Evangelio del día: martes 28 de noviembre

ectura del santo Evangelio según san Lucas 10, 21-24
En aquel tiempo, lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclamó Jesús:- “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar.” Y volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: “¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que veis vosotros, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron”.
Palabra del Señor. Gloria a Ti, Señor Jesús.

Meditación
En este martes de la Primera semana de adviento resuenan en el evangelio algunas virtudes para cultivar en este camino de preparación a la Navidad; la alegría, la gratitud y la sencillez para acoger verdaderamente al Señor que viene a salvarnos.

Detengámonos en cada una de ellas. La alegría de Jesús que lo mueve a orar, brota de la acción del Espíritu Santo; también en nuestros tiempos es el Espíritu, quien nos conducea comprender el verdadero motivo de la alegría cristiana. El adviento es un tiempo que nos recuerda que para alegrarnos no necesitamos llenarnos de cosas y halagos, sino de amor y verdad; necesitamos la presencia de Dios en nuestra vida, el Dios con nosotros que responde a nuestros anhelos más profundos.
Podríamos aplicar a este tiempo la invitación que continuamente nos hace el Papa Francisco: “No se dejen robar la alegría”. Sí, no nos dejemos robar la verdadera alegría del adviento. La alegría que no se compra en el comercio, la alegría que no se alcanza en el desorden y en la embriaguez. San Pablo nos lo recuerda: “estén siempre alegres en el Señor, se los repito, estén siempre alegres” (Filipenses 4,4). La alegría brota del acontecimiento que celebramos: Dios ha venido a traernos la liberación, ha venido a traernos la paz.
Jesús en su oración dice: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra”. La segunda actitud para confirmar en este tiempo es la gratitud. Al reconocernos alcanzados por la bondad de Dios que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones, somos capaces de decir: Gracias. La gratitud se convierte en una condición permanente de la vida porque no vamos con los ojos vendados e insensibles, siendo incapaces de reconocer la presencia continua de Dios. María es la mujer de Adviento y ella nos enseña a vivir la gratitud; en su himno el Magníficat dice: “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador, porque ha mirado la humildad de su esclava… El poderoso ha hecho obras grandes por mí”. Nos ha creado por amor, nos ha hecho sus hijos en su Hijo, nos ha amado hasta el extremo, continúa prodigando su infinito amor, está a la puerta de nuestra vida llamándonos, nos ha dado la fe, nos concede este tiempo de gracia para encontrarnos con Él y con los hermanos. Entonces decimos gracias a Dios y a todos los que continuamente están haciendo más digna nuestra existencia.
Y así viene presentada la sencillez de corazón para recibir al Señor. Dice el Papa Francisco: “Dios ha escondido todo a aquellos que están demasiado llenos de sí mismos y pretenden saberlo ya todo. Están cegados por su propia presunción y no dejan espacio a Dios. Uno puede pensar fácilmente en algunos de los contemporáneos de Jesús, que Él mismo amonestó en varias ocasiones, pero se trata de un peligro que siempre ha existido, y que nos afecta también a nosotros. En cambio, los “pequeños” son los humildes, los sencillos, los pobres, los marginados, los sin voz, los que están cansados y oprimidos, a los que Jesús ha llamado “benditos”. Se puede pensar fácilmente en María, en José, en los pescadores de Galilea, y en los discípulos llamados a lo largo del camino, en el curso de su predicación”.
Nosotros somos bienaventurados porque hemos recibido el don de la fe que nos ha llevado a ser conscientes de la presencia viva del Señor. Hemos creído en su amor y esperamos en su Palabra; resuena en nuestro interior su promesa a la Iglesia: “yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. Y por esto estamos alegres, damos gracias y pedimos un corazón dócil para reconocerlo en nuestra historia.

P. John Jaime Ramírez Feria