La literatura híbrida se abre camino

Foto: Desde la izquierda: Quan Zhou Wu, Mohamed El Morabet, Najat el Hachmi y Margaryta Yakovenko. SAMUEL SÁNCHEZ

Entre el desarraigo y las problemáticas raciales, los hijos de la inmigración luchan por hacerse oír y ampliar los márgenes de lo que significa ser un escritor español

Por: Jorge Morla

Babelia / EL PAÍS (ES)

“James Joyce decía que cada escritor debería tener una experiencia de exilio, porque solo así se pueden escribir cosas con peso”, recuerda la escritora Monika Zgustova, nacida en Praga en 1957. Sin embargo, y a pesar del (auto)exilio a Alemania, ­Joyce nunca dejó de escribir en su lengua materna (el inglés), al contrario que Joseph Conrad, que llegó al inglés desde el polaco; Nabokov, que saltó del ruso al inglés, o Milan Kundera, que pasó del checo al francés. Un cambio lingüístico que conoce bien la propia Zgustova, llegada a España en 1983 y que ahora escribe sus novelas en checo, español y catalán. “España es como un niño inocente, pero bien predispuesto. Solo le falta experiencia a la hora de asimilar otras culturas en su literatura”, sostiene. El exilio, la emigración voluntaria o la herencia de tener padres migrantes son elementos que otros países han sabido articular dentro de sus narrativas, y así nombres como el de Hanif Kureishi (hijo de paquistaní) o Zadie Smith (hija de jamaicana) se inscriben por derecho propio en la tradición literaria inglesa, como en la francesa lo hacen firmas como Marie NDiaye (hija de senegalés). En España esas voces mixtas, esas personalidades nacidas entre dos aguas que hablaban español en la escuela y chino en el restaurante de sus padres, o castellano en el instituto y árabe en sus reuniones familiares, luchan por hacerse oír.

Cuatro de estos autores se reúnen para EL PAÍS: los escritores de origen marroquí Najat el Hachmi y Mohamed El Morabet; la creadora de cómics Quan Zhou Wu, de padres chinos, y Margaryta Yakovenko, escritora nacida en Ucrania. Ellos comparten sus experiencias propias a la hora de edificar su propia identidad. Un camino, el de construirse a sí mismos en medio del desarraigo, que afecta a muchos otros escritores de muchas maneras.

Munir Hachemi (Madrid, 1988), que el año pasado publicó Cosas vivas con Periférica, recuerda solo un incidente racista, pero lo marcó a fuego. Era martes, 11 de septiembre de 2001. En su colegio sacaron al patio a todos los alumnos para guardar un minuto de silencio por un suceso que a ninguno le quedaba claro, y el típico matoncete le miró y le dijo que su padre seguro que estaba contento, porque era un terrorista. Su padre era Moussa, nacido en Argel en 1955. “En ese momento sentí una diferencia que no había notado”, cuenta Hachemi, que nunca ha dejado de hablar árabe con su padre y que hasta los cuatro años vivió a caballo entre España y Argelia. Su primera palabra fue en árabe y llegó a vivir dos años en la trastienda del negocio de su padre en Antón Martín: una tienda de chamarilería que mezclaba baratijas con imponentes alfombras bereberes.

Hachemi recuerda esa anécdota del año 2001 como decisiva, pero pronto comienza a bucear en su memoria y otras salen a flote. “Me acuerdo también de una profesora, cuando tenía unos ocho años”, relata. Su padre, ateo, siempre le había dicho que los seres humanos somos, en puridad, animales. Cuando Hachemi le contó esto a la maestra, esta le miró, extrañada. “Me dijo: ‘Quizá en tu religión consideráis que un hombre es igual que un cerdo [aquí hay que reconocer que la mujer lo clavó], pero nosotros no”, cuenta el escritor. “Eso te hace ver una diferencia que yo no veía. Yo era del Madrid, jugaba a la Play Station con mis amigos… y de repente había un muro entre nosotros que antes no estaba”.

Eso en cuanto a lo vital. Hachemi señala que ese tipo de actitudes le hizo acercarse a posiciones mucho más de izquierdas que las que su entorno, de clase media, propiciaba —sí, ahora es del Rayo Vallecano—. Y en cuanto a lo literario, si bien reconoce que no ha tenido demasiado contacto con la literatura argelina, sí se contagió de la forma que tenía su padre de contar historias: dando muchos rodeos. “Eso es algo muy del Magreb, que me ha influido mucho”. También recuerdo tener desde muy pequeño, en casa, Las mil y una noches”. Confiesa que lo ha leído decenas de veces.

Al contrario que Hachemi, que se encontró con una carga inesperada, para Najat el Hachmi su herencia es algo que siempre ha llevado a cuestas. Nacida en Nador, Marruecos, en 1979, su dominio de la lengua es algo construido de cero desde que llegara con sus padres, Malika y Boujemaa, a Vic a los ocho años. “Mi lengua materna ni siquiera es el árabe, es el bereber rifeño; una lengua oral, no escrita”, explica. “Mi familia y yo hicimos este proceso de conversión lingüística de la nada, sin ningún soporte ni diccionario. Pero fue estupendo hacer ese proceso metalingüístico: saltar de una lengua a otra [en su caso, también del catalán al castellano] no fue un problema, sentía que crecía, me transformaba. Suena a tópico, pero fue una riqueza”.

“Lo que más cuesta a la hora de abrirse camino en el terreno literario”, dice El Hachmi pensando en sus primeros libros publicados, “es quitarte la etiqueta paternalista. Recuerdo leer: ‘Una chica marroquí gana el Ramon Llull’. Es muy difícil luchar contra eso”. Ella obtuvo el Premio Ramon Llull de novela en 2007 por L’últim patriarca (El último patriarca), y en 2015 ganó el Sant Joan de narrativa con La hija extranjera (Destino).

De origen marroquí es también Mohamed El Morabet, nacido en Alhucemas (Marruecos, 1983) y que vive en Madrid desde 2002. Su primer contacto con el español “fue a través de la televisión española”. Hizo la selectividad a distancia y desde 2002 vive en Madrid. “Llegué con 700 euros en el bolsillo. Desde entonces estoy en un choque, no cultural, pero sí económico”. Su principal batalla fue por no desclasarse, pero su identidad cultural la fue construyendo sin problemas. “Y creo, precisamente, que esa identidad cultural fue mi caparazón”. Alérgico a las opiniones inflexibles y a aquellos que siempre saben qué pensar de cualquier cosa, El Morabet reconoce que su influencia literaria fue española: sobre todo Vila-Matas, guía estético y prescriptor, en cuya web salió la primera reseña de la primera novela de El Morabed: Un solar abandonado, que narra la vuelta a Alhucemas de un joven tras pasar varios años en Madrid. “Lo que yo hice con el español fue adquirir un compromiso ético”, confiesa sobre su proceso de creación. “Quiero hacer lo que un escritor tiene que hacer: adquirir una lengua, y al final del camino sentir que le has devuelto algo a esa lengua”.

“En parte”, explica Najat el Hachmi sobre su propio proceso creativo, “escribo porque al hacerlo me siento plena: no necesito definirme, ni justificarme, ni explicarme. Se derriban los muros que ven los demás, no yo”, cuenta. “Con Kureishi, con Zadie ­Smith, el lector asume que forman parte de la literatura británica. Aquí cuesta más”, dice El Hachmi, que sobre su influencia literaria coincide con Munir Hachemi: “Siempre creí que era escritora porque era muy lectora, pero luego me di cuenta de que había estado expuesta a la oralidad de mi pueblo. Y eso era algo literario. Al escribir, rescataba ese algo oculto en mi interior”. “Sin embargo”, puntualiza, “aunque mi experiencia es muy importante, y es el fondo temático de mi obra, no lo es todo. Hay libros interesantes testimoniales, pero yo quiero huir de eso”.

Volviendo a Monika Zgustova, decana de esas voces mixtas en España, la autora cree que ha habido un cambio importante en la sociedad. “Desde hace seis o siete años siento que estoy plenamente integrada en el mundo literario español”, confiesa. Ya no es “un bicho raro”, sino una escritora española más cuyo apellido no produce risa (como causó la primera vez que lo dijo en público). “En todos mis libros hay reflexiones sobre cómo afecta este cambio, es algo presente continuamente”, explica, antes de apuntar que cree que “España, en general, es un país muy poco racista”. Una buena experiencia integradora la tuvo Margaryta Yakovenko. Nació en 1992 en Ucrania, pero en su casa se hablaba ruso. Sus padres se mudaron tras la caída del telón de acero, cuando todos sus ahorros se esfumaron de un día para otro, y ella creció hablando ucranio en la escuela. A los siete años la familia llegó a un pueblo de Murcia, a Los Alcázares. “En español, solo sabía decir buenos días y gracias”, recuerda.

Al ser la primera inmigrante ucrania, el colegio, que era público, empleó unos recursos enormes en ella. La maestra Rosa se convirtió, casi, en una profesora particular con la que hablaba en interminables sesiones después de las clases. Sin embargo, ella no sintió un choque, y “a los pocos meses sabía español”. Pasó de curso sin problemas y sus padres, Vitaliy y Svetlana, le adjudicaron el papel de diccionario. De cartas a textos jurídicos, era la encargada de traducirlo todo. “Cuando hablo en español pienso en español, y cuando hablo en ruso, pienso en ruso”, cuenta. Pero al final el español se impuso: “Es la lengua en la que reflexiono, escribo y quiero. Nunca he dicho te quiero en ruso”.

En septiembre publicará Desen­cajada (Caballo de Troya), en la que cuenta la historia de su padre, al que adjudica una voluntad de ser siempre errante. “Admiro su capacidad de adaptación al llegar a un nuevo país”. Al ponerlo en papel, se reconoció en ideas y reflexiones que comparte la protagonista, alguien muy similar a ella que también cuenta su propio proceso con el exilio. “Pero no soy yo”, sentencia. Para ella la novela no ha sido una terapia. “Pero me ha ayudado a entender. Creía que era una historia que tenía que contar para desbloquearme”. Entendió que había que exorcizar esa temática identitaria para hacer lo que quería. ¿Y qué quería? “Escribir. Pero no cosas de inmigrantes”.

A veces la lucha con la lengua no es un problema, pero sí la descolocación racial. El poeta y cantautor Marwan (1979, Madrid), de padre palestino, siempre ha hablado español con él. “La gente se sorprende. Mi padre habla español mejor que nadie”, cuenta por teléfono desde Sheffield, donde se encuentra grabando un disco. Testigo en carne propia de la guerra de los Seis Días, su padre llegó a Madrid para estudiar a los 18 años. A él y a la cuestión palestina le ha dedicado canciones y poemas Marwan, que cree que a esa herencia sentimental debe su sensibilidad. Y a su herencia genética, debe, por ejemplo, la paliza que un profesor le propinó cuando tenía 11 años. “Siempre escuchas a alguien que te llama ‘moro’ por aquí o por allá. Pero episodios como el de la paliza de ese profesor racista no han sido frecuentes”, cuenta.

También han cimentado su carrera en español escritoras afrodescendientes como Remei Sipi (isla de Bioko, 1952), autora de Mujeres africanas: más allá del tópico de la jovialidad (Wanafrica). Sipi nació en Guinea Ecuatorial, de donde también viene el padre de Lucía Mbomío (Madrid, 1981), columnista de este diario que el año pasado publicó Hija del camino, que narra la vida de una mujer de madre blanca y padre negro, siempre entre dos aguas. Casos como los suyos demuestran que la herencia va más allá del combate entre dos lenguas, pero a veces la lucha lingüística es algo fundamental en la construcción de la personalidad.

A principios de los ochenta, Zhaoxiong y Xue Hong, o sea, José y Rosa, los padres de Quan Zhou Wu (que firma sus viñetas y cómics como Gazpacho Agridulce), llegaron a Algeciras, donde montaron un restaurante chino. Ella nació en 1989, y desde pequeña sus compañeros se encargaron de señalarle unas diferencias que ella no veía: “No entendía nada. Yo nunca me había visto diferente”, cuenta. “Hablaban de ojos redondos y yo pensaba que se referían al iris. Me miraba en el espejo y veía que el blanco era igual”.

Zhou ha hecho de los conflictos de identidades, los malentendidos y los choques culturales la base sobre la que ha cimentado sus viñetas. Sus padres, ya jubilados, viven ahora a caballo entre China y España. Para ellos las tradiciones son importantes. Hace tiempo que a su madre se le pasó la idea de que ella debía casarse con un chino, pero quieren morir allí. “Tienen la tumba comprada”, confiesa. En 2014 sacó su primer cómic con Astiberri (Gazpacho agridulce), al que siguió en 2017 Andaluchinas por el mundo. Este año publicará una nueva historia, ya liberada de la temática identitaria (y de su seudónimo).

Sus padres practicaron un “español de guerrilla” en el restaurante, donde ella ayudaba. Y aunque ella comenzó a pensar en español, pero con ellos hablaba qingtian, un dialecto que han ido mutando, mezclando con expresiones españolas. En una de las diferentes ponencias que ha realizado (ha dado charlas en Estados Unidos, China o Suecia de lo que significa la identidad mixta), coincidió con el sociólogo cubanoamericano Alejandro Portes y se apropió de una de sus frases: “Hemos escapado de la dictadura de tener una palabra para decir una cosa”. Su descolocación la comparte su amigo Chenta Tsai (Taiwán, 1991), que se dio a conocer como Putochinomaricón, cantante y músico y también columnista de EL PAÍS que el año pasado publicó Arroz tres delicias: Sexo, raza y género (Plan B), en el que narra la construcción de su personalidad.

Identidades mixtas, voces partidas, personalidades que buscan su propia patria entre el desarraigo. “Al final”, resume Monika Zgustova, “en realidad ese es el mundo al que nos dirigimos. Todas las literaturas se mezclarán, de la misma manera que todas las culturas se están mezclando”, cree. “Uno irá a una librería y poco importará de dónde sea el autor, porque todos somos, y seremos, un poco de muchos sitios”. La conclusión literaria (y literal) es por tanto obvia: no diga bichos raros. Diga pioneros.

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