Ian Curtis (Joy Division), el poeta que admiraba a Margaret Thatcher

Factory Records: Bernard Sumner and Ian Curtis of Joy Division, on stage, New Osbourne Club 'Factory' gig, Miles Platting, Manchester, 1980

En el 40 aniversario de la muerte de Ian Curtis, Jon Savage publica en España la llamada «biografía definitiva» de la banda con detalles sobre el carácter de los de Manchester, unas memorias colectivas que hablan de la adscripción política de Ian Curtis o de la paternidad del sonido de «Unknown Pleasures»

Por: Ulises Fuente

La Razón (Es)

De todos los grupos de la historia, Joy Division son seguramente el más fantasmal que haya existido. Por su corta vida, por lo escaso de los materiales gráficos y sonoros que dejaron juntos, por el fatal destino de Ian Curtis, el genio que hace ahora 40 años se suicidó colgándose en la cocina. Otra cosa que tienen los fantasmas es que hablan muy poco. Y los integrantes de Joy Division se comportaban como un grupo de espectros los unos con los otros. Eran amigos, formaban una familia, pero realmente nadie sabía cómo se sentía el resto. Ni qué pensaba. Por eso, además de por su enorme importancia musical, se ha escrito tanto sobre ellos y el interés no decrece. Son personalidades herméticas que Jon Savage, periodista británico, coetáno de la banda y testigo de la escena del momento ha ido desentrañando en diversos trabajos, como «Touching Froma Distance», las memorias de la mujer de Curtis, artículos en revistas y el documental de 2016 «Joy Division». Ahora publica en España la que se toma por «biografía definitiva» de la banda de Manchester, con un título a la altura poética de los textos de Curtis: «Una luz abrasadora, el sol y todo lo demás» (Reservoir Books), que aborda asuntos como la adscripción política «tory» (conservadora) de Curtis o la autoría del sonido del emblemático «Unknown Pleasures», que se debe al productor Martin Hannet, en contra del criterio de la mitad de la banda.

Ambición y capacidad

Savage fue testigo de la eclosión de la escena y escribió una crónica del concierto que dieron Warsaw (el nombre del grupo antes de convertirse en Joy Division) en octubre de 1977. «Me parecieron un grupo interesante, porque sus ambiciones estaban muy por encima de sus capacidades. Aunque su actuación no fue muy buena, escribí cosas agradables de ellos», explica a este diario Savage en videollamada. A partir de ahí, tanto el manager de la banda, Rob Gretton, como el factótum del sello discográfico y de la movida de Manchester, Tony Wilson, contaron con él. «Sin embargo, no llegué a estar muy cerca del grupo, porque había tenido malas experiencias. Fui amigo de Mick Jones de The Clash en el 76 y también tuve relación con Susan de Siouxsie And The Banshees y en ambos casos hicieron un magnífico primer disco y una mierda en el segundo. Y tuve que escribir de ello. No fue nada agradable, así que cuando llegué a Manchester ya no quería ser amigo de grupos. De todas formas, ellos (Joy Division) eran muy herméticos. Estaban en su propio mundo y no buscaban relación con nadie», explica el autor.

La ciudad todavía era un enorme suburbio. Se dice que el comunismo surgió cuando Marx y Engels echaron un ojo a la clase de inframundo industrial que era Manchester, la primera ciudad fabril de la historia. Sucia y deprimente. Bernard Sumner, guitarrista de la banda, describe el entorno: «Vivíamos en una especie de privación sensorial. Siempre estabas buscando la belleza porque era un lugar feísimo. No creo que llegara a ver un árbol hasta que cumplí nueve años», rememora en el libro. Un paisaje brutal, hostil, en el que la música era un buen refugio para un grupo de jóvenes que vieron en el punk la respuesta a sus preguntas. Con tres acordes bastaba, así que se hicieron con unos instrumentos baratos y pasaron de hablar de música a hacerla. Cuando conocieron a Ian Curtis, vestía una larga chaqueta militar con la palabra «Odio» escrita en la espalda y el corte de pelo de un estudiante de geografía. Le encantaba Kraftwerk, The Velvert Underground y The Stooges. «Siempre quería llevar la música a otro nivel, le atraían los extremos de la vida. Quería hacer música extrema, sin medias tintas», recuerda Sumner. Curtis era un chico esencialmente bipolar, pero divertido, lo cual es uno de los primeros malentendidos en torno a su figura, percibida siempre con la perspectiva de su suicidio. Lo fue, al menos, hasta que los ataques de epilepsia le impedían casi actuar. Era culto pero no estirado. Tenía un lado oscuro pero otro luminoso y bromista. La frustración podía sacarle de sus casillas, tenía una personalidad algo explosiva. Pero mientras controlase la situación, podía ir al pub a beber con sus colegas y al día siguiente pasarse la tarde leyendo poesía cual príncipe romántico. También era, según le define su amigo de la infancia Iain Gray, como «un joven servidor público. Pertenecía a la clase trabajadora acomodada, que era algo que por entonces ya existía. Eso era antes de Thatcher, pero él ya simpatizaba con los ‘‘torys’’. Tenía ambiciones, estaba motivado», cuenta de él. Curtis era, entonces, a la vez, admirador del punk de Iggy Pop y de la Dama de Hierro.

La parafernalia nazi

De Curtis emanaba todo el imaginario del grupo. Estaba fascinado por la mitología y por el ocultismo. Leía novelas de ciencia ficción, a J. G. Ballard y a Burrgoughs. El cantante estaba fascinado con la parafernalia nazi, pero como elemento estético o literario. El nombre del grupo, surgido de una unidad del ejército nazi que se encargaba de establecer prostíbulos no era una declaración de intenciones. Vestían ropas militares, en parte como provocación pero también porque resultaba conveniente. Iban a una tienda de boy scouts donde compraban camisas de explorador y equipamiento militar por peniques. «El punk consistía en romperlo todo. Romper tu vida, romper tu armario», dice Peter Hook. Pero también compraron muchas veces en las tiendas Oxfam de segunda mano, casi de beneficencia. Para la mujer de Ian y madre de su hija, «le gustaba toda aquella pompa, los uniformes y los alardes. Por otro lado, le parecía que Margaret Thatcher era fantástica», explica la viuda, que cuenta que Ian Curtis rechazaba la confrontación y se negó a discutir con ella «la parafernalia nazi porque sabía que no pensábamos lo mismo al respecto. Si sacaba el tema, se quedaba callado». Sobre la admiración de Curtis por Margaret Thatcher, Savage se muestra irónico: «Bueno, ya sabes, la gente puede hacer elecciones terribles y pese a todo hacer música maravillosa. Pero es cierto que no sabemos qué habría pasado si hubiera vivido unos años más. Todos los miembros de Joy Division estaban sometidos a un proceso de aprendizaje enorme en los tiempos que Ian se quitó la vida. Venían de un lugar provinciano, de mentalidad cerrada, y estaban empezando a trabajar en Europa y a viajar cuando todo se acabó. Se estaban abriendo, quién sabe qué habría pasado», se pregunta el escritor.

Otro de los asuntos que quedan bien claro en el volumen es la paternidad del sonido de «Unknown Pleasures», que corresponde a Martin Hannet el peculiar y muy fumador de costo productor del álbum. «Bernard y yo debemos ser las únicas personas en este maldito mundo a las que no les gusta ‘‘Unknowk Pleasures’’ porque no suena a como éramos en directo, sino que parece unidimensonal», asegura en estas memorias colectivas Peter Hook no quería que su debut discográfico fuera melancólico, sino que se pareciese más «a una patada en la boca». Así es como Joy Division sonaban en directo, como sus admirados The Stooges. Incluso como una banda de «heavy metal». Pero Hannet lo llevó a un terreno psicodélico, etéreo en lugar de poderoso. Molestó mucho al bajista y a Bernard Sumner. Pero resulta que a cambio le encantaba a todo el mundo, así que se callaron. «Nos tragamos el orgullo y salimos adelante», admite el guitarrista. Además, el sonido encajaba con el mensaje de las letras de Curtis, que no representaban tanto un ataque contra el mundo, que era el mensaje del punk, sino más bien la asunción de que el mundo era un lugar peligroso y extraño.

En el libro también se abordan temas espinosos, como la infidelidad de Ian Curtis con Annik Honoré, una periodista belga, y se recoge el testimonio de su mujer, Debbie, que se sentía anulada a su lado. Con el disco llegó el éxito y también la presión interna de Curtis. Al principio hacía bromas con sus ataques, los fingía en medio de uno de sus bailes y luego sonreía, pillo, al resto de la banda. Pero, poco después, sus compañeros solo podían ver cómo se iba precipitando y nadie sabía cómo pararlo, ni qué decirle. Y eso es lo que perduró, degraciadamente. «El suicidio, sí –dice Savage–. Eso le da a la historia de la banda esa apariencia plomiza y triste. Eran intensos pero también en el buen sentido. Hacían letras tristes porque estaban muy vivos. Eran un grupo de directo y eso es siempre una celebración de estar vivo. Pero es cierto que ambas tendencias estaban ahí y a veces una iba en contra de la otra».


Tomado del portal del diario La Razón (Es)