzo, coincidiendo con el aniversario de su muerte, la fundación que lleva su nombre en Quito organizó un acto de homenaje en torno al Árbol de la vida, un pino plantado por él mismo en la que fuera su casa durante sus dos décadas y a cuyos pies fue enterrado en una vasija de barro.

Indigenismo

Oswaldo Guayasamín reveló su vocación artística a los siete años, pese al empeño de su padre, de ascendencia indígena, de convertirle en un profesional de cualquier otra área. Su mala trayectoria académica terminó dándole la razón al niño, y solo encontró su sitio en la Escuela de Bellas Artes donde ingresó en 1933. Se graduó como pintor y escultor a los 21 años.

A su primera exposición, reza en su biografía, asistió Nelson Rockefeller. El político y magnate era entonces el encargado de Asuntos Interamericanos del Departamento de Estado de los Estados Unidos. Quedó impresionado con el trabajo de Guayasamín y le compra cinco cuadros. Al poco, le brinda una invitación para que el pintor visite y exponga en EE UU durante siete meses. Guayasamín aprovechó ese tiempo para visitar todos los museos posibles en el país. Allí conoce los trabajos de El Greco, Goya, Velázquez, Picasso, Renault, Orozco. “Era una esponja que trataba de asimilar todo hasta que encontró su propio lenguaje, como le sucede a todos los grandes pintores”, apunta el editor de su biografía.

Con todo, aún le esperaba un hito fundamental para dar forma a su pintura. En 1945 inició un viaje desde México a la Patagonia, pueblo a pueblo, donde conoció de primera mano la visión de las culturas indígenas, con quien se identificaba por la herencia paterna, y las atrocidades que soportaban los pueblos oprimidos, entre ellos también a los mestizos, como su madre, y los negros.

“Era un hombre de izquierdas, que surgió del indigenismo. Más que un movimiento solo pictórico, el indigenismo era una visión del mundo que se reflejaba en la literatura, en la pintura y en las ideas socialistas que él mantuvo a lo largo de su vida”, explica Cuvi. “Eso hizo que en muchas pinturas de [su segunda etapa pictórica] La edad de la ira denunciara atrocidades: desde la Guerra Civil española, a la Segunda Guerra Mundial, la invasión a Playa Girón en Cuba, el golpe de Estado en Chile y la muerte de Salvador Allende…”. Pero no quedó ahí. “También hacía retratos casi caricaturescos de los militares fascistas, de los usureros, los políticos, los curas y de todo lo que él consideraba como personajes nocivos”, explica el editor de varios libros relacionados con el pintor, autodeclarado procubano y antiimperialista. Esas dos etapas se consolidaron en Huacayñán, un conjunto de 103 cuadros pintados desde 1946 a 1952.

En La edad de la ira representa “no solo hechos políticos e históricos, sino también sentimientos como el dolor o el llanto. Y va depurando su técnica hasta dejar, como me dijo cuando conversé con él en el año 82, los huesos y las lágrimas. Ya son tonos muy simples y trazos muy expresionistas. Muy depurados. Ya es su propio lenguaje”, repasa Cuvi. Ese mismo año se descubre en el aeropuerto de Madrid-Bajaras un enorme mural, de 120 metros, dedicado al hermanamiento de América con España.

Es en esa época cuando aborda su tercera fase con La edad de la ternura, inspirada en su madre, como forma de agradecimiento por su apoyo en la carrera artística. Da un giro a su trabajo que precede a la que después quiso que fuera su obra más importante, el espacio arquitectónico de La capilla del hombre, dedicado al ser humano y, especialmente, al pueblo latinoamericano.


Tomado de portal del diario El País (Es)