La segunda historia más triste del pop

Foto: Capital Records

La autobiografía de Brian Wilson revela los valores de la sinceridad y la compasión

Por: Diego A. Manrique

EL País (Es)

Puede resultar increíble pero tengo un recuerdo nítido: en España, hasta bien entrados los años ochenta, apenas se valoraba a los Beach Boys. Sí, se admitía la grandeza de Good Vibrations y se reconocía el encanto retro del repertorio inicial pero la imagen de la primera época —camisas de rayas, aspecto de buenos chavales— conspiraba contra su reconocimiento como grupo serio, digno de valoración. Y si les parecen argumentos simplones… sí, así funcionábamos.

Con el tiempo, eso se ha ido remediando con libros eruditos, algunos de origen local (urge destacar las 600 páginas de Bendita locura, de José Ángel González Balsa). Aun así, sorprende la aparición de la autobiografía de Brian Wilson, que Malpaso publica bajo el título chocante de Yo soy Brian Wilson…y tú no. Se trata de una traducción mexicana un poco incómoda, aunque algunas soluciones sean razonables: efectivamente, Super Tazón sería la traslación literal de Super Bowl. Hay errores pintorescos: se transforma Sloop John B, una canción marinera de las Bahamas (Caribe) en una balada de Bohemia (Centroeuropa).

Con todo, la extrañeza que provocan los mexicanismos y los falsos amigos encaja con el caótico contenido, que salta constantemente entre épocas y combina contenidos banales (¿a quién importa lo que Nancy Reagan declarara sobre los Beach Boys?) con la crónica del despeñamiento de un artista que, como decía una de sus canciones, parecía no estar hecho para los tiempos que le tocó vivir. Habiendo intentado entrevistar a Brian, solo puedo manifestar admiración por la habilidad con que su colaborador literario, Ben Greenman, ha ordenado sus divagaciones, manteniendo su tono coloquial y ese pasmo casi infantil del protagonista.

Imagino que todos los interesados conocen la trama de este drama, recreado en documentales e incluso en un reciente largometraje (Love and Mercy, 2014). No esperen aquí detalles sobre su enfermedad mental o revelaciones cuantitativas sobre su consumo de drogas, médicas o recreativas. Evita mayormente la terminología clínica para explicar esas voces que le atormentan. Brian ni siquiera busca coartadas para sus sucesivos desastres. Su padre, habitualmente retratado como el villano de la familia, es aquí reconocido como formador de carácter. El doctor Landy, el psicólogo que controló su vida durante 15 años, parece intocable hasta que se descubre que ha hecho que Brian firme un testamento que le convierte en su principal heredero.

Al final, Yo soy Brian Wilson… contiene una parábola de caída y redención. Con mucha ayuda, ha logrado una luminosa segunda vida creativa. Este adulto frágil (ahora tiene 76 años) se transforma en un mensajero de los dioses cuando compone, cuando empasta su falsete con otras voces, cuando tiene a su disposición ese taller de alquimistas llamado estudio de grabación. En estas páginas evidencia su entusiasmo por las técnicas de producción de Phil Spector, las armonías de los Four Freshmen, el cancionero de los hermanos Gershwin y, sorprendentemente, los riffs de guitarra de los Rolling Stones. En contra del pudor habitual, es lo suficientemente directo y sincero para interpretar sus letras a partir de sus vivencias.

Viendo el titular, alguien se preguntará: ¿y cuál es la primera, “La historia más triste del pop”? Brian coincidiría en que eso se podría aplicar a su hermano Dennis Wilson. El más guapo de la familia, se apuntó al sexo libre que ofrecía la Familia de Charles Manson, ganándose una feroz gonorrea y un papel secundario en aquella macabra quiebra del sueño hippy californiano.

Dennis se ahogó a los 39 años; estaba sin techo, vapuleado, arruinado. Solo en tiempos recientes ha llegado cierto reconocimiento de la atormentada belleza de su debut en solitario, Pacific Ocean Blue, rescatado en 2008 con partes de lo que iba a ser su segundo elepé, Bambu. La suya es una biografía tan, tan amarga que nadie se ha atrevido a escribirla.


Tomado de diario EL PAÍS (Es)