Otro triunfo latino

El espectáculo de medio tiempo del Super Bowl fue celebrado como una victoria de la latinidad, pero en realidad sintetizó un estereotipo que tienen muchos estadounidenses: los latinos hacemos con el cuerpo lo que otros hacen con la mente.

Por Martín Caparrós

El autor es escritor.

Fue, parece, un hito. Los quince minutos más caros del showbusiness estadounidense, el intermedio de una final de semifútbol, quedaron a cargo de cuatro entretenedores que venían del sur hispano. Eran dos mujeres ligerísimas de ropa, un hombre cargadísimo de ropas plateadas y otro de negras. Ellos eran un puertorriqueño y un colombiano, pero las verdaderas protagonistas fueron ellas. Lo sabemos: colombiana Shakira y nuyorican Jennifer Lopez —sin acento—.

Así que explotaron los medios y las redes celebrando la victoria latina: un gran momento del avance de esta cultura en Estados Unidos, repitieron, poco más o menos, todos estos días. Fue una etapa superior de esa celebración que se ha vuelto habitual en los discursos de viceministros de tal, académicos varios y algún presidente: la que festeja que el castellano se haya vuelto la segunda lengua más hablada de Estados Unidos, que ya haya allí unos cincuenta millones de personas que lo usan.

Yo, si fuera ellos, lo callaría, intentaría disimularlo. Porque la inmensa mayoría de esos millones son inmigrantes e hijos de inmigrantes: personas que se fueron al norte porque sus países no eran capaces de sostenerlos, que se escaparon de la violencia o la pobreza o la pobreza y la violencia de sus lugares naturales. El crecimiento del castellano y de la comunidad latina en Estados Unidos es la mejor evidencia del fracaso de nuestro continente: tantos hombres y mujeres que no pudieron vivir en él. Pero nuestros políticos, por las razones que sean —quizá por mera necedad—, se jactan y alardean.

No fue solo eso: en los festejos por el triunfo superbówlico se incluyeron también —gracias al peso del único movimiento que funciona en estos tiempos— los parabienes por el “empoderamiento de la mujer latina”. Era esa forma curiosa de poder que solemos llamar sumisión: lo que se veía en esa revelación de nalgas y caderas, en esos revoleos de pelos y de pelvis era la mejor adaptación posible de una mujer —de dos mujeres— a las fantasí-ass de los hombres. Y todo junto armaba el mejor cliché de eso que ahora llamamos “latino”.

Así como la salsa se inventó en Nueva York, lo latino viene de allí y de Miami con toques de California, Texas y Chicago: viene, en síntesis, de los Estados Unidos de América. Allí puertorriqueños, mexicanos, cubanos, salvadoreños, dominicanos, panameños, venezolanos, colombianos, peruanos, argentinos incluso, se confunden a los ojos norteamericanos para convertirse en esa identidad que no existía: los latinos. Es curioso: una de las culturas más difundidas, más mediáticas de estos tiempos no es producto de la autopercepción de un grupo sino de la mirada de otros.

Así, el celebrado intervalo del Super Bowl no fue solo la mejor adaptación posible a la mirada masculina; fue, también, un homenaje claro a las —pobres— fantasías estadounidenses sobre lo latino: que es rítmico, caliente, corporal, porque los latinos hacemos con los cuerpos lo que otros hacen con las mentes.

Lo busqué pero no lo encontré; creo que falta todavía un buen estudio sobre qué dice un estadounidense medio cuando dice latino. O qué calla, qué piensa. Pero parece claro que, para esas miradas, un latino es alguien de piel más o menos oscura, fiestero, levemente holgazán, hortera, algo violento, más apto para trabajos manuales que intelectuales. Y que la apreciación cambia mucho según se hable de latinos o latinas. Las latinas se han convertido —a pocas décadas de su aparición— en una de sus fantasías eróticas más comunes; sus hombres lo son mucho menos. Como diría un señor rubio si pudiera: son bad hombres, dennos sus mujeres.

Y, por fin: ese gran triunfo latino entre dos pelotazos tuvo un ritmo dominante y fue eso que llamamos reguetón y sus variables relativamente imperceptibles. Algunos pueden lamentarlo, pero está claro que, para una gran parte del mundo, eso es lo que somos. La imagen creada en Estados Unidos se difundió por el resto de Occidente. Sucedía, pero terminó de confirmarse con la explosión de Despacito.

Despacito es de esos raros fenómenos que llegan a todos los rincones, cuyos compases retoma un violinista gitano en la piazza Navona o el tarareo de una escolar en Dakar o la melodía dulzona de un ascensor en Berna: una invasión completa. En un par de años se convirtió en la canción más reproducida de la historia: su video en YouTube en la versión con Daddy Yankee, por ejemplo, tenía, esta mañana, 6.626.145.772 —seis mil seiscientos millones— de vistas.

Y funcionó, entre otras cosas, porque sintetizó la idea de lo latino. Eso somos en la mirada de tantos que nos miran poco: música sincopada, ciertas maneras de mujer, calores y sudores —y, para completarlo, futbolistas y narcos—. No es mucho pero es lo que hay: mens vana in corpore caliente.

Eso es lo que triunfó el otro día en la televisión americana. Con victorias así…

Martín Caparrós (@martin_caparros) es colaborador regular de The New York Times. Su ensayo más reciente es Ahorita. Su próxima novela, Sinfín, que se publicará en marzo de 2020, transcurre en 2070.


Tomado del portal del diario The New York Times