Martín Caparrós: “Las religiones se crearon para paliar el miedo a la muerte”

Foto: El escritor argentino Martín Caparrós considera que el periodismo ha dejado de escribir e investigar a fondo sobre los temas que les interesan a los lectores. EFE

El autor argentino presenta en “Sinfín”, su más reciente novela, la idea de un mundo controlado por China, un Estado en el que se crea un cerebro que ofrece la vida perfecta y eterna después del 2050.

Por: Andrés Osorio Guillott

EL ESPECTADOR

¿Es el futuro una posible distopía para nosotros? ¿No es nuestro tiempo la distopía del pasado? ¿No es siempre la realidad aquello que no queremos o que no nos satisface? ¿La vida perfecta y eterna, al no pertenecernos, nos cuesta llegar a imaginarla?

Imaginarse el tiempo de Sinfín es pensar en esas preguntas, es cuestionar un futuro que, ahora más que antes, parece no ser el añorado. Algunas ideas cercanas a nuestro tiempo, con un Estado chino que sirve como objeto para conspirar sobre el poder del planeta, con una sociedad constituida cada vez por más individuos y por menos comunidades, y una pretensión que perdura en la condición humana por la eternidad aparecen una y otra vez en un mundo que ha desdibujado lo establecido y ha pasado a ser lo impensado y también lo soñado por los seres humanos.

Ya ha hablado usted de un temor implícito a la hora de imaginar el futuro del mundo. ¿A qué cree que se debe esa tendencia, al parecer apocalíptica, de pensar el futuro como algo caótico?

El apocalipsis es lo contrario del caos: es un orden muy preciso, el orden de la destrucción ordenada por un dios en el que muchos de ustedes, por razones que se me escapan, creen. De lo que yo hablo es del miedo que nos produce estar frente a un futuro que no ofrece promesas, que no conseguimos ver como algo deseable. Hay épocas que desean su futuro y hacen lo posible por construirlo, y otras que no; esta es, claramente, una de las que no, e imaginan el futuro como amenaza: ecológica, poblacional, política. Esa sensación se ha encarnado y acrecentado en estos meses: el virus presenta el futuro inmediato como una amenaza horrible, ante la cual lo único eficaz es encerrarse, “suspenderse”. Es, en pequeño y concentrado, lo que llevamos haciendo tres o cuatro décadas.

Se experimenta una especie de paradoja cuando la misma lectura lo lleva a uno preguntarse si el paso a una vida perfecta y eterna puede resultar tediosa. En ese sentido, ¿al ser la perfección algo que no nos pertenece es que resulta incómodo pensar en ella? ¿Cómo define usted lo perfecto?

No yo sino los diccionarios definen lo perfecto como lo que ha llegado a un punto en que no necesita ni acepta modificaciones: algo que ya está tan bien que no puede cambiar, o donde cualquier cambio es para peor. La vida eterna que se les ofrece a los personajes de Sinfín no es perfecta: puede estar llena de vericuetos y asechanzas, y eso la hace apetecible. Para mí, al menos, lo es: si yo pudiera, por supuesto que me anotaría para una vida eterna –una 夫, una tsian– de esas que se consiguen en Sinfín.

Al ser narrado como una especie de crónica, el libro tiene un ejercicio de periodismo implícito; incluso en algunos apartados se menciona. Y comento esto para conectarlo con el modo en que se cuenta la historia. ¿Cree usted que el periodismo ha ido decayendo en su veracidad y en su modo de narrar algunos acontecimientos? ¿No es el afán de la primicia y los clics algo que ha dejado de lado la importancia de narrar un hecho o un detalle y hacerlo más duradero en el tiempo?

Bueno, sería cierto si llamáramos periodismo a eso que hacen muchos medios. Yo creo que periodismo es otra cosa: averiguar bien, pensar bien, contar bien. Tan simple como eso, tan poco practicado como eso.

¿Por qué esa cercanía y esas referencias a la cultura y al Estado chino?

Espera treinta años y lo verás. Ups, no, ¿eran treinta días?

¿Qué sería de las religiones sin la idea de la muerte? Hay un roce constante entre ambos elementos en el sentido de que se pregunta si todo lo que hay alrededor de “tsian” es una especie de credo, y si matarse por esa vida perfecta no niega de raíz cualquier intención de una religión, como la católica, por hacer de la fe un vehículo para la vida eterna…

Si no hubiera muerte no habría religiones. Hace mucho escribí una novelita que jugaba con esa idea, Un día en la vida de Dios; era muy entretenido. Está claro que las religiones existen porque tenemos mucho miedo —lógico, inevitable— de morirnos, y entonces nos agarramos a cualquiera que nos dice que no, que no es tan grave, que no se acaba todo, que vamos a tocar el arpa con unos angelitos o a reencarnarnos en una vaca. Las religiones se inventaron para paliar ese miedo, y en general funcionan. Hasta que aparecen épocas como esta, en que muchas personas no creemos en las historias religiosas sobre el más allá, y entonces estamos desnudos, desarmados frente al horror de la nada. Es muy incómodo.

La creación de “tsian” también lo puede llevar a uno a la disputa entre ciencia y religión. Moverse entre una reencarnación provocada por la ciencia, crear la vida eterna y negar la idea natural de la muerte… ¿Cómo decidió trabajar y enfrentarse a temas que siempre han estado presentes en la humanidad y qué conclusiones o enseñanzas le deja a usted esta novela? ¿Siempre que se escribe descubrimos algo que no habíamos visto antes de construir una narración?

Si no descubriéramos algo no habríamos escrito; habríamos, a lo sumo, redactado. Escribir es descubrir, para eso se hace y en eso consiste; aunque, por supuesto, muchos se dediquen a redactar. Y, como te decía: estamos en un momento en que tantas personas dejaron de creer en la respuesta religiosa al vacío de la muerte, y algunos están empezando a buscar una respuesta técnica a ese vacío. Lo que cuento al principio del libro sobre los multimillonarios que comisionan científicos para que acaben con la muerte no es, aunque parezca, fantasía: se está haciendo.

El libro también me lleva a pensar en la fuerza de lo establecido, de lo que consideramos normal. Y de hecho este tiempo ha puesto a prueba ese concepto de normalidad. ¿Por qué el cambio, por qué ese escenario de lo diferente trae consigo siempre una sensación de temor o de desorden?

A otros, quizás. A mí lo que me trae es una sensación de interés y de esperanza. De interés, porque empezarán a pasar cosas que no pasaban y valdrá la pena mirarlas, intentar entenderlas; de esperanza, porque sigo creyendo que este mundo necesita muchos cambios y que irán sucediendo poco a poco. O de golpe, quién sabe.

“El tiempo somos nosotros mismos”, dice una parte del libro. Y la cito porque quiero preguntarle por esa noción. ¿Logramos alterar la relación con el tiempo como dimensión cuando reconocemos o creemos que este puede ser relativo según el espacio y la acción que realizamos? ¿Cómo pasamos a entender el tiempo cuando hablamos de eternidad?

¡Uy, qué pregunta tan atemporal! Y es, al mismo tiempo, un temporal. Hace años escribí una larga novela, que yo sigo considerando mi mejor libro, La historia, que cuenta una cultura donde cada nuevo rey tiene derecho a decidir cuál será la forma del tiempo bajo su mando. Nos creemos que solo existe esta, la forma sucesiva y lineal de la modernidad, y hay tantas otras… Es otra de esas cosas que por comodidad, por costumbre, no pensamos.

¿Cree usted que con el paso del tiempo los Estados, tal como se plantea en el libro, perderán su fuerza y su influencia sobre los individuos? ¿Tiene que ver esto con la presencia, cada vez más fuerte, de la virtualidad?

Todavía no sabemos cómo van a influir los enormes cambios técnicos que estamos viviendo en las formas de organización social y política. Un ejemplo: la democracia representativa es un modelo del siglo XIX creado para el estado del transporte y las comunicaciones de esa época. Ahora no tiene ningún sentido que, como entonces, los habitantes de Cartagena tengan un representante en la capital porque si no, no había forma de que dieran su opinión. Ahora todos podríamos opinar en el momento. Y es solo un ejemplo, pero creo que va a ser fascinante. Solo que son movimientos largos, de esos que los diarios en general no consiguen mirar.


Tomado del portal del diario EL ESPECTADOR