La caverna infinita

Foto: 'BC-AD, herramienta contemporánea de sílex' (2011), de Ami Drach y Dov Ganchrow. GEORGES MEGUERDITCHIAN

Una exposición en el Centro Pompidou analiza el papel que jugó la prehistoria como matriz conceptual de las vanguardias y examina sus huellas en el arte contemporáneo.

Por: Álex Vicente

Babelia / EL PAÍS (ES)

“Sobre la sombra que yo soy gravita / la carga del pasado. Es infinita”. Esos dos versos extraídos de un soneto de Jorge Luis Borges, iluminados en un oscuro pasillo, dan comienzo a la insólita exposición veraniega que el Centro Pompidou dedica a la relación entre el arte moderno y contemporáneo y el concepto de prehistoria. Junto a ese poema aparece un cráneo del hombre de Cromañón, descubierto en 1868, que convive con El tiempo, extraña acuarela sobre gasa y yeso que pintó Paul Klee mientras el continente se enzarzaba en guerras autodestructivas. La yuxtaposición conduce al visitante hacia el abismo temporal que debieron de sentir los artistas nacidos en el último tercio del siglo XIX, cuando la vida humana en el planeta empezó a contarse en millones de años, a medida que eran descubiertos los primeros objetos simbólicos del Paleolítico.

La tesis de la muestra es que ese constructo cultural al que seguimos llamando prehistoria, cúmulo imaginario de realidades distintas y episodios diacrónicos, constituye la matriz conceptual de la que surgirá el arte moderno. La ruptura con el viejo esquema historicista, que llevaba a pensar en un pasado poblado por quimeras y gigantes, marca una separación en la psique del artista. El estudio profundizado de este preámbulo brumoso, que dota al hombre de un origen científico pero sigue sin resolver el misterio de la existencia, funcionará como “un motor de pensamiento” para los impulsores de las vanguardias, en palabras de la comisaria de la muestra parisiense, Cécile Debray, actual directora del Museo de la Orangerie. La exposición eleva a los artistas al rango de “coproductores” de la noción de prehistoria junto a la comunidad científica. Con esa actual temporalidad llega una nueva manera de entender el mundo y la condición humana. El arte y sus representaciones no quedarán al margen de ella.

No se trata de establecer una simple comparativa de motivos comunes entre la pintura rupestre y el arte moderno, como ya han hecho muchas otras exposiciones desde hace décadas. La misión consiste en observar los efectos que esa brecha tendrá en la creación artística, que se colmará de formas orgánicas, ruinas ficticias y preocupaciones cósmicas que parecían ausentes, hasta entonces, del lenguaje pictórico. En la segunda sala, distintos cuadros de Cézanne contienen esa huella prehistórica, aunque nunca a través del calco más burdo, sino de la evocación de los paisajes minerales que descubrió durante sus exposiciones con el geólogo Antoine-Fortuné Marion. Odilon Redon también opta por el subtexto y la alegoría en lienzos como El silencio eterno de estos espacios infinitos me asusta (1870), protagonizado por un individuo de aspecto simiesco que contempla la aterradora inmensidad de la naturaleza y del cielo. En sus obras, pobladas por siluetas solitarias que parecen habitar en cuevas lúgubres, se produce un curioso solapamiento del imaginario romántico y el del hombre de las cavernas.

Por su parte, Lucio Fontana convierte la materia fosilizada en escultura abstracta y Max Ernst usa en sus cuadros la iconografía de la estratificación geológica, que permitió fechar la insospechada antigüedad de la tierra. La utiliza para esbozar paisajes donde los hombres brillan por su ausencia, en los que solo hay vestigios industriales de una civilización pasada, como si fueran posibles vaticinios de una futura extinción humana. Si desaparecieron los dinosaurios, que se volverán omnipresentes desde comienzos del siglo XX en la cultura popular, ¿por qué debería tener mejor suerte nuestra especie? Otro ciclo de interés está protagonizado por las venus paleolíticas, descubiertas durante las primeras décadas del siglo XX en distintos puntos del mundo, que provocan una fascinación casi erótica en artistas como Picasso y Giacometti. Los dos artistas poseyeron sendos moldes de yeso de la venus encontrada en Lespugue, al pie de los Pirineos franceses, durante los años veinte. Esas representaciones antropomorfas y de extraña volumetría inspirarán buena parte de su producción, pero también obras de Henri Matisse, Jean Arp, Hans Bellmer, Joseph Beuys o Louise Bourgeois, concentradas en otro rincón de la muestra.

En España, la Escuela de Altamira supuso una efímera experiencia de modernidad artística en pleno franquismo, de la mano de una comunidad internacional liderada por el pintor Mathias Goeritz, el escultor Ángel Ferrant y el intelectual Ricardo Gullón, que definirá al hombre prehistórico como “un maestro contemporáneo”. Su discurso influirá en la ejecución de los tótems actualizados de Barbara Hepworth y las constelaciones de Joan Miró, que parecen reinterpretar el lenguaje simbólico del arte parietal. El paso al Neolítico y su dominación agrónoma de la naturaleza inspirará varias experiencias enmarcadas en el land art, que la muestra ilustra con el Snake Circle de Richard Long o el Spiral Jetty de Robert Smithson. El mismo tipo de simulacro prehistoricista guía la obra del italiano Pinot-Gallizio, uno de los fundadores de la Internacional Situacionista y padre de la pintura industrial, que resucita el estilo rupestre en su Caverna de la antimateria (1959) y en falsos frescos como La notte cieca (1962), que la muestra hace dialogar con un mural a base de arcilla esparcida sobre los cristales del Pompidou que Miquel Barceló ha realizado expresamente para la ocasión.

El arte contemporáneo ha usado otras estrategias para remitirse a lo prehistórico que los maestros de las vanguardias. La caverna, ese lugar situado al margen del tiempo en el que uno se adentra para desaprender lo que ya sabe, fue reinterpretada por Carl André como una modelización minimalista en Hearth (1980). Las venus anamórficas de Bertrand Lavier y Marguerite Humeau, la extinción de los dinosaurios relatada por los hermanos Chapman, las instalaciones de terracota de Giuseppe Penone, las piedras adulteradas de Ami Drach y Dov Ganchrow o los fotograbados de Tacita Dean, paisajes detenidos en la historia que uno no sabe si ubicar antes o después del apocalipsis, completan el recorrido de la muestra por el arte contemporáneo con mayor inquietud prehistórica. En el tramo final, teñido de la reflexión política y ecológica que vehicula la noción de Antropoceno, omnipresente en el arte de nuestro tiempo, Pierre Huyghe proyecta Untitled (Human Mask), protagonizado por un simio que se pasea, con una máscara humana, por un restaurante abandonado tras la catástrofe de Fukushima. Ese vídeo pone al visitante en su lugar, recordándole su condición de mota de polvo en la historia del universo, susceptible de desaparecer de la noche a la mañana si la obstinada civilización que instauró su especie sigue sin querer cambiar de rumbo.


Tomado del suplemento cultural Babelia del diario EL PAÍS (ES)