Alejandro Obregón: olor a óleo, pólvora y libros

Foto: Archivo EL TIEMPO

Se celebran 100 años del natalicio del pintor colombo-español, miembro de las tertulias de La Cueva.

Por: Juan Camilo Rincón

EL TIEMPO

Con sus manos aún cubiertas por restos de pintura, Alejandro Obregón, cazaba babillas en el río Magdalena y entraba a la selva, escopeta en mano, a buscar inspiración en los manglares y en la pólvora recién quemada. Así lo recuerda Manuel Zapata Olivella, quien en los años cincuenta le dedicó unas cuantas páginas para una crónica publicada por la revista Cromos, inmortalizada en las fotografías siempre precisas de Nereo.

Cazar no era su único deleite. El artista también encontraba enorme gusto en la literatura. En su vida siempre hubo escritores, desde su muy conocida relación con el premio nobel Gabriel García Márquez, hasta las portadas que diseñó para libros de Meira del Mar, Gonzalo Arango y su gran amigo Álvaro Cepeda Samudio.

Para acercarse al demonio siempre hay una primera puerta. En Barranquilla, ese resquicio era La Cueva, “centro de intelectuales y cazadores” -así rezaba el aviso publicitario que circuló por las calles de La Arenosa en los años sesenta-.

Aquel “asilo de locos estridentes”, como lo denominó uno de los patriarcas de este averno carnavalesco, Alfonso Fuenmayor, donde en la década de los cincuenta confluían el arte y los excesos, acogió en las noches de calor infernal a Álvaro Cepeda Samudio, Orlando “Figurita” Rivera, Alejandro Obregón, Cecilia Porras, Enrique Grau y Gabriel García Márquez, entre un extenso listado de orates que llegaban por el whisky y salían sin recordar su nombre.

Fuenmayor registró muchas de las historias que sucedieron allí, protagonizadas por quienes buscaban tener el nombre más resonante entre los caídos.

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Alejandro Obregón luchó por ser reconocido con ese título, hasta el punto de comerse no uno, sino varios grillos. Domados o no, los insectos terminaban en su boca, frente al asombro de sus compañeros de juerga.

En su libro Crónicas sobre el Grupo de Barranquilla, Fuenmayor despacha la anécdota con hábil prosa, relatando que, una noche de tantas, en su guarida, un saltamontes “se posó suavemente sobre la mesa como si llegara, no a un lugar de perdición, sino a su propio hangar. (…) Alejandro, juntando pulcramente el índice y el pulgar de su mano derecha inmovilizó el insecto, ya que entre esos dedos quedaron aprisionados sus remos posteriores. (…) Aunque yo asistía con intensa atención al pequeño drama que se desarrollaba allí, seguramente me distraje un par de segundos. Inmediatamente vi que Alejandro retiraba los dedos de su boca. El saltamontes, así habría dicho el doctor Marriaga, había desaparecido como por ensalmo. Totalmente engullido, pasó a hacer parte de lo que procesaba en ese momento el aparato digestivo de Alejandro. (…) No tardó él en reconsiderar lo que había hecho y de arrepentirse y le pareció adecuado escupir y escupió verde, verde veronés.”

Después de alimentarse con insectos o pintar en las paredes imágenes a las que alguien terminaba disparándoles, se dedicaba, con algo de resaca, a la revista Cine-Club, uno de los varios emprendimientos culturales del Grupo de Barranquilla, que fundó en 1957 junto a Fernández Renowitsky, Fuenmayor y Cepeda Samudio.

Como integrante del comité artístico de la revista Crónica, dirigida por Fuenmayor y con García Márquez como su jefe de redacción, ilustró desde Europa el cuento “Divertimento” de un joven Julio Mario Santo Domingo para el número 4 de la publicación.

El hombre de los cóndores, las barracudas y la violencia que se desliza en el hilo de sangre de una mujer embarazada y asesinada, también dejaba su legado en espacios menos familiares que el lienzo.

León Felipe: el dedo de la ira

A todo comedor de bichos le llega aquel que lo desdice. Desde el Viejo Mundo, arribó al puerto Caribe un hijo de Isabel de Castilla que, en vez de engullirlos, recitaba en su poema “Estoy en el infierno”: “… agarrándome a sus plantas como las pinzas de un insecto, / clavándome en su carne, / hundiéndome en su sangre / (…) maldiciendo, blasfemando. Porque yo no he venido aquí a hacer dormir a nadie: / ni a los niños / ni a los hombres / ni a los dioses.”

León Felipe, uno de los mejores representantes de la “generación del 27”, aterrizó en suelo colombiano en 1946 y fue recibido como el superviviente literario de la Guerra Civil española. Nacido en la ciudad donde murió Cristóbal Colón, conflictuó con el aire tropical de los locales.

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Leyó su poema “El hacha” en el Colegio de Barranquilla, donde había pedido que fueran invitados miembros de los sindicatos, obreros y estudiantes: “Hay un tirano que sujeta / y otro tirano que desata… / y entre los dos tu predio, libertad. / ¡Libertad, libertad, / hazaña prometeica…”.

En su libro Crónicas sobre el Grupo de Barranquilla, Fuenmayor recuerda que “atacó a Franco por cielo, mar y tierra, y al clero. Pidió a la concurrencia que con él creara varias blasfemias. Su odio entonces lo centraba contra Pío XII, al que despectivamente llamaba Pacelli. Quizá porque se dejó llevar del demonio de la exageración, sus palabras perdieron efecto. Aquello era realmente extraordinario en un conferenciante, pero qué rápidamente el hombre se adapta a lo extraordinario. León Felipe suspendió la lectura para decir que esa misma conferencia la había leído en Panamá y que por poco se forma una revolución. Y agregó: Aquí vosotros nada decís, me escucháis como quien oye llover. Da asco, dijo para terminar. Entonces, al aire tiró las cuartillas que estaba leyendo y el aire las dispersó caprichosamente.”

El público quedó estupefacto frente a ese ataque de ira, tanto que nadie le ayudó a recoger las hojas. En cólera y sin decir una palabra, se fue al hotel y apareció al otro día.

Después del impase fue invitado por Obregón –quien, por cierto, le había hecho un retrato cuyo paradero aún se desconoce- a un almuerzo en un hotel de propiedad de la familia.

En su crónica “León Felipe yerra el tiro”, Fuenmayor lo refiere así: “No habían pasado los convencionalismos protocolarios y las fórmulas sociales, cuando León Felipe se quitó un zapato y enseguida la media correspondiente a ese zapato. La operación siguiente consistió en llevar el pie descalzo a la rodilla de la pierna derecha para enseguida, entre los dedos de su extremidad inferior, introducir el índice de su mano derecha y proceder, vigorosa y desesperadamente, a friccionarlo en el mismo sentido en que el carpintero asierra la madera. Cuando ya muy probablemente comenzaba a sangrar, suspendió su tarea con toda la seriedad, y la media y el zapato volvieron a su puesto.”

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Luego, se dirigió a la pared donde se encontraban unos murales que colindaban con el techo y dijo: “¡Vamos, vamos! Me gustaría saber quién pintó estos mamarrachos para decirle unas cosas”. Tomando coraje, el pintor se adjudicó esos trazos. La llegada del postre fue rodeada de una tensa calma. Tiempo después el mural apareció totalmente cubierto, invisibilizado bajo una capa de pintura.

La ‘muerte’ de Gabo

Obregón conoció la amistad de un nobel, sin saberlo, en su juventud en La Cueva en los primeros años de la década de los 50. Con un pincel en la mano, una cerveza en la otra, o una máquina de escribir en la tercera, ellos jugaban a poner su arte por ahí, donde querían que todos lo vieran, pero nadie lo encontraba.

Los inicios de su amistad son narrados de mil maneras, pero al final todos llevan al taller de la calle San Blas en Barranquilla, donde el cataquero conoció las manos grandes y bastas del pintor, “de castellano viejo, tierno y bárbaro a la vez, como don Rodrigo Díaz de Vivar, que cebaba sus halcones de presa con las palomas de la mujer amada”.

Eran manos frenéticas y compulsivas que pintaban cuanta cosa se les cruzaba por enfrente y daban cauce a la vocación desaforada que Gabo admiró siempre en su amigo español robado por el Caribe.

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En su errancia y desde la distancia, mantenían el contacto y el afecto. En 1955, en la columna ‘Día a día’ de la página editorial de El Espectador, el autor de La hojarasca destacaba el trabajo aún no reconocido de su amigo barcelonés de ojos oceánicos, para protegerlo de la crítica malsana de un campo artístico colombiano que vegetaba en el tradicionalismo.

Gabo hizo eco de las elogiosas palabras de una prestigiosa revista estadounidense que ensalzaba el éxito del pintor en el exterior: “Los colombianos andan triunfando por el mundo, sin haber triunfado en su propio país.

Lo dicho de que nadie es profeta en su tierra parece cumplirse en este caso, como Time lo dio a entender en el caso particular y extraordinario de Alejandro Obregón”.

En uno de sus viajes a la capital colombiana, en los años 50, el español llega a pedirle posada a Gabo: “Alejandro Obregón, a quien yo había conocido antes en Barranquilla, en el burdel poblado de tortugas y alcaravanes de Pilar Ternera, iba por esos días a Bogotá. Una tarde me dijo que iría a dormir a mi cuarto, y como el timbre estaba descompuesto, le dije que me despertara con una piedrecita en el vidrio de la ventana. Obregón tiró un ladrillo que encontró en una construcción vecina, y yo desperté cubierto con una granizada de vidrio. Pero él entró sin ningún comentario, me ayudó a sacar un colchón que guardaba debajo de mi cama para los peregrinos trasnochados, y se tendió a dormir en el suelo…”.

Fueron amigos durante décadas. El día que el escritor recibió la llamada en la que se le notificó que era el ganador del Premio Nobel de Literatura, Obregón estaba de paso por México. Al llegar a la casa de su amigo buscando almuerzo gratis, se asustó al ver un enjambre de periodistas que cercaban la residencia; frente a semejante alboroto, pensó: “¡Mierda, Gabo se murió!”.

En los últimos años del pintor en su casa cartagenera, “donde todo el mar Caribe se mete por una sola ventana”, García Márquez siempre encontraba rastros de pintura en las esquinas, desde los espejos hasta el inodoro, pasando por las lámparas y las cajas de cartón. En esa casona esquinera de la calle de la Factoría, antiguo depósito de armas y refugio de artillería, murió el amigo del nobel. Las manos de Obregón, esas manos admiradas, se secaron y dejaron a su escritor amigo huérfano de imágenes.

Los amigos imaginarios de Mutis

Obregón era tan especial que no solo hablaba con fantasmas, sino con personajes de libros. Como lo atestigua Álvaro Mutis en la séptima novela de la saga de Maqroll el Gaviero, Tríptico de mar y tierra (1993), hubo un encuentro del pintor con el protagonista de esta.

El poeta relata aquella madrugada en la que, vagando por cualquier calle de Cartagena, el creador de El último cóndor rescató a Maqroll del ataque de unos delincuentes de poca monta. Con rones de por medio, los “dos viejos lobos de la aventura, de los esquinazos de la vida y del viejo oficio de la ternura humana” hablaron hasta el amanecer sobre gatos y prometieron encontrarse de nuevo.

La casualidad los puso en Curazao; pasaron por Aruba y entre olas y champaña regresaron a la Heroica. El hombre del mar describe a Obregón con “esos ojos azules, esos mostachos y patillas a lo Franz Joseph” y sus inconfundibles interjecciones en inglés y catalán.

Mutis puso en la voz de su personaje la visión que tenía sobre la obra del pintor: “Cuando vi algunos de sus autorretratos, la noche en que nos conocimos, tuve el primer aviso de que me encontraba ante alguien fuera de lo común, ante un visionario señalado por vaya a saberse qué dioses corroídos por la plaga”.

No todos saben que un apéndice de su sexta novela guarda un regalo: “Valga aquí el recuerdo de una anécdota que me relató el pintor Alejandro Obregón y que está relacionada con esa lectura del Gaviero.

Una noche, en Vancouver, Alejandro y Maqroll fueron a parar a una delegación de policía a raíz de una trifulca fenomenal que tuvieron en una cantina, cuando los agredió un puñado de chinos que se declararon ofendidos por algunas palabras del Gaviero dichas en un tono que les pareció hiriente.

Cuando el encargado de turno en el puesto de policía llenaba la declaración de Maqroll y le preguntó cuál era su oficio, este repuso altanero en su premioso inglés con acento levantino: –Yo soy un chuan extraviado en el siglo XX. No dijo más, y el exabrupto le costó veinticuatro horas de cárcel”.

Tal y como lo hicieron estos dos personajes, que acostumbraban amanecer entre el regocijo que proporcionaban botellas y botellas de ron, Obregón saltó de las páginas de los libros de Mutis para reencontrarse con el bogotano, en el fértil terreno de una realidad afectiva que jamás se desgastó. El pintor se convirtió en un imaginario que sobrevive en la literatura con un vigor convincente y como un personaje perfecto creado desde el fondo de su pintura.

Como bien lo afirma Juan Gustavo Cobo Borda, “su obra es fruto de un desarrollo orgánico, gracias al cual Obregón, aprendiendo a ver y logrando transformar, les ha descubierto a varias generaciones de colombianos no solo la aventura estética que implica el arte moderno sino, ante todo, su paisaje físico y espiritual.

El horizonte invisible de un país llamado Colombia. Paisaje que hoy, gracias a él, resiste el embate del tiempo, manteniéndose firme en medio de los vaivenes efímeros de las vanguardias”.

Para el poeta bogotano, su pintura “actúa como una membrana viva que nos permite eludir la rutina, y abrir paso a nuevas sensaciones. Nos limpia los ojos para percibir la terrible y a la vez exaltante realidad que nos rodea”.

En 1992 murió el hombre de la barba de prócer y las pantalonetas raídas. La parca lo separó de los vivos y nos dejó lienzos que nunca supimos qué nuevos animales llevarían plasmados. Nos dejó, eso sí, libros con sus trazos: portadas con colores aplomados, líneas minimalistas y exactas, una especie de amable contención.

Nos quedan, también, unos segundos de su aparición junto a Marlon Brando en una película que pocos rememoran, sus diálogos vagabundos con aquel personaje ficticio que nos regaló Mutis, el desparpajo con el que fumaba mientras Gloria Valencia de Castaño, ceremoniosa, lo entrevistaba, y el recuerdo de sus manos untadas con restos de óleos secos y algo de pólvora.* Periodista cultural y escritor. Autor de ‘Ser colombiano es un acto de fe, ‘Historias de Jorge Luis Borges y Colombia’ y ‘Viaje al corazón de Cortázar’.

JUAN CAMILO RINCÓN


Tomado del diario EL TIEMPO