Muere Tony Allen, uno de los mejores baterías de la historia

Foto: Tony Allen, en el festival de Glastonbury en 2010.LEON NEAL / AFP

El nigeriano, de 79 años, se erigió durante los años setenta en inventor con Fela Kuti del influyente ‘afrobeat’

Por: Fernando Neira

EL PAÍS (ES)

El ritmo del afrobeat, casi más un pálpito que un mero compás, era inconcebible sin él. No lo decimos nosotros, sino el propio Fela Kuti, el fundador de ese movimiento que revolucionó la música africana a partir de los años setenta hasta redimensionarla para siempre. El batería nigeriariano Tony Allen, de 79 años –uno de los músicos más virtuosos y admirados no ya en el continente africano, sino entre jóvenes rockeros de toda estirpe–, falleció la tarde de este jueves en el hospital George Pompidou de París. No fue en esta ocasión el maldito virus, sino un repentino aneurisma abdominal en la arteria aorta. Perdemos así a uno de los percusionistas más importantes del mundo, el hombre que desde el fondo del escenario lideraba Africa 70, la banda de acompañamiento de Kuti, y reinventó los patrones rítmicos de la música popular.

Allen gozaba de aparente buena salud y, pese a los rigores del confinamiento, era feliz con la recentísima publicación en el sello World Circuit de Rejoice, un trabajo junto a Hugh Masekela. El también muy influyente trompetista sudafricano había desaparecido en 2018, de modo que el disco representaba un tesoro inaudito de cuya existencia pocos sabían. Hugh y Tony, amigos durante décadas, lo fraguaron en un estudio londinense allá por 2010, bajo la supervisión de Nick Gold, el mismo productor de Buena Vista Social Club. Las sesiones, muy avanzadas pero inconclusas, no pudieron rematarse hasta 2019 con el concurso de esa nueva aristocracia del jazz británico, desde el saxofonista Steve Williamson al jovencísimo teclista Joe Armon-Jones. El álbum figurará, sin duda, en todas las clasificaciones con lo mejor de la world music de esta temporada.

El ascendente de Tony Allen era tan evidente e inmenso que él mismo no necesitaba recurrir a ninguna fórmula de falsa modestia. “No creo que me deban catalogar como un músico más”, aseveraba en una entrevista con este diario allá por junio de 2009. “Soy más bien una institución, considérenme así. Entre los músicos africanos y, especialmente, entre los baterías de todo el mundo”. Nadie supo ofrecer un contraejemplo para rebatirle. Brian Eno, productor y compositor de referencia para las tres últimas generaciones, siempre aseguró de él que era “el mejor batería del mundo en el siglo XX, pero también en el XXI”. Tras conocer su pérdida, otro paradigma del virtuosismo, el bajista Flea (Red Hot Chili Peppers), escribió en Instagram: “Nos ha dejado uno de los más grandes músicos sobre la faz de la Tierra. Era un salvaje. Tuve la suerte de tocar unas cuantas horas con él y fue una sensación jodidamente celestial”. Allen era natural de Lagos y no se sentó frente a una batería hasta bien entrados sus años de adolescente. Le obsesionaba el trabajo de los grandes pioneros del jazz, de Art Blakey a Gene Krupa, al igual que el de un primer revolucionario como Max Roach. Pero siempre mencionaba entre sus mentores a un percusionista menos conocido, Frank Butler (Dave Brubeck, Duke Ellington), que le sugirió ejercicios con las baquetas sobre almohadas “para ganar en flexibilidad”.

El primer encuentro con su paisano Fela no tendría lugar hasta 1964. Tony era todavía un pipiolo de 24 años; el maestro le sacaba un par de ellos y ya era una figura refulgente en la escena londinense gracias a su primera banda, Koola Lobitos. Kuti sentía curiosidad por conocer al hombre que ya se andaba presentando a sí mismo como “el mejor batería del país”. “¿Es eso verdad?”, le interpeló el cantante. “Nunca he dicho tal cosa, pero sé tocar jazz y hacer solos”, respondió. Se hicieron inseparables durante una década larga, hasta que Tony se sintió incómodo con la radicalidad del activismo político de su camarada. Tuvieron tiempo de pergeñar una discografía generosa. Cementaron las bases del afrobeat a raíz de una gira por Estados Unidos, en 1969, en la que las digresiones sonoras de cada pieza sobre el escenario ya podían extenderse sin esfuerzo hasta los 15 minutos. Y su influjo fue haciéndose imparable entre las clases cultas del pop. Es memorable la anécdota del primer encuentro, en 1978, entre Brian Eno, David Byrne y el resto de integrantes de Talking Heads. El músico británico fijó la mirada en sus colegas del post-punk neoyorquino, les hizo entrega de un ejemplar de Afrodisiac (1973), uno de los mejores álbumes de Kuti, y sentenció: “El futuro es esto”.

A Allen le divertía que muchos críticos y observadores se refirieran al afrobeat como “una especie de orgasmo sonoro”, en alusión a la prolongada intensidad de las interpretaciones y a esa polirritmia tan prolija que en ocasiones el oyente se pregunta cómo puede provenir de un único ejecutante. “Yo prefiero ofrecer una explicación más rigurosa”, matizó a este periódico. “No es el ritmo de África ni el de Occidente, sino la intersección entre los dos. Ahí radica su excepcionalidad. Mi excepcionalidad”.

Muchos jóvenes descubrieron a Allen cuando se erigió en integrante quintaesencial de The Good, The Bad and The Queen, la pintoresca banda que en 2007 le alió junto al cantante de Blur, Damon Albarn (eterno enamorado de la música africana); el bajista de The Clash, Paul Simonon, y el guitarrista y teclista de The Verve, Simon Tong. Su debut homónimo parecía llamado a ser un disco aislado e irrepetible, pero el insólito cuarteto reapareció hace apenas un par temporadas con otro gran trabajo, Merrie Land.

“Entre El Bueno, El Malo y La Reina, yo me quedo siempre con el papel de El Malo. ¿No se me nota?”, reiteraba Tony Allen entre carcajadas. Son muchos los que, a partir de ahora, añorarán no solo su golpeo, sino ese rotundo sentido del humor.


Tomado del portal del diario EL PAÍS (ES)