Gabriel Ochoa Uribe: tributo a una institución del fútbol

Foto: Archivo EL TIEMPO

Fragmento del libro de César Polanía, Jorge Rojas y Hugo Cárdenas sobre la vida del gran técnico.

Aunque usted le aprendió mucho a su padre, alguna vez él confesó que quiso ser un médico tan exitoso como usted, pero el fútbol no se lo permitió…

Papá siempre quiso dedicarse a la medicina, pero el fútbol lo fue absorbiendo. A él jamás se le pasó por la cabeza ser técnico de fútbol. Su sueño, mientras era jugador de Millonarios, fue terminar Medicina y hacer una especialización en traumatología deportiva. Y se dio la situación, digo yo, propia de la divina Providencia, de que se fuera a jugar al América de Río de Janeiro, lo que lo convirtió en el segundo arquero colombiano en jugar en el exterior, después de Efraín ‘El Caimán’ Sánchez.

Allí tuvo una gran actuación, salió subcampeón del Torneo Carioca en 1955 y terminó sus estudios. El compromiso era volver a Millonarios, y así lo hizo, pero se rompió un menisco y sufrió una lesión de ligamento cruzado anterior, lo que lo marginó de la actividad futbolística, y empezó a desempeñarse como médico de la institución. La situación económica del equipo lo llevó luego a asumir como técnico interino y aceptó. Las buenas campañas y el apoyo de los jugadores lo ratificaron en el cargo y en 1959 le dio su primer título al club. Desde ese momento el fútbol fue su vida.

Sin embargo, en 1978, luego de abandonar a Millonarios, parecía decidido a ejercer definitivamente la medicina. Pero el fútbol se atravesó de nuevo en sus propósitos…

En 1977 papá dejó el club por desacuerdos con el presidente de la época, don Álvaro Gutiérrez. Junto con Luis Alberto ‘El Mono’ Rubio, con quien papá trabajaba en el equipo, implementaron una forma de entrenamiento que no les gustó a los jugadores; tampoco tuvo el respaldo de los directivos y se sintió traicionado. Por eso, al año, abrió de nuevo su consultorio en la Clínica de Marly, en Bogotá, para dedicarse a la medicina de lleno y de esa manera retirarse del fútbol. Pero apareció un día en ese consultorio, como otro acto de la divina Providencia, don ‘Pepino’ Sangiovanni para convencerlo de que dirigiera al América.

No fue fácil persuadirlo, pero lo logró. Creo que en ello incidió mucho un hecho trágico que afectó considerablemente a papá y fue la muerte, de una manera súbita y dolorosa, de mi hermano Luis Fernando, un muchacho de apenas 21 años que se acababa de graduar con honores como arquitecto. Sufrió un aneurisma en la base del cráneo, en el polígono de Willis, donde se unen varias arterias, y murió al instante. Papá quería irse de Bogotá, y eso ayudó a que llegara a Cali, donde desde 1979 hasta 1991 construyó otra exitosa historia en el fútbol como entrenador, esta vez con el América, como ya lo había hecho con Millonarios y Santa Fe.

¿Y después, cuando dejó al América, pensó quizás en retomar la medicina?

Lo pensó, porque ese fue siempre un sueño suyo. Pero en los años 90, cuando papá dejó definitivamente el fútbol, pasamos de la cirugía convencional a la cirugía abierta o artroscópica, que es mínimamente invasiva. Para ellos someterse a esa nueva tecnología, los cirujanos ortopedistas de la época tenían que hacer un entrenamiento muy especial, pero papá nunca tuvo la oportunidad de hacerlo, por estar sumergido en el fútbol los 365 días del año.

Gabriel siempre fue un hombre muy entregado a su trabajo, lo que indefectiblemente lo convirtió en un padre ausente. ¿Cómo soportaron eso usted y el resto de la familia?

Yo no me quejo tanto de eso, porque solía acompañarlo en los entrenamientos, en los partidos, en las concentraciones. Papá se ausentaba mucho tiempo por cuenta de todo aquello, sobre todo cuando jugaba Copa Libertadores y debía viajar por varios países del continente. (…) De lo que yo viví, diría que mi hermano William Darío (un veterinario que también murió) sí sufrió ese padre ausente. Yo, en cambio, me quedaba con él en las concentraciones y me dormía mientras él narraba sus historias. Pero cuando papá estaba en casa era un ser muy especial, aprovechaba al máximo cada momento, nos gustaba escuchar sus anécdotas y ser testigos de toda esa sabiduría, porque cada palabra nos dejaba una nueva enseñanza. Y ya de adulto, hasta escuchábamos tangos, su música preferida, y nos tomábamos unos aguardientes, como buen paisa que es.

¿Cuál era ese tango que le hacía tomarse un aguardiente?

Muchos. Podría decirte que se sabe todos los tangos que existen, pero había uno que siempre escuchaba cuando estaba melancólico, Tarde gris: “Qué ganas de llorar en esta tarde gris, en su repiquetear la lluvia habla de ti, remordimiento de saber, que por mi culpa, nunca, vida, nunca te veré”. Cada que oigo ese tango me acuerdo de papá. Y bueno, Carlos Gardel es para él lo más grande.

Su padre incluso fumaba…

Claro, fumaba mucho, sobre todo en los partidos. Pero hubo un hecho que lo marcó, y ese día dejó para siempre el cigarrillo. Sucedió el 17 de enero de 1982, pero lo recuerdo como si fuera ayer. Veníamos por carretera de un partido, papá entrenaba al América. De pronto, escuchó por la radio que Oswaldo Juan Zubeldía, quien dirigía al Atlético Nacional, había muerto de un infarto en Medellín mientras hacía una apuesta en el hipódromo. Papá se puso mal. Hizo parar el carro, se bajó, prendió un cigarrillo, y ese fue el último de su vida. Desde entonces decidió no fumar nunca más.

¿Eran amigos?

Muy amigos. Papá y Zubeldía fueron solo rivales en el fútbol, pero por fuera de las canchas sostenían una relación muy estrecha. Papá lo admiraba por sus conocimientos. Le gustaba su estilo y hablaban mucho. Y ambos fueron muy aficionados a los caballos, papá como jockey y Zubeldía como apostador. Es curioso, ellos dos, al igual que Pacho Maturana, a quien papá también admira, fueron siempre fanáticos de la hípica.

¿Por qué dejó su padre los caballos?

Él era jockey, jinete de carreras, y los caballos dedicados a esta modalidad no pueden soportar tanto peso. Papá se hizo jinete desde muy niño y ganó campeonatos nacionales, pero a los 13 años, cuando comenzó a desarrollar su cuerpo, superó el peso ideal y entonces conservó la afición ya de otra manera. Entrenaba caballos de carreras y con ello se ganaba la vida. Había perdido muy bebé a su padre en un accidente en una mina, en Sopetrán (Antioquia), y fue su padrastro quien lo indujo al mundo de la hípica.

También se aficionó por el basquetbol y desarrolló una gran estatura para su edad, hasta que un día terminó jugando fútbol en el Atlético Municipal, que hoy en día es el Atlético Nacional. Llegó al arco como la mayoría de los porteros, por la ausencia de uno. Cuando terminó sus estudios en un colegio católico, mi abuela Tránsito le dijo que debía ser cura o médico, pero nunca futbolista. Luego la convencieron de que lo dejara probar en el América, con apenas 17 años, pero con la condición de que estudiara medicina. Y así sucedió.

Está clara la manera en que el médico nutría al técnico, ¿pero cómo alimentaba el técnico al médico, ese hombre con vocación humana?

Papá siempre se preocupó por el jugador, pero también por el hombre, por la persona. En 1979, cuando llegó al América, comenzó a retenerles a los jugadores el 40 por ciento de su salario. Lo hizo con el “Pitillo” Valencia, Gabriel Chaparro, “Macuco” Alegría, que en paz descanse, y Juan Manuel Penagos, entre otros.

Con ese dinero, les ayudó a conseguir casas en los barrios Salomia o Los Andes, para que vivieran allí con sus familias, y les compró taxis para que tuvieran un ingreso extra en sus finanzas. Obviamente a muchos de ellos no les gustó eso en un principio, pero cuando ya tenían sus bienes, solo había palabras de agradecimiento para él.

Su trabajo no radicaba solo en los jugadores como atletas, sino en la mente de ellos como seres humanos, inclusive en cosas aparentemente tan simples, pero significativas. Cuando Juan Manuel Battaglia llegó de Paraguay al América, era un muchacho al que no le gustaba usar medias mientras vestía de civil en la calle.

Una vez, papá lo vio en el lobby de un hotel fuera de Colombia, antes de un partido de Copa Libertadores, y lo cogió del brazo y lo llevó hasta su cuarto, abrió su maleta y sacó un par de medias y le dijo: “Juan Manuel, si no tienes medias, yo te doy las mías, pero no andes sin calcetines”. Battaglia jamás volvió a ponerse zapatos sin medias.

Battaglia pudo entenderlo, pero había jugadores que no comulgaban propiamente con el estilo del Médico e incluso lo enfrentaron…

Hubo tres personas con las cuales papá tuvo roces importantes. Una de ellas fue el delantero argentino Mario Alberto Rizzi. América ganaba tres a cero y papá ingresó a ese jugador para que se mostrara: no había podido debutar porque llegó con un problema en una rodilla. De pronto, el partido fue cambiando, descontó el rival, otro gol, y hasta que empataron, entonces papá sacó a Rizzi, que duró unos 20 minutos en la cancha, y el jugador salió iracundo, se le vino encima para agredirlo y un par de compañeros del banco tuvieron que intervenir.

Y los otros dos casos, no de agresión física, pero sí verbal, fueron los del peruano Julio César Uribe y el paraguayo Roberto Cabañas, que en paz descanse, con quienes papá tuvo muchos inconvenientes. Uribe era un tipo muy soberbio y con una altivez que no podía dominar. Era una especie de caminante en la cancha, con mucha clase y técnica, pero que frenaba el juego cuando el balón llegaba a sus pies. Entonces, papá le corregía eso, pero él no entendía y chocaban mucho, hasta que lo sentó. Eso generó un conflicto tenaz entre ellos.

Con Cabañas hubo una historia, y es que el paraguayo se enojó porque en la piscina donde estaban los jugadores el Médico metió a Rocky, un perro bóxer que adoraba.

¿Eso fue cierto?

Claro, fue cierto. Roberto le tenía miedo al perro y no le gustaba estar cerca de él, pero hubo muchas otras cosas, momentos difíciles en los partidos, decisiones que papá adoptaba.

A Roberto, por ejemplo, no le gustaba que lo vigilaran. Papá enviaba emisarios a las casas de los jugadores para ver cómo se comportaban. Roberto decía que él era un atleta profesional que se cuidaba como tal y no necesitaba que lo vigilaran, que venía de jugar en el Cosmos de Nueva York y que eso no se acostumbraba en Estados Unidos ni otro lugar. Era un jugador al que no le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer.
El América de los 80 era un equipo de ensueño, que también quiso tener a Maradona.

¿Su padre le habló alguna vez de eso?

Fue papá quien solicitó a Maradona cuando él vino con Argentinos Juniors a jugar un cuadrangular amistoso con el América, por allá en 1980. Maradona era muy joven, estaba empezando a mostrarse. A papá siempre le gustó ese jugador desde que lo vio por primera vez y hubo una reunión en el Hotel Intercontinental, después del partido en el Pascual Guerrero, en la que estuvieron también Pepino Sangiovanni y Miguel Rodríguez Orejuela. Papá le regaló la camiseta del América a Maradona y él se la puso. Quería que Diego se quedara madurando como jugador y le hicieron una oferta, pero la contratación nunca se llevó a cabo. Cada que hablo con Diego recordamos ese episodio. Él recuerda perfectamente a papá, y esa es una de las razones por las cuales ha venido a mi consultorio en Cali para ser operado dos veces en sus rodillas. Pero, imagínense, si Maradona se hubiera quedado en el América, quizás nunca habría llegado a ser lo que fue.

Para entonces, ¿su padre ya sabía que los dueños del equipo, los hermanos Rodríguez Orejuela, estaban dedicados también al negocio del narcotráfico?

Papá vivía tan concentrado en su trabajo como técnico que poco o nada se interesaba en las cosas anexas. Cuando ya estalló el tema del narcotráfico, él adoptó la posición que debía tener. A pesar de trabajar en un equipo de fútbol perteneciente a los hermanos Rodríguez Orejuela, papá nunca vendió o empeñó su conciencia. Jamás le interesaron las retribuciones económicas ni traicionó sus principios morales. Dicen popularmente que todos tenemos un precio, yo nunca conocí el de papá.

Cuando se retiró del fútbol, se convirtió en un pensionado sin pensión, en un jubilado sin jubilación. Es un tipo tan extraordinario y desprendido del dinero, que nunca firmó un contrato en los equipos que entrenó. No hay un solo documento firmado por él en Millonarios, Santa Fe ni América. Era mamá quien se ocupaba de eso y de sus negocios, pero de una manera casi informal.

Entonces, cuando terminó su actividad deportiva, salimos en busca de un abogado para recuperar toda esa vida laboral, pero no fue posible, porque no había papeles con su firma. A papá nunca le interesó el dinero, y la forma en que vive, sin opulencias, lo comprueba. Incluso cuando dejó el América, en 1991, le hicieron grandes ofertas para dirigir en el fútbol de Estados Unidos, pero dijo no.

Cuando Gabriel Ochoa Uribe dirigió al América había una guerra frontal de carteles del narcotráfico entre los Rodríguez y Pablo Escobar Gaviria. ¿Su padre sintió de alguna manera esa zozobra?

Más que él, nosotros. Era muy difícil llegar al Hotel Intercontinental de Medellín o al Hotel Nutibara y encontrar sufragios que daban las condolencias por la muerte de Gabriel Ochoa Uribe, firmados por el cartel de Escobar. A él esas cosas no lo afectaban, como nunca le dio la suficiente importancia a un intento de secuestro en Cali.

Eso no cambió su forma de pensar ni de vivir, pero la familia sí lo asumió con mucha responsabilidad. Fue una época complicada para nosotros; por eso durante un tiempo Estados Unidos fue nuestro lugar de residencia.

¿Cómo fue ese intento de secuestro?

Los delincuentes ingresaron a la casa campestre de papá en Valle del Lili usando pasamontañas. Mataron a cuatro perros y amarraron al celador. Por fortuna, los planes les fallaron a los bandidos, porque papá no estaba en casa. Él ya se había retirado del fútbol y le pedí que me acompañara a realizarle una artroscopia a un niño en una de sus rodillas.

Quería que él viera ese procedimiento porque era algo nuevo que nunca había podido experimentar mientras ejerció la medicina. Hicimos el procedimiento y les dije a él y a mamá, que andaban juntos, que se quedaran para cenar conmigo.

Los delincuentes estuvieron esperándolos infructuosamente y el secuestro no se concretó.

¿Quiénes eran los autores?

Cuando las autoridades profundizaron en la investigación, nos dimos cuenta de que se trataría de un secuestro para dar un golpe de opinión por parte de la guerrilla de las Farc, exactamente hacia 1993, un año antes del Mundial de Estados Unidos. Papá no se alarmó por ello tanto como nosotros, el resto de la familia, y decidimos que ellos se radicaran en territorio estadounidense. Papá y mamá vivían entre Estados Unidos y Colombia, iban y volvían, hasta que mamá decidió regresar definitivamente a Cali, cuando ya había más tranquilidad.

¿Cómo fue la relación del médico con los Rodríguez Orejuela?

Normal, de respeto. Papá siempre ha tenido carácter y se ha comportado de manera coherente con su pensamiento.

Él no toleraba que Miguel Rodríguez entrara al camerino para hablar con los jugadores, y una vez se atrevió a sacarlo con firmeza y decencia. Tampoco permitía que el dueño del equipo intercediera en comodidades para los jugadores en cuestiones de hoteles o concentraciones. Siempre respondía con carácter: “No, señor, no nos interesa, estamos bien así, muchas gracias”. A papá nunca le gustó que hubiera una relación cercana entre el futbolista y el dueño del equipo.

Le parecía que eso distorsionaba el ejercicio diario del deportista.

¿Esa estrecha relación y complicidad que ustedes dos han tenido valió para que su padre alguna vez le consultara alguna decisión?

Papá jamás le pidió consejos a nadie. Él siempre ha tenido una máxima que dice: “Yo me muero con la mía, pero no sobrevivo con la de los demás”. Eso significa que ha sido un hombre coherente en la estructura de su pensamiento y su accionar. Muchas personas piensan una cosa, pero actúan de otra manera.

Papá no ha sido ese tipo de ser humano. La coherencia ha sido uno de los pilares de él, incluso ahora, a sus casi 90 años. Obviamente siempre escuchó a la gente con la que trabajó, a sus amigos, como a Humberto ‘Tucho’ Ortiz, con quien estuvo tanto tiempo en el América, pero era él quien tomaba las decisiones, por grandes o mínimas que fueran.

¿Por qué decidió Gabriel Ochoa Uribe irse del América y decretar para siempre su retiro del fútbol?

Estaba cansado. Cuando uno toma las cosas con tanto vértigo y compromiso, y no tiene válvulas de escape, se fatiga. Papá trabajaba 24 horas del día en función del fútbol: entrenamientos, concentraciones, partidos, videos que repasaba cinco y seis veces… Era una locura. Le daban las cuatro o cinco de la mañana estudiando al rival para verse luego con los jugadores a las ocho, con apenas unas horas de descanso. Ese ritmo no lo soporta nadie por siempre. Papá decía: “Ganar no lo es todo, es lo único”, y con esa máxima compitió en cada partido y cada torneo. Era obsesivo por el triunfo.

¿Cómo alguien con esa obsesión podía asumir las derrotas?

Con fortaleza y emprendiendo una nueva meta. Cuando América perdió la final de la Copa Libertadores contra Peñarol en 1987 en el último segundo, papá recibió un golpe muy fuerte, el más duro en su carrera como entrenador. Yo estaba en el estadio de Santiago de Chile, tuvimos la oportunidad de cerrar el juego para ser campeones. Roberto Cabañas me decía: “Beto, metámonos a la cancha, tiremos balones, acabemos esto”, pero papá se percató de lo que estábamos tramando y de inmediato nos frenó. Eso molestó mucho a Cabañas. Y al minuto Diego Aguirre hizo el gol y perdimos la Libertadores. A pesar de ese golpe tan duro, papá se mantuvo en pie, inquebrantable; solo atinó a decir: “Dios no quiso que esta copa fuera para nosotros, estaba ocupado en otras cosas”, y se acostó a dormir hasta el otro día.

El doctor Gabriel respiraba fútbol. ¿Cómo soportó su retiro después de tantos años?

Tuvo un síndrome posretiro. Recibía llamadas de todos lados, equipos que le pedían que regresara, acoso de la prensa, y cuando se fue a vivir a Estados Unidos, donde también le hicieron muchas ofertas, decidió no responder más el teléfono y alejarse por completo de todo el mundo.

Retirarse del fútbol le dio durísimo, a pesar de que dijo que se sentía hastiado, y cuando regresó a Colombia, nos advirtió de que no volvería a pisar un estadio. Con el paso de los años, lo convencimos de que fuera un día al Pascual para apoyar al América, que estaba luchando por el ascenso a la A, pero fue complicado ese tema. Estuvo en un homenaje que le hicieron en Medellín y otro en Cali antes de dos partidos, pero no volvió a ver fútbol. Ni siquiera por televisión.

Y siempre ha sido un hombre alejado de la política…

Él es de ideología conservadora. Y no lo calificaría de apolítico, pero jamás lo vi discutir un tema político con nadie, y cuando alguien le preguntaba sobre algún asunto, inmediatamente se marginaba de la conversación con mucho respeto. Tuvo un gran amigo en la política, que fue el expresidente Belisario Betancur Cuartas, también antioqueño, que en paz descanse. Hablaban mucho por teléfono, y Belisario le hizo una condecoración en su gobierno.

El médico Gabriel tenía la última palabra en el camerino, ¿también es así en casa?

Mamá es el polo a tierra de papá. Ella es una mujer muy prudente e inteligente, y solo alguien así es capaz de complementarse con el carácter de papá. Ella es quien siempre ha tomado todas las decisiones en casa, desde las más pequeñas hasta las más importantes; tanto así, que yo nunca vi a papá comprar un carro, un apartamento, una camisa o un par de zapatos.

La serenidad también ha sido una de las grandes virtudes del médico Gabriel, a pesar de su fuerte carácter…

Sin duda. Papá siempre ha sido un hombre de temperamento fuerte, pero tranquilo y respetuoso. Nunca respondió a una agresión verbal, ni en los estadios ni en la calle. Solo había un tema que lo mortificaba, aunque no lo expresaba, y era cuando iba con el América a jugar al estadio Romelio Martínez de Barranquilla. El narrador Édgar Perea, ya fallecido, tenía mucha sintonía en el estadio, y cuando papá salía a la cancha, él decía “Ochoaaaaa” y la afición contestaba “hijuepuuuuutaaaa”. Papá se enojaba mucho, pero no respondía nada.

¿Qué decía de la prensa?

En la época en que papá fue técnico la prensa deportiva en Colombia era muy empírica. Papá hablaba con los periodistas, a veces hasta con tono pedagógico para explicarles cosas, pero muchos lo calificaban de soberbio y petulante.

Les decía: “No se metan en mi sitio de trabajo, que yo no me meto en el de ustedes”. Hubo muchas fricciones con la prensa local y colombiana: se enfrentó con Iván Mejía Álvarez y con Óscar Rentería, pero siempre estaba dispuesto también al diálogo, a las disculpas de parte y parte. Ya en los últimos años de su carrera prefirió alejarse de la prensa y no desgastarse en peleas con los periodistas. Sin embargo, fue muy cercano a varios de ellos, como los mismos Mejía y Rentería, y el doctor Hernán Peláez.

¿Cuál fue el momento en que más feliz vio a su padre?

Sucedió en el fútbol, definitivamente, cuando América ganó su primer título en 1979 de la mano de papá. Él estaba totalmente embriagado de felicidad en el camerino. Y diría que hubo otro momento de felicidad plena, y fue en el campeonato de 1982, logrado en Bogotá frente a Millonarios, con gol de Juan Caicedo de media distancia. Papá no quiso dar la vuelta olímpica en El Campín ni que los jugadores lo hicieran, por respeto a Millos, ese equipo que también hace parte de sus amores.

¿Cuál es el Ochoa que Beto, su hijo menor, también médico y amante de los caballos y el fútbol, conoció?

Un hombre genéticamente ganador en todas las instancias de su vida. Cada célula suya, cada hormona y su ADN estaban hechos para el triunfo.


Tomado del diario EL TIEMPO