‘La literatura es un gran sueño compartido’: Andrea Mejía

Foto: Andrea Mejía es literata de la Universidad de los Andes y tiene un doctorado en Filosofía de la Universidad Nacional. Cortesía de la autora

La escritora bogotana habla de su novela ‘La carretera será un final terrible’.

Por: Carlos Restrepo

EL TIEMPO

Ana, la protagonista de la novela La carretera es un final terrible, de Andrea Mejía, es profesora de una carrera humanística en una universidad. Pasa por un momento de rupturas existenciales: Luis, su pareja, la deja y la comunicación con su hija Raquel es nula. Por eso, decide refugiarse en una casita, en lo más profundo de las montañas paramosas y de niebla, de esas que se esconden detrás de los cerros orientales bogotanos. Allí, además de su perra Abril y de un vecino, Gonzalo, sus únicas compañías son el silencio y su voz interior.

Desde un lugar parecido, Mejía le contó a EL TIEMPO que, si bien Ana tiene elementos prestados de ella, a medida que iba perfilando su personaje, la protagonista cobró vida propia. “Fui la primera sorprendida con la fuerza de esa vida”.

(Lea un fragmento de la novela ‘La carretera será un final terrible’)

“Hace poco, mi amiga Tania Ganitsky me dijo que para el lector podía ser incierto hasta qué punto mis narradoras tenían cosas de mí y de mis experiencias. Y creo que con ‘incierto’, Tania quería decir también ‘inquietante’. Para mí, también es incierto. Creo que tienen mucho de mí, pero tienen más de lo que yo tengo”, explica Mejía.

Al reflexionar sobre su escritura, la autora la describe como una mezcla de ficción y realidad. “Hay cosas en lo que escribo que son completamente inventadas. Hay cosas que pareciera dejar intactas. La verdad es que la escritura real transforma todo y al mismo tiempo descubre todo tal y como es. Es extraño, pero es así”.

Cerca de dos años le tomó a la escritora bogotana escribir esta novela, en la que está muy presente su amor por los pequeños detalles de la naturaleza, que comparte con Ana, su personaje.

A medida que se avanza en la lectura, la mirada sutil y delicada de Mejía tiene momentos que remiten al lector a esa sensibilidad y a esa óptica de la cotidianidad presente en la propuesta literaria del antioqueño Tomás González.

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Hay una riqueza en la descripción de los detalles. ¿Esa capacidad de observación es algo innato o era un reto literario?

Tal vez sea mía. Pero no es algo que haga de manera consciente en la vida diaria. Como escritora, en cambio, siento que ese es mi trabajo, y lo he cultivado de manera muy consciente, casi obsesiva. Observar y obedecer, decía Kafka. ¿No es verdad? Siento que como escritora solo puedo agarrarme a lo visible, y que en la capacidad de precisión descriptiva de lo que podemos ver está en juego mi fidelidad a lo que no puede verse, a lo que no es sensible: el mundo interior, las emociones.

¿Qué tanto trabajó la primera voz de la protagonista?

La voz fue surgiendo y se fue transformando también a medida que la novela se iba dando y se iba escribiendo ella misma. Mi trabajo era oír esa voz y descartar todo lo que yo hubiera puesto en ella de manera arbitraria o superficial. Supongo que una de las cosas más difíciles al escribir una novela es dar con la voz.

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La montaña es tan protagónica como Ana. ¿Cómo apareció ese lugar y qué siente que representa?

Yo vivo en la montaña. Para mí es un lugar muy real. Amo la naturaleza que me rodea e intento conocerla cada día. Aunque nada, creo, puede reemplazar la presencia real y plena de la naturaleza en nuestra vida, supongo que la montaña es también un lugar mental, simbólico. Es el lugar del retiro y del silencio. De la revelación a veces, y también de la ausencia de la revelación. Hace poco leí que hay pensamientos que solo surgen en la montaña y en el desierto. Bueno, eso tiene para mí mucho sentido. Para Ana, la montaña es el lugar en el que su soledad se profundiza hasta llegar a una especie de fractura que la obliga a volver a la vida, aterrada, pero también fortalecida, iluminada de alguna manera por el horror.

Y como contrapunto aparece la ciudad…

Para Ana, la vuelta a la ciudad es, sí, una confrontación con su vida. Para ella es mucho más difícil que para mí bajar a la ciudad. A mí me gustaba, cuando era posible, bajar y compartir mi vida con otros.

Qué reflexión hace de las relaciones hijas-padres, hermana-hermana, madre-hijos. ¿Es esta una de las columnas sobre las que se erige la historia?

No hay ninguna reflexión consciente a la base de esta novela. Creo que eso la hubiera echado a perder. Pero en ella sí está dada, creo, la intuición, o la experiencia, de que el amor filial (entre hermanas, entre madre e hija, el amor de Ana hacia sus padres muertos) es un amor tan fuerte que quema y duele, pero también que salva.

¿Podría decirse que otra de sus preocupaciones literarias es ‘el dolor del amor’?

Exactamente. Es una bella manera de expresarlo. El dolor del amor.

En la trama también está muy presente el sueño. La protagonista sueña de manera vívida y hasta los escribe…

Muy presente. Los sueños son, con la literatura, la principal fuente de mi escritura. De hecho, creo que la literatura es un gran sueño compartido. A través de los sueños siento que estoy en contacto con algo con lo que no podría estar yo, con mi pequeñez, en contacto. Nunca duermo sin tener una libreta de apuntes sobre mi mesa de noche.

Hay personajes secundarios entrañables, como Gonzalo, el vecino de la protagonista. ¿Cómo surgió él?

Gonzalo es mi vecino. Es una bella persona. No podía ser sino un personaje muy bello. Me da gusto por él, porque muchos lectores de la novela han querido a ese personaje. Quizá para Ana, Gonzalo es la posibilidad de la amistad: de un amor que acompaña desde una cierta distancia, sin doler, sin quemar.


Tomado del diario EL TIEMPO