La maravillosa experiencia de descubrir mi valor

Foto: Medjugorje

Lorena Moscoso nos cuenta su experiencia personal de cómo descubrió el valor propio como ser humano y como hija de Dios.

En la distancia del horizonte el sol anuncia la llegada de un nuevo día. Un amanecer que trae los tímidos olores y colores de la mañana. Las hojas de los árboles de los tonos más diversos son impulsadas por una leve brisa dejando atravesar la luz del sol hasta posarse sobre la tierra mojada. Las gotas de rocío resbalan delicadamente desde los pétalos de una flor hasta caer en un estanque provocando en sus aguas ondas que se siguen unas a otras.

A lo lejos el canto desordenado de los pájaros, el sonido delicado de las alas de los insectos, la majestuosidad, la gracia, la elegancia y la libertad de un sinfín de animales que habitan pacíficamente en este lugar.

Los ríos atraviesan todo el paisaje, sus aguas corren sin descanso agitadas por llegar a alguna parte. Y en la distancia, alzándose cual fortaleza queriendo alcanzar el cielo, la majestuosidad de una montaña. En la cima, la criatura más perfecta, más solemne, más exquisita: el ser humano.

Para él ha sido creado el cielo y la tierra con todo lo que contiene, para que, según el plan de nuestro creador, domine a toda criatura que lo rodea haciendo de esta creación un lugar más perfecto y más grandioso bajo el brazo de su Dios, que lo arropa y le susurra al oído: “crece”.

A este hombre, Dios, su Padre lo instruye en los secretos de su creación, la tierra le ofrece todos sus frutos sin esfuerzo alguno, los animales le obedecen y le sirven con fidelidad.

Pero la sombra de un hombre no es lo único en aquella montaña, lo sigue muy de cerca una mujer complemento perfecto de esa naturaleza humana.

El ser humano ha sido creado en dos versiones que complementándose encarnan la plenitud de la imagen y semejanza de su Dios.

Un Dios que los ama.

El hombre observa a la mujer y ve en ella a su todo. Ella lo observa y reconoce la finalidad última de su amor, la unidad, la perfección, la santidad de esa unidad.

Él se sabe amado y ella se sabe amada hasta la última fibra de su carne y de su espíritu. Juntos, han aprendido a ser “una sola carne” y esta experiencia de unidad de sus cuerpos y en su espíritu ha dado el fruto más exquisito de su existencia: sus hijos.

Este primer núcleo de amor ha sido abrazado por Dios, protegido como lo más sagrado de toda Su creación.

Dios deseó que llevaran su naturaleza espiritual y no dudó en depositar en ellos esta naturaleza. Les recuerda en lo más hondo de su ser, a Quien pertenecen.

Guardo en mí el conocimiento de Dios. Lo conozco, lo amo, y veo que esa naturaleza de amor lo atraviesa todo.

Sé que Dios ha tejido delicadamente cada centímetro de mi carne, procurándome el calor, las sustancias y los caminos para que mi cuerpo pueda desarrollarse.

Además, en mi alma, que Él me dio, establece su morada para no separarse jamás de mí.

Dios me ama hasta el extremo.

Comprendo el sentido profundo de toda mi existencia. Logro conmoverme con mi vida, con la perfección de su amor y con ese cielo que cambia incesantemente regalándome el día y la noche, revelándome a mis ojos la belleza de los astros más luminosos.

Dios no ha escatimado en nada, no se ha guardado nada, me lo ha dado todo. Sé distinguir que mi pequeñez en manos de mi creador es grandeza. Me sé amada.

Sobre la cumbre de aquella montaña, comprendo que Dios es uno, que la gloria es absolutamente Suya, la eternidad es Suya.

Atravesando la vida de pie, solo encuentro una manera para reconocer esa grandeza. Conmovida y estremecida hasta el extremo, sobre aquella cumbre, ante la majestuosidad del firmamento y la mirada de Dios, me pongo de rodillas y acepto el tesoro de ese amor indescriptible diciendo:

“Yo seré tu Pueblo y tú serás mi Dios”.


Redacción Paz Estéreo, Con información del portal Aleteia.