Wade Davis retrata las historias de Colombia en el río Magdalena

Foto: Wade Davis / EL TIEMPO

El antropólogo y etnobotánico colombo-canadiense habla de su último libro Magdalena: río de sueños.

Por: Ricardo Ávila

EL TIEMPO

Antes de que saliera a la venta el martes pasado en la tienda virtual de Amazon en Estados Unidos, el libro ya tenía el sello de ‘best seller’. Las críticas elogiosas aparecidas en medios de primera línea como ‘Financial Times’, ‘The Wall Street’ Journal o ‘The Economist’ habían hecho crecer la expectativa sobre el que podría describirse como uno de los sucesos editoriales del año.

(Le puede interesar: Museo del río Magdalena lanza su recorrido virtual)

El título no deja duda sobre su contenido: ‘Magdalena: río de sueños’. A lo largo de más de 400 páginas, Wade Davis, actualmente profesor de la Universidad de British Columbia en Canadá, cuenta la historia de Colombia a través de múltiples personajes y construye un cuadro lleno de matices, cuyo trasfondo son los 1.528 kilómetros que recorre la arteria fluvial desde su nacimiento en el macizo colombiano hasta su desembocadura en Bocas de Ceniza.

Pocas personas han caminado tanto el territorio nacional como este doctor en Etnobotánica de la Universidad de Harvard, vinculado a National Geographic como explorador residente. Así quedó claro en su obra ‘El río’, que cautivó a miles de lectores colombianos tras aparecer en español en 2004. Sus travesías de meses lo han llevado desde la Amazonia y la Orinoquía, hasta la Sierra Nevada de Santa Marta o el Tapón del Darién, a lo largo de medio siglo.

(Le puede interesar: Chiribiquete, cerrado a los botánicos pero de fácil acceso a la mafia)

Quien espere encontrar en ‘Magdalena’ una guía turística se va a llevar una sorpresa. “Un libro inicialmente sobre un río termina siendo una historia, o muchas historias, sobre la historia de Colombia”, anota Davis. Como dice el escritor Héctor Abad, se trata de una carta de amor, de alguien que descubrió el país siendo un adolescente a finales de los años sesenta y se sintió en casa desde entonces.

Pero esa misiva es el resultado de una relación madura, en la cual la pasión desbordada ha dado paso al querer integral, con el corazón y con los ojos abiertos, aceptando a la vez las cualidades y los defectos del otro. El resultado es franco, duro, incluso descarnado, pues el texto no esquiva los momentos oscuros que hemos vivido, comenzando por la violencia, presente desde los tiempos de la conquista.

También hay espacio para la belleza, el humor, la ensoñación y el encantamiento. La biodiversidad, la música y, sobre todo, la gente que habita en la cuenca del río, los compañeros de viaje encontrados al azar, están siempre presentes en el relato de Davis, quien es un firme creyente de que nuestra redención es posible y que esta comienza por limpiar el Magdalena.

(Además: Amores entre la guerra y la discriminación)

Ese mensaje de esperanza será traducido al español y publicado por editorial Planeta el próximo año, con el título ‘Magdalena: historias de Colombia’. En el entretanto, el libro circula en inglés, convocando a personas de las más diversas latitudes. Son ellas las que podrán disponer primero de una herramienta única para entender esta tierra en todas sus dimensiones, incluyendo las complejidades de un país que no deja de asombrar a propios y extraños.

Sobre ese y otros temas, este canadiense, que recibió la nacionalidad colombiana hace un par de años, habló desde su casa en Vancouver con EL TIEMPO. Esta es una versión editada del diálogo que se puede ver en www.eltiempo.com.

Usted es conocido en Colombia por su libro El río, en el cual le sigue los pasos a su mentor en la Universidad de Harvard, Richard Evans Schultes. En ese texto, el río Magdalena aparece mencionado solo cinco o seis veces. ¿Por qué decidió dedicarle más de 400 páginas esta vez?

La del Magdalena es la historia de Colombia, y Colombia, como país, es un regalo del río Magdalena. Pero en el país existe una especie de amnesia sobre el río que le dio la vida. Y yo soy tan responsable como los demás. En los años setenta debí haber cruzado el Magdalena unas cincuenta veces, por lo menos, siempre viajando a las fronteras, al Putumayo, el Guaviare, Chocó o a la Sierra Nevada de Santa Marta, y no tuve ese río presente. El mismo Schultes padeció de este mal: mi profesor tomó miles de fotografías en Colombia que me ayudaron a escribir ‘El río’, y no existe una del río Magdalena.

Habló con muchas personas en este trayecto de cinco años, incluyendo la escritura. ¿Qué quisiera destacar?

Uno de los temas recurrentes a medida que viajábamos por la cuenca era esta sensación de que la gente está consciente de haber tratado el río como un cementerio, de que no ha hecho más que tirarle basura, de darle la espalda. A su vez, lo que uno escucha de las personas ya sea en Nueva Venecia en la Ciénaga Grande, en Bocas de Ceniza, hasta en el macizo colombiano o en pueblitos como La Jagua en el Huila es que también existe la conciencia de que para sanar sus vidas, todos saben que deben sanar el río, y sanar el río es limpiar sus almas.

¿Cuál fue su motivación?

Colombia es mucho más que drogas y violencia. Es la nación más biodiversa del mundo por kilómetro cuadrado; es una tierra con carácter y con espíritu. Colombia es colores y cariño. El realismo mágico de Gabriel García Márquez va más allá del simple periodismo. Él describía lo que vivía. Era un observador. Gabo creció en un sitio donde el cielo y la tierra convergen de manera usual, revelando destellos de lo divino.

Hay un momento en el que describe eso…

En el libro hay una frase que me encanta, algo que una vez me dijo un personaje fantástico, Morita de los Manatíes. Mientras recorríamos una ciénaga muy pequeña (la ciénaga de Paredes en Santander), este hombre me contó cómo los alumnos de la escuela en su pueblo encontraron 75 especies de mariposas. Le dije que me parecía algo increíble, que en todo Canadá, un país tan grande, tenemos quizás unas 150 especies en total. Morita me respondió algo hermoso: “Hermano, la cosa es que en Colombia una mariposa es solamente una flor que puede volar, por eso tenemos tantas”.

(Le recomendamos: La situación del carbón en el país: en problemas serios)

¿Cómo reconciliar esa vida que hay todavía en la naturaleza con la muerte que afecta a un río que, como lo dice en sus páginas, podría ser el ataúd más grande del mundo?

Tiene que ver con el espíritu del lugar, algo en sí volátil. En el libro hablo del milagro de Murillo. Todos nos acordamos de Armero, la tragedia donde 30.000 personas perdieron su vida. Pero pocos saben que ese mismo día, a la vez, ocurrió un milagro en un pueblito justo al lado del Nevado del Ruiz. “Ese día, Dios regresó a Murillo”, me dijo Adelfa, una mujer nacida allí. Por lógica, esa montaña debió haber arrasado a esa población, pero no, eso no pasó. Esta historia refleja la esencia de Colombia. Sí, existe un río que por momentos ha sido cementerio de la nación, y sí, hay cadáveres que pasan con los gallinazos por encima, pero también está Puerto Berrío, en donde los paramilitares dieron la orden de dejar los muertos abandonados, sin sepultar, y, a pesar de las amenazas, algunos se atrevieron a sacarlos del agua, enterrarlos y rebautizarlos, dignamente. Para mí, eso es un acto heroico. Humano. No creo que Colombia sea perfecta. Tampoco niego que haya vivido, y siga viviendo momentos oscuros. En la tradición cristiana creemos en Dios y en el diablo, en que uno triunfa sobre el otro. Por el contrario, en las religiones orientales se acepta más esta dualidad, la cual asocio con lo que veo en Colombia, país donde todo parece con esteroides. Los colombianos viven como aman: con el acelerador a fondo. Se requiere de una entereza muy particular para sobrellevar todo lo que han vivido.

Cita a Borges cuando dice que ser colombiano es un acto de fe…

Cada pueblo es el resultado de su geografía, y justo por eso, tengo cierta fascinación por los arrieros. Hay quienes se emocionan con una sinfonía de Mozart, otros, con una hermosa obra de teatro. A mí me pasa cuando veo a un arriero andando en su mula por un camino de herradura. Siento como si se abriera una ventana y se asomara la historia de Colombia. Esta topografía salvaje e imposible está tatuada en el espíritu de los colombianos: por momentos calmada y entrañable, por momentos intensa y eruptiva. Difícil explicarlo sin sonar ingenuo. Solo sé que desde la primera vez que puse un pie en Colombia, cuando apenas era un adolescente, vibré, resoné y me revitalicé con la energía de su gente. Es un sentimiento muy profundo, casi visceral. La mayoría aterriza en El Dorado y se irrita y queja por el humo de los carros. Yo, en cambio, llego a Bogotá y ahí mismo respiro el aroma de las plantas de la Sabana, la energía de los páramos y ríos.

¿Y por qué le pasa eso?

Tal vez porque fue el sitio donde mi vida comenzó a tener sentido. Tenía 14 años cuando llegué a Cali en un intercambio en 1968. Venía de una familia muy sencilla de Canadá. Mi mamá trabajaba como secretaria en una escuela pequeña y ahorró para enviarme junto a un grupo de niños ricos de Montreal, que se quedaron en unas casas muy elegantes e iban al Club Campestre, mientras yo me quedaba con una familia en Dapa (Valle del Cauca), en la montaña. Nunca había visto o vivido algo parecido: el nivel de energía, de afecto, de calidez. Todo era intenso. Puede sonar tonto, pero cuando uno es joven, esas cosas son importantes. Sentí que pasaba de un mundo en blanco y negro a un caleidoscopio de colores. Fue la primera vez que conviví con gente que entendía las contradicciones de la vida, y que entendía las fragilidades del espíritu humano.

(Puede leer: Ni reconocerles derechos a los ríos ha permitido protegerlos)

Usted dice que “Colombia no se merece sus miserias”. ¿Qué quiere decir?

Hace poco estuve dando un discurso a unas personas jóvenes en California y les pregunté si habían consumido cocaína o si conocían de alguien que lo hubiera hecho, a lo cual la mayoría me respondió que sí. Mi reacción fue decirles que cada uno de esos consumidores era un asesino con sangre de colombianos en sus manos. Puede sonar extremo, pero es verdad. Xandra Uribe es una amiga paisa que en los ochenta tuvo que mudarse de Medellín a Miami, en parte porque su colegio se mantenía amenazado por bombas, las cuales ella confundía con truenos. Al llegar a su nuevo colegio se encontró con compañeros que usaban todo tipo de drogas, mientras se burlaban de ella por haber nacido en tierra de Escobar. Irónicamente, Xandra nunca había probado cocaína ni la conocía. Esta historia es a su vez metáfora de la realidad e injusticia colombiana. Cuando digo que este país no merece sus desgracias, me refiero a que no existe otro pueblo que a pesar de haber vivido una guerra civil por más de 50 años, mantenga viva la democracia, la institucionalidad, y un respeto por las poblaciones indígenas, si se piensa en lo logrado por Virgilio Barco y Martin von Hildebrand en cuanto a resguardos y áreas de protección, así como los alcances de la Constitución de 1991 en reconocimiento a las diversas poblaciones del país y millones de hectáreas de parques nacionales que deben ser protegidas a perpetuidad.

Habla igualmente de los dividendos de la paz…

Hoy el país está en medio de una intensa presión para explotar tierras y bosques que durante mucho tiempo estuvieron aislados del desarrollo por el conflicto. Los efectos corrosivos de la cocaína permanecen, y seguirán comprometiendo la promesa misma de paz y estabilidad, a menos que los gobiernos del mundo tengan el coraje de destruir el comercio ilícito con el golpe purificador de la legalización, una perspectiva difusa a pesar de ser la única solución racional.

¿Por qué es usted optimista a diferencia de la mayoría de los colombianos?

Me parece apenas comprensible ser pesimista cuando se es de un país que ha tenido un conflicto armado de más de 50 años. Carolina Barco, hija de Virgilio Barco, el expresidente, y quien fuera embajadora en Washington, me contó cómo un día prácticamente la desnudaron en el aeropuerto de Dulles (EE. UU.) por el solo hecho de ser colombiana. Aun cuando ofreció sus credenciales, su cargo y posición, se burlaron de ella. Hay algo humillante y traumático en ese legado que han tenido que sufrir varias generaciones de colombianos. Así que quizás soy optimista por no haber tenido que enfrentar esa realidad. Creo que los clichés sobre el país, la estigmatización a la que son sujetos los colombianos, dejan un trauma psicológico, más allá de las heridas directas del conflicto y la violencia.

(Además: Aumento de niveles del río Magdalena asusta en el sur del Atlántico)

¿Qué reacción le gustaría ver a propósito de su libro?

‘Magdalena’ cuenta la historia del país dentro de un contexto, sin emitir un juicio, sin excluir las atrocidades que allí han ocurrido. A su vez, el libro celebra lo maravilloso y mágico, la fortaleza y resiliencia, la entereza y carácter del pueblo colombiano. Quisiera que sirva como un espejo donde los colombianos se puedan observar y reconocer; o como instrumento de autoentendimiento y, por qué no, de reconciliación. Que les recuerde cuánto han resistido y han logrado superar, para que hoy, más que nunca, no se den por vencidos. En cuanto a la comunidad internacional, espero que el libro genere entendimiento y empatía con una nación hasta ahora reconocida por drogas y violencia. Quiero que el mundo entero entienda que de la tierra y espíritu colombianos brota mucho más que eso.

¿Por qué dice que la redención de Colombia pasa por limpiar el río Magdalena?

Creo que uno de los mensajes más contundentes que nos deja esta pandemia es que todos somos criaturas biológicas iguales, en un planeta vivo. También que necesitamos vivir en comunidad para poder sobrevivir. Colombia tiene la suerte de tener más de 80 pueblos indígenas que aún pueden mostrarnos otras formas de habitar el planeta, otras posibilidades. Cuando los barasana, tanimuka o makuna en el Amazonas nos dicen que las plantas y animales son personas en otra dimensión, debemos escucharlos. Si nos dicen que el agua que corre por un río es como la sangre que nos corre por las venas, debemos poner atención. Los mamos de la Sierra Nevada, los arhuacos, koguis y wiwas iban a hacer pagamentos –caminando a veces durante tres meses– hasta llegar a la laguna de la Magdalena, convencidos de que la salud de una comunidad se mide por la forma en la cual tratan al río. Para ellos, la conciencia de la gente está imbuida en el río. Más allá de que esto tenga o no un fundamento científico, lo que importa es su potencia metafórica. La revelación de que somos seres biológicos viviendo en un planeta vivo y que dependemos de los ríos para sobrevivir.

(Siga leyendo: Los secretos mejor guardados de Juanpis González Pombo)

¿Hay esperanza?

A nuestros hijos los bautizamos con agua, no con leche. Es un elemento sagrado, la esencia de la vida. Y aun así, la desperdiciamos y ensuciamos. Sin embargo, los ríos tienen una capacidad asombrosa de regenerarse, como ha sucedido con el Sena, el Támesis y el Hudson. Al igual que estos tres, el río Magdalena e incluso el mismo río Bogotá podrían recuperarse –a pesar de los actuales niveles de patógenos y toxicidad– de una manera relativamente sencilla: dejando de tratarlos como basureros municipales. Imagínense lo que significaría para el mundo que un país atormentado por la violencia recuperara el río que le dio la vida. Como María Magdalena, que de ser considerada una prostituta pasó a ser reconocida como una santa, quizás el pueblo colombiano se reivindique y logre impulsar una transformación similar.

RICARDO ÁVILA
Analista senior
Especial para EL TIEMPO


Tomado del diario ELTIEMPO