‘La escritura y el arte son antídotos contra la muerte’

Foto: Juan Manuel Vargas /El Tiempo

Hugo Chaparro Valderrama habla de su nueva novela ‘Los elogios de la tribu’.

Por: Santiago Díaz Benavides

El Tiempo

“Uno podría escribir para sí mismo o para los amigos, sin el afán de querer ser leído por mucha gente”, le dije una tarde. “¿No es lo que hacemos ya?”, preguntó. “La amistad es la mejor manera de reunirse alrededor de la ficción, más aún cuando la ficción es la mejor de las realidades posibles para los que sabemos que en un libro se organiza el caos del mundo que espera al otro lado de la página”.

‘Los elogios de la tribu’, es una novela de 300 páginas acerca de Ricardo Torres, un escritor fallecido tan inmenso que aún después de muerto sigue escribiendo. Su obra sigue dando de qué hablar y su viuda se aprovecha de ello para vivir como una duquesa. Gondret y Tosoratti, dos jóvenes periodistas, conocen a Hernán Suárez Vallejo, el mayor coleccionista de los libros de Torres, quien asegura que la viuda miente sobre las publicaciones póstumas de su marido y está dispuesto a demostrarlo.

Las dos mujeres emprenderán un viaje emocionante en busca de la verdad que se esconde tras la desaparición de uno de los escritores argentinos más importantes de todos los tiempos. Un verdadero acierto por parte de su autor, una historia sobre lectores, sobre libros y librerías, sobre la bendita dicha de sabernos entregados hasta el alma a la literatura.

¿Cómo surge la idea inicial de la novela? ¿Hace cuánto que comenzó a desarrollarla?

‘Leer Relatos’, de Julio Cortázar, publicado por Sudamericana en 1970, en el que el autor reunió cuatro de sus libros emblemáticos –’Bestiario’, ‘Las armas secretas’, ‘Final del juego’ y ‘Todos los fuegos el fuego’–, cuando era un colegial extraviado en las confusiones de la adolescencia, no solo me permitió sentir el abrazo cálido de un amigo imaginario, sino también un amor a primera vista por la literatura argentina y, de manera reconcentrada, por Buenos Aires. El relato ‘Torito’ me hizo coger por los cuernos su propuesta narrativa y, visto en retrospectiva, abrió una de las puertas que me condujo a escribir, tantos años después, ‘Los elogios de la tribu’.

¿Por qué?

Su tono oral, la compasión por los personajes, a largo plazo fueron las pautas iniciales de una novela que, en ese entonces, no sabía que estaría escribiendo en Buenos Aires, en el verano de 2006, así como también fueron un impulso para el viaje narrativo que empecé alrededor de los diferentes tonos del español que se hablan en América Latina y que iniciara con una novela que sucede en el México de finales de los años 20, titulada ‘No me olvides cuando mueras’.

Fascinante comienzo, ¿y luego qué pasó?

Después vendrían otras formas de querer la geografía literaria de Buenos Aires, formas llamadas Jorge Luis Borges, Manuel Puig, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Vlady Kociancich y una legión de autores que esperan siempre de manera generosa en los anaqueles por este lector que nunca los abandona. Y en el transcurso de los años sucedieron el azar y sus anécdotas: la propuesta que me hizo un amigo de escribir la biografía de un músico de jazz al que su viuda quería honrar con un libro que lo recordara. El proyecto fracasó, pero no la imagen de la viuda que, aunque no sufría el desamparo de los otros, gracias a su hijo y a sus amigos, sí creía en las invenciones que surgen de la soledad.

Por ejemplo…

El fantasma de su marido rondaba encarnado, según ella, en un gato que ronroneaba por los rincones de la casa. Pensé entonces en las viudas como criaturas frágiles que acaso habrían deseado que el amor talentoso de sus vidas no las hubiera dejado sin percibir los derechos de autor por una obra que se veía truncada y anunciaba de esa manera el limbo de la incertidumbre económica.

Abundan nombres, geografías y también circunstancias diversas…

Sí. Por ejemplo, Yoko Ono, de no grata recordación para los fanáticos de The Beatles; Miriam Gómez, esposa de Guillermo Cabrera Infante; la viuda de Julio Cortázar, Aurora Bernárdez; María Elena Delledonne, madre de Manuel Puig, viuda del hijo que la idolatró; el libro de Allan Gurganus, ‘La última viuda de la Confederación lo dice todo’; la viuda de Roberto Bolaño, Carolina López, fueron piezas de un rompecabezas que me ayudaron a ensamblar una novela que escribí como tributo a Buenos Aires, a dos amigas porteñísimas y queridas que la protagonizan, y a un personaje conmovedor de la experiencia humana como es el de la viuda.

A lo largo de la historia va dejando pistas sobre lo que vendrá más adelante, sobre lo que se ha dicho y lo que no. ¿Qué tipo de juego quería proponerle al lector?

Quería convertir al lector en un detective que descifrara el misterio de la trama de una manera atenta, no solo por el enigma que encierran los manuscritos apócrifos de Ricardo Torres, el escritor al que muchos quisieran hacerle justicia para salvarlo de las manipulaciones de su viuda, sino también por los giros de la historia que narran Gondret y Tosoratti cuando descubren de qué manera nadie es una isla y de qué manera cualquier ser humano se debe al cariño de los otros.

Este es un libro que habla sobre otros libros. ¿de qué manera se plantea la metaficción en esta novela? ¿Por qué fue importante acudir a ella?

Narrar una novela que sucede en el entorno literario permite invocar la presencia de otros libros, incluso a vampirizarlos para beneficio de la historia. En Los elogios de la tribu se habla de Samuel Johnson y James Boswell, el primero un personaje biográfico del segundo en Life of Johnson, un volumen que inauguró con aspiraciones monumentales el género de la biografía en inglés. Mientras escribía la historia comprendí que un escritor es el biógrafo de sus personajes, como lo fue Boswell de Johnson; que una biblioteca es la autobiografía de su lector, y que la lectura y su eco en las líneas de una ficción evidencian que un autor es también los libros que ha leído y le han enseñado a escribir.

Aquí hay una crítica fuerte al medio literario actual, tan mojigato en ocasiones. ¿Qué es lo que los escritores están perdiendo de vista? ¿Qué sería lo esencial, lo realmente importante?

La literatura –o algo parecido– se transformó en un oficio publicitario. La confusión del oficio con el teatro de la vanidad en eventos tumultuosos y las estrategias de autores que venden su imagen con astucia comercial, permiten parodiar el inicio de ‘La metamorfosis’, de Kafka: “Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un escritor de éxito”. Un nuevo lugar común repite: “Ahora hay más libros que literatura; más películas que cine”. Con la moda, nadie sabe cuál será el helado del próximo verano. La memoria es cada vez más breve y la ansiedad por vencer la amnesia cada vez más desesperada. De lo que se trata es de escribir de la mejor manera posible, de no estafar al lector y de continuar atestiguando, a través de la ficción, el mundo que le tocó en suerte a un autor, sin convertirse en el bufón de la corte.

El título es bastante sugerente. ¿Es de los escritores que tienen claro los títulos desde el inicio, o los va encontrando en el camino?

Los títulos de mis libros son hallazgos paulatinos que se pueden transformar en el rumbo de la trama, aparte de condensar, de una manera bonsái, lo que intento narrar. Así que primero está el título y, luego, lo que se explica en la historia.

¿Cuáles son los elogios de la tribu?

Los “elogios” son las calumnias de la tribu literaria, pues los elogios se brindan de una manera escasa en un ámbito malgeniado como puede ser el académico, agobiado por la envidia de una competencia malsana.

Hay un manejo interesante de la tensión aquí, pues el lector, en un momento específico de la narración, ya no quiere abandonarla. ¿Cómo llega a conseguir esto? ¿Qué pensaba, en términos formales, cuando estaba escribiendo?

Lo explico con una anécdota: María Fernanda Sabbatella, la chica que me rentó el apartamento donde viví en Buenos Aires mientras escribía la novela, solía subir a mi piso, hacia las dos de la tarde, a decirme que ya era hora de almorzar y que descansara un rato, que caminara por la ciudad real mientras regresaba a escribir sobre la ciudad imaginaria. Así que las tensiones de la narración acaso hayan surgido del afán por continuar escribiendo sin pausa, soñando con una ilusión: que cada lector cruzara por la novela con la misma intensidad que su autor.

¿Qué encuentra en este libro, como narrador, que no haya desarrollado ya en sus otras obras?

Cada libro es una prolongación de los anteriores y todos se reflejan entre sí. Tengo la certeza de que sucederá con el siguiente libro que escriba. A pesar de las diferencias formales en los libros que he escrito, pues no me interesan las repeticiones que estancan el riesgo, los temas se comunican y crean un mundo en el que importan la amistad, la ficción como salvación al caos, la escritura como una forma de vencer a la muerte antes de que todo sea olvido.

Usted es un escritor colombiano cuyos referentes no son precisamente colombianos. En lo que escribe esto se hace evidente. ¿Llega a resistirse la industria literaria local cuando un autor decide, de algún modo, narrar sin dar cuenta de una geografía específica?

Felizmente, a pesar de ciertos editores que me recuerdan a Drácula, he tenido una buena suerte editorial sin importar la geografía en la que transcurren mis narraciones. El nacionalismo en términos literarios es una limitación creativa. Escribo las historias donde surgen: en el reino de los bogotófagos o en otros ámbitos, con otras voces. Nunca me han interesado los reportajes a la realidad que se publican disfrazados de ficción. Me sorprende la ausencia de metáforas en las novelas que se ofrecen al lector como explicaciones de la realidad según el lugar común que es la tragedia cotidiana en el país del Sagrado Corazón de Jesús. Aunque la apatía con la poesía podría explicar el raquitismo metafórico de la novela doméstica, lastrada por las noticias y por la sequedad de sus crónicas. Desconcierta que luego de la militancia literaria de los años 60 y 70 en América Latina, se haya olvidado la lección y ahora se viva una militancia periodística vertida a la ficción.

Sabemos que a todos nos llegará la muerte en algún momento, pero en el caso de los grandes escritores, ¿de verdad la muerte se presenta?

La escritura y, por extensión, el arte, son antídotos contra la muerte cuando se instalan en la memoria del tiempo. Y mientras haya un lector, el diálogo que suceda al frente de la página será en dos tiempos: el presente de la lectura y el pasado, hecho presente, del libro mientras se lee.

¿Qué determina que una obra sea leída por mucho tiempo? ¿Podría ser Los elogios de la tribu una forma para entenderlo?

‘El factor humano’, como la novela de Greene, que toca la conciencia del lector, sin que importe el tiempo en el que fue escrita una obra. Ojalá ‘Los elogios…’ sea una forma de entenderlo. La novela tendría así una de sus mejores recompensas, más aún cuando se trata de una defensa absoluta de la escritura como la loca de la casa que es la cabeza puesta en orden por las estrategias de la ficción.

¿Con qué libro se iría a pasar las fiestas este año?

Con los ocho tomos que reúnen la correspondencia completa de Robert Louis Stevenson.

¿Y para el exilio?

Un atlas para saber por dónde movernos con Genoveva-La-Mar, mi enamorada de los últimos 35 años.

¿Sabremos pronto de algún otro libro de Hugo Chaparro Valderrama?

Hugo Chaparro Valderrama siempre sabe de otro libro de Hugo Chaparro Valderrama en los Laboratorios Frankenstein donde trabaja. Pero la suerte editorial de un manuscrito depende del encuentro que pueda tener un texto con el lector apropiado, casi un milagro cuando se trata de poesía, escrita cotidianamente desde siempre como un ritual que me anima, sin que me preocupe el riesgo que nos convierte a los poetas en osos panda: una especie amenazada que, a pesar de todo, prevalece.

SANTIAGO DÍAZ BENAVIDES*

ESPECIAL PARA EL TIEMPO

* Escritor y periodista.


Tomado del diario El Tiempo