Leopoldo Marechal, el poeta depuesto

Foto: Archivo general diario La NACIÓN. REPÚBLICA ARGENTINA

El narrador argentino, conocido por su novela Adán Buenosayres, murió hace 50 años.

Por: Harold Alvarado Tenorio

EL TIEMPO

La década de los veinte, hace un siglo, fue de una intensa actividad literaria en Argentina. Y Proa y Martín Fierro, los principales voceros de las corrientes vanguardistas en pugna. Leopoldo Marechal (Buenos Aires, 1900-1970) participó en ambas publicaciones y se convirtió en uno de los líderes del martinfierrismo que enfrentaba el ultraísmo de Jorge Luis Borges.

El principal resultado de este alinderamiento fue Días como flechas (1926), su primer libro. Redactado durante los momentos más agudos del debate, por su abundancia metafórica fue uno de los sujetos de las polémicas.

Marechal es un poeta metafísico que hallaba parentesco entre Belleza y Divinidad, gracias al corolario poético del acto creador.

La novela que publicó en 1948, Adán Buenosayres, es un largo, cínico, escéptico, difícil y no pocas veces desconcertante libro que ha dejado profunda huella en las obras de los escritores posteriores a los años sesenta.

Título que remite a la fundación de la ciudad donde se desenvuelve el periplo narrativo, porque Pedro de Mendoza la bautizó Nuestra Señora Santa María del Buen Ayre, en honor de la Virgen de Bonaria, que protegía a los navegantes.

Marechal, como si ya existiesen los drones, introduce al lector desde las alturas para que divise una Buenos Aires industrial y moderna, que sin ser la cosmopolita y desencantada de los tangos de Santos Discépolo y los aguafuertes de Arlt, es puerto, fábrica y comercio abierto al mundo donde seres y cosas en masa están en marcha, resultado de las doctrinas y consignas de Perón y su hembra Eva Duarte, que les arrojaron hacia “la felicidad” del trabajo incesante.

Luego nos expele al barrio Villa Crespo, donde ingresamos al cosmos de los expatriados, de todas las naciones, todas las religiones, todas las culturas, todas las lenguas.

En los primeros veinte más de tres millones y medio de emigrantes habían ingresado al país de la economía agropecuaria primero; luego levantarían unos diecisiete mil kilómetros de líneas férreas, haciendo de Argentina uno de los países mayores en exportación de carnes y granos. Más de veinte mil millones de dólares se habían invertido en la nación cuando Irigoyen fue derrocado.

Y de Villa Crespo a Saavedra, puerta del infierno dantesco de Cacodelphia, la ciudad oscura, el infierno subterráneo al que se accede por el tronco de un ombú, donde permanecen intactas las tradiciones y las fuerzas telúricas que combaten entre la civilización y la barbarie, entre el gauchaje y el criollismo.

Entonces narra la historia de un joven poeta argentino, en los años veinte, mientras explora su patronímica ciudad en busca de un ser amado en compañía de cuatro intelectuales y amigos literarios (un astrólogo alemán de apellido Schultze, el sociólogo Bernini, el filósofo judío “imbañable” Samuel Tesler y el playboy Franky Amundsen), visitando burdeles y bares mientras van hablando, entre obscenidades y sarcasmos, de Homero, Virgilio, Hesíodo, Dante, Rabelais, o haciendo parodias y bocetos de algunos de sus compañeros de generación.

Una suerte de roman à clef que escarnece, en pleno auge del peronismo, que había nombrado a Marechal director general de cultura del gobierno, a sus amigos “vivos y muertos” a quienes había dedicado la novela y a quienes la tiranía tenía cohibidos y ultrajados.

Uno de ellos, Borges, aparece encarnado en Luis Pereda, un falso regionalista, mal poeta y pobre diablo, miembro de un grupo de noctámbulos obsesionados por el folklore y en especial por el tango.

Pereda es un ser corpulento que se mueve como un oso salvaje y ciego mientras busca –sin éxito– entre un montón de discos, uno donde se oiga la auténtica voz nasal de un primitivo cantor de tangos. “Lo mandan a estudiar griego en Oxford, literatura en la Sorbona, filosofía en Zúrich, ¡y regresa después a Buenos Aires para meterse hasta la verija en un criollismo de fonógrafo! ¡Bah! ¡Un pobre alienado!”, dice Amunsend, que habla por Francisco Luis Bernárdez.

Borges aparece en varias ocasiones más, siempre ridiculizado: camina por barrios pobres silbando viejos tangos, meditando el destino de los compadritos; recita una canción erótica; asiste a un funeral; se emborracha con sus amigos, visita prostíbulos, es llamado “criollósofo y gramático” y “agnóstico de bolsillo”.

Al exiguo argumento hay que agregar una compleja técnica narrativa que refleja la inestable naturaleza de la realidad, vista por el autor como la condición que define la civilización de nuestro tiempo.

En el prólogo cuenta de su amistad con el fallecido Buenosayres y la lectura de dos manuscritos autobiográficos de su amigo. Los manuscritos aparecen como las últimas dos partes de la novela; las primeras cinco secciones son un recuento en tercera persona de la relación de Marechal con Buenosayres y sus compulsivas conversaciones.

Así, distintos niveles de realidad e ilusión juegan unos contra otros para crear una poderosa incertidumbre y ambigüedad en un Buenos Aires mucho más complejo que los creados por otros de sus contemporáneos, o de aquellos preocupados por los asuntos sociales de su tiempo.

El libro recibió, no obstante su enorme importancia, poca atención de la crítica, quizás porque su autor se había convertido en favorito del déspota, ocupando puestos culturales y educativos de importancia.

Luego de su deposición fue condenado al ostracismo por la izquierda y la derecha, pero también es cierto que no existían lectores dispuestos a vislumbrar y menos a entender lo que se les había ofrecido.

Incluidos críticos tan lúcidos como Eduardo González Lanuza en Sur y Emir Rodríguez Monegal en Marcha, que le vieron apenas como una pobre imitación de Ulysses de James Joyce.

“Una gran angustia signa el andar de Adán Buenosayres –escribió Julio Cortázar en 1949–, y su desconsuelo amoroso es proyección del otro desconsuelo que viene de los orígenes y mira a los destinos. Arraigado a fondo en esta Buenos Aires, después de su Maipú de infancia y su Europa de hombre joven, Adán es desde siempre el desarraigado de la perfección, de la unidad, de eso que llaman cielo… Su angustia, que nace del desajuste, es en suma la que caracteriza –en todos los planos mentales, morales y del sentimiento– al argentino, y sobre todo al porteño, azotado de vientos inconciliables”.

Otra de sus obras es El banquete de Severo Arcángelo (1965), escrita luego de la caída de Perón, cuando se vio obligado a dejar sus empleos y tuvo que encarar la proscripción. Sin embargo, la aparición de la novela, que es más corta y concisa que la primera, restauró su prestigio.

Una vez más, Marechal aparece como un personaje de segunda fila reclamando haber tenido la suerte de entrar en posesión de un manuscrito que contiene a la novela. El manuscrito ha sido escrito por un tal Lisandro Farías –viudo de una furibunda feminista, aburrido y frustra-do–, quien, luego de decidir suicidarse, cuenta cómo llegó a ser un invitado de ocasión en la preparación de un extraño banquete que ofrece un rico y misterioso industrial, Severo Arcángelo, mago y metalúrgico, en una de sus fincas en las afueras de Buenos Aires.

Los otros huéspedes, rescatados también de la muerte, representan el periodismo, la enseñanza y la ciencia, símbolos de la condición humana, e incluyen un astrofísico, un filósofo y un payaso de circo.

Los discursos sobre el ser y el tiempo desaparecen con la entrada en escena de una misteriosa viuda, Thelma Foussat, quien los hace encarar consigo mismos. Unos pocos pasan la prueba, pero quienes lo logran descubren el paraíso pues han visto el camino que ofrece Cristo a quienes desean salvarse. Farías, que ha llegado tarde al amor, entiende que ha sido, en vida, su propio espectador.

Escapa entonces del banquete con la convicción de que tanto Papagiorgiou, el marinero frustrado; Frobenius, el astrofísico, y Bermúdez, el antiguo profesor, son espejismos. Farías, mientras muere en un hospital, cuenta la historia de sus aventuras a Marechal.

El eco de la Última Cena y referencias a los treinta y tres años de Cristo (treinta y tres son los invitados al banquete y treinta y tres capítulos tiene el libro) evidencian las intenciones teológicas y ontológicas de la novela, pero es casi imposible establecer con certeza su significado último.

Es de nuevo una suerte de poema épico sobre la vida y las responsabilidades humanas, una interpretación del sentido del poder y la confrontación de la existencia ante un destino desconocido e irresuelto. Marechal quiso hacer un severo retrato del mundo moderno donde el hombre es una víctima, autosatisfecha, de la automatización.

Unos pocos meses después de su muerte fue publicada la más política de sus novelas: Megafón, o la guerra, donde un joven autodidacta de Villa Crespo, ocasional árbitro de peleas de boxeo, termina por creer que toda batalla, individual o colectiva, oculta otros combates intangibles que deben ser derrotados antes de la ofensiva final.

Lo cierto es que alude, como telón de fondo, a la llamada Revolución Libertadora (Fusiladora para los peronistas) de 1955 y a la ejecución del general Juan José Valle, es decir, al golpe militar, civil y religioso encabezado por los generales Pedro Eugenio Aramburu e Isaac Rojas contra Perón que clausuró el Congreso, depuso la Corte Suprema, las autoridades provinciales, municipales y universitarias y traspasó el poder a Arturo Frondizi, quien sería a su vez derrocado en 1962.

Todo ello tejido, en medio de variadas contiendas con olor a pólvora, mientras Megafón trata de rescatar a una muchacha de las garras de un tenebroso rufián que la mantiene prisionera en un burdel de El Tigre, así sea descuartizado y sus despojos rueden por diversos lugares de la metrópoli porque su derrota es el luminoso camino de su gesta.

Con Megafón, o la guerra, Marechal continúa en la búsqueda de lo que sería ser argentino. Discute sobre el tango en un duelo entre Aníbal Troilo, alias Bandoneonista Gordo, que defiende las tradiciones, y Astor Piazzolla, alias Bandoneonista Sanguíneo, que las cuestiona. El debate concluye con la aparición de Discépolo, que dictamina que el tango es infinito.

A Borges solo lo menciona de pasada: “El gran George no podrá venir, está remendando neblinas en la Gran Bretaña”. Hay referencias al destino del cadáver de La Hembra, y en el símbolo de la guerra, que ata el libro, está sin duda la aparición de Los Montoneros, que alcanzaron una de sus cúspides con el secuestro y ejecución de Aramburo, días antes de la muerte del novelista.

Hijo de un mecánico, Marechal creció en las barriadas obreras de Buenos Aires. Cuando terminó la primaria se empleó en una fábrica de cortinas, pero fue despedido por organizar una huelga. En 1919 vio morir a su padre, víctima de la epidemia de la gripe española.

Luego de graduarse en la Escuela Normal de Profesores, se dedicó a la enseñanza, lo que hizo hasta bien entrado en la madurez. En 1926 fue a España y en París conoció a los surrealistas.

El año siguiente fue vicepresidente del Comité Yrigoyenista de Intelectuales Jóvenes que presidía Borges. Tras el golpe que derrocó a Irigoyen, durante la Década Infame, los tres lustros de la “restauración conservadora”, se hizo nacionalista, una variable del fascismo católico de entreguerras.

En su segundo viaje a la capital francesa comenzó a escribir Adán Buenosayres. Durante los años del gobierno de Perón (1946-1955) gozó de prebendas y prestigio. Durante decenas de años fue ignorado y vetado, tanto, como para autoproclamarse Poeta Depuesto.

En 1966 fue a Cuba como jurado de Casa de las Américas, junto a Monteforte Toledo, Cortázar, un juvenil Marsé y José Lezama Lima, cuya obra maestra, Paradiso, acababa de ser publicada en La Habana con setecientas noventa y ocho erratas. “Cuba está realizando –dijo en Granma– una revolución nacional y popular que puede servir de ejemplo a otras que se darán en nuestro continente”.

Hay quienes creen que Borges, Marechal y Cortázar son la Santísima Trinidad de la narrativa argentina.

HAROLD ALVARADO TENORIO
ESPECIAL PARA EL TIEMPO


Tomado del portal del diario EL TIEMPO