Contra los festivales

Foto: Francisco Guasco/EPA vía Shutterstock

No hay subgénero musical, cinematográfico, teatral o literario que no cuente con su cita anual. No hay tendencia que no tenga su salón, su feria, su fiesta, su nicho de negocio. La fórmula se aplica automáticamente a cualquier lenguaje artístico o afición, al margen de que hacerlo tenga o no sentido.

Por: Jorge Carrión

The New York Times (Es)

En México se celebran 536 festivales al año, la mayoría de artes escénicas. Y España registró en 2017 ni más ni menos que 887 festivales de música, 354 de danza, 803 de teatro y 33 de cine.

El sentido común invita a desconfiar, no obstante, de las cifras oficiales del Sistema Nacional de Estadísticas, porque este año se celebrarán más de cuarenta festivales de cine solamente en Cataluña.

¿Parecen demasiados? Pues seguramente tienen lugar muchos más festivales de los que creemos. Mientras que las administraciones públicas siguen pensando la cultura en términos de obras individuales y eventos consagrados a un único lenguaje, más allá de los límites de su contabilidad no dejan de proliferar los festivales interdisciplinares, las fiestas de la cultura, los varios desmadres.

En 1965 se realizaban en España 62 festivales al año. Tras la importancia de los de música y de cómic en la década de los setenta —los años finales de la dictadura de Franco y el comienzo de la democracia socialdemócrata—, la cultura de los ochenta y los noventa se codificó en clave celebratoria.

Pero la multiplicación de las ferias del libro, los macrofestivales de música, las bienales de arte y otros eventos culturales no eran una tendencia local, sino global. El Sónar —de música electrónica y experimental— nació en Barcelona en 1994; y en esta segunda década del siglo XXI se ha celebrado en ciudades como Bogotá, Estocolmo, Reikiavik, Tokio, Osaka, Buenos Aires y Ciudad del Cabo.

Desde los Juegos Panhelénicos y las celebraciones dedicadas a dioses como Dioniso en la Antigüedad, los festivales han sido siempre por naturaleza excepcionales: reuniones cíclicas en que se confundían las artes vivas y las literarias con los cultos sacros y paganos, a menudo vinculadas con los ritmos de las estaciones o de las cosechas.

Las exposiciones universales —que cambiaron a los dioses mitológicos por el dios Progreso—, por esa misma voluntad de ser grandes eventos con aura de singularidad, pasaron de ser anuales en el siglo XIX a celebrarse cada cuatro años en el siguiente. En paralelo se fueron multiplicando los festivales de cine (el de Venecia nació en 1932), de música (Woodstock supuso un punto de inflexión entre los de música clásica y los de euforia colectiva) y de todo. Así, lo que era excepcional se volvió cotidiano, trivial.

En esas estamos. En Barcelona, donde vivo, cada semana se celebran varios festivales. No hay subgénero musical, cinematográfico, teatral o literario que no cuente con su cita anual. No hay tendencia que no tenga su salón, su feria, su festival, su fiesta, su nicho de negocio. Por eso la fórmula se aplica automáticamente a cualquier lenguaje artístico o afición, al margen de que hacerlo tenga o no algún sentido.

Mientras que la actuación en directo es económica y conceptualmente fundamental para la pervivencia de la música o del teatro, es totalmente accesoria para la literatura o el pensamiento. Un concierto o una obra teatral pierden toda la profundidad y gran parte de su razón de ser en la superficie de la pantalla, pero una escritora o un filósofo raramente ganan elocuencia al fondo de una sala con mil espectadores. Es bastante mejor escucharlos en pódcast o en YouTube (si son conferencistas famosos, a menudo repiten lo mismo allí donde estén).

Y es muchísimo mejor leer sus libros, que es donde han podido desarrollar su arte o sus argumentos. Pero preferimos ver y escuchar a un premio nobel de literatura que leerlo. De ese modo se le exige a un escritor o a una pensadora que su discurso sea autónomo, disfrutable más allá de la obra en que se inscribe: una píldora que nos exima de leerla, que la substituya.

No creo que sea casualidad que los festivales se hayan convertido en la máxima expresión de la recepción colectiva de cultura presencial en los mismos años en que el consumo audiovisual se ha trasladadado a las plataformas digitales, con sus lógicas algorítmicas.

En ambos casos se privilegia la selección representativa, la fragmentación de discursos, el catálogo, en detrimento de la unidad de la obra o de la poética. Prima la constelación relacional sobre las estrellas individuales, porque en el fondo no son más que el pretexto para la emergencia de los auténticos protagonistas: los públicos. Ya no uno, sino tantos. También los llaman audiencias.

Los festivales son listas de reproducción confeccionadas por equipos de curadores que sintonizan con algunas de las frecuencias del momento. En un horizonte de empacho digital, más allá de las cabezas de cartel y de los artistas secundarios y de las programaciones paralelas, celebran la convergencia física de los cuerpos y la vigencia de las artes en directo.

Compiten con las plataformas como estructuras macroculturales. Por eso no dejan de crecer, porque el crecimiento es mutuo, competitivo, y solo puede conducir a una doble saturación. Las industrias culturales no dejan de acumular capital simbólico. Los abonos de los festivales y los de las plataformas lo convierten en capital económico. Pero no hay que olvidar que aunque la mayoría de las acepciones de la palabra “capital” remitan al ámbito del dinero, la primera es “perteneciente o relativo a la cabeza”. Y la estamos perdiendo.


Tomado del portal del diario The New York Times (Es)