“Un artista siempre debe dejar que lo confronten”: Philip Miller

Foto: Cortesía / Revista Arcadia

ARCADIA habló con Philip Miller, compositor sudafricano, sobre las relaciones que subyacen entre la música y las artes plásticas, y sobre su colaboración con el artista William Kentridge en ‘Paper Music’, la puesta en escena que presentarán juntos el 3 de septiembre en Bogotá.

Por: Julián Santamaría

Revista Arcadia

Philip Miller se graduó como abogado de la Universidad de Witwatersrand y estudió Composición en la Facultad de Música de la Universidad de la Ciudad del Cabo. Luego hizo sus estudios de posgrado en la Universidad de Bournemouth, en el Reino Unido, en Composición Electroacústica para Cine y Televisión, para, finalmente, regresar a su país de nacimiento, desde donde ha consolidado la una trayectoria multifacética que se ha nutrido de un número importante de trabajos con artistas en proyectos colaborativos. En ellos, sus composiciones musicales le han permitido explorar las posibilidades que subyacen en el cruce entre la música y otras expresiones como el teatro, la animación, el video y las artes plásticas.

Su colaboración más fructífera y conocida es la que mantiene con el artista plástico y coterráneo William Kentridge desde 1993. El trabajo colaborativo de ambos artistas ha estado presente en escenarios como el MoMA, los dos Museos Guggenheim (Nueva York y Berlín), el Tate Modern de Londres, el Museo Metropolitano de Nueva York y el Carnegie Hall.

El próximo 3 de septiembre de 2019, Miller y Kentridge presentarán en el Teatro Jorge Eliécer Gaitán de Bogotá la obra Paper Music, una mezcla entre ópera, teatro, concierto de cine y una de las colaboraciones más recientes entre ambos artista. La puesta en escena contará con las interpretaciones de las vocalistas australianas Ann Masina y Joanna Dudley y el pianista italiano Vincenzo Pasquariello.

ARCADIA conversó con Miller sobre su relación con Kentridge, de la forma en que la ilustración y la música se conjugan para develar la una a la otra y del sonido como una “gramática emocional”.

Usted ha colaborado con William Kentridge desde 1993, cuando compuso el score para el filme Felix in Exile. Después de tanto tiempo, ¿qué lo motiva a seguir trabajando junto a él?

Experimentar en la relación y posibilidades que nacen de integrar y poner en diálogo lo visual y lo sónico no ha agotado sus recursos y siempre nos revela dimensiones nuevas. No podemos predecir cómo se van a dar las cosas y a medida que pasa el tiempo, me doy cuenta de que hay una forma intuitiva de trabajar juntos, de que no todo tiene que ser premeditado y explícito para funcionar. Por eso, nuestra aproximación siempre se basa en una interrogación abierta y constante sobre cómo podemos conjugar la música y el arte.

¿Ha notado algún cambio respecto a la manera en que Kentridge y usted colaboran?

Ambos venimos de lo que podría considerarse un contexto blanco y privilegiado que vivió el proceso de transformación de Sudáfrica. Eso nos ha hecho tener una perspectiva similar sobre muchos aspectos de la vida y del arte que nos dan un punto de partida para explorar lo que nos interesa. Puede que él comience con unos dibujos, una palabra o un texto a los que yo respondo. También puede ser que yo tenga un fragmento musical que le envío a él para que él dialogue conmigo. Es un intercambio que comienza muy temprano en el proceso en el proceso creativo, desde la génesis de cada pieza. Creo que a medida que hemos trabajado más y más, esta relación solo se ha ido afianzando, se han estrechado los vínculos de colaboración.

Ha compuesto la banda sonora de películas y muchas veces esto implica regirse por un arco narrativo. En el caso de Paper Music, al no haber una estructura narrativa tradicional, ¿a qué se remite usted como guía para componer?

En su trabajo, William no tiene muy claro cuál será el punto final de lo que crea. Y es precisamente partiendo de esta incertidumbre donde ambos empezamos a buscar la manera de trabajar. Hay cientos de formas en los que el cerebro genera asociaciones. Tan solo basta con remitirse al movimiento dadaísta. Parte esencial de esto es la posibilidad de afectar a las personas, de producir emociones. No tengo miedo de dejar que la gente sienta con mi música. Siento que muchos compositores tienen esa tendencia de alejar al oyente, de generar una alienación de lo que se hace a nivel sonoro. Yo, por el contrario, no quiero que mi música sea estéril, fría, intelectual y difícil: quiero tener la oportunidad de conectarme al público, porque creo firmemente en la relación que existe entre la música, el sonido y las emociones.

En una ocasión, Kentridge dijo que la interacción entre la música y el dibujo permiten “Escuchar una imagen y ver un sonido”. Esto sugiere que de alguna manera un arte desvela al otro…

Creo que sí hay algo de esto cada vez que uno empieza a crear. Es algo directo y no simplemente un proceso de complementariedad. En mi experiencia, es un proceso mucho más poroso de lo que podría parecer. Cada uno afecta y se deja afectar por el arte del otro. Y la apertura sobre el medio del otro siempre nos ha llevado a cuestionar, analizar y experimentar en la pregunta más primordial del arte de cada uno: “¿Qué es hacer música? ¿Qué es crear imágenes?”.

A lo largo de los años, usted ha trabajado con decenas de músicos. ¿Qué diferencia hay al momento de trabajar con un artista visual?

Creo que hay muchos parecidos. Independientemente del colaborador con el que trabajes, tienes una idea sobre el sonido o la imagen que tiene en la cabeza. Creo que es algo intangible; sin esa relación no se puede lograr algo especial.

Lo que puedo decir sobre las diferencias son ideas muy vagas. Cuando trabajas con músicos hay un especial interés por la parte final del proceso creativo; es decir, transcribir e interpretar. El momento en que las ideas se fijan te ayuda a saber qué es lo que tienes que producir y que no te enloquezcas del todo. Cuando tienes una presentación en vivo, lo haces una vez y se va. Claro, lo puedes registrar, pero cada vez la pieza será diferente, mientras que cuando trabajas con un artista visual existe la posibilidad de borrar una y otra vez. De alguna manera hay más control. Pero, modestamente, cuando ya conoces los procesos de improvisación en la música, de compartir ideas, los procesos terminan siendo los mismos. El lenguaje artístico que utilices no cambia nada.

En el caso particular de Paper Music, Kentridge escuchaba música mientras hacía los primeros bocetos del proyecto y luego usted reaccionaba a ellos desde la música sin saber que música lo inspiró a él en primer lugar. ¿Es la creación artística un proceso de transmutación?

Creo que sí hay algo de ello cada vez que compongo. Siempre me ha interesado el montaje y el collage como herramientas para trabajar con el sonido. De alguna manera, en mi proceso siempre estoy borrando y creando nuevas capas. Mis sonidos no necesariamente nacen al ser escritos en un papel. Usualmente comienzo por indicar a un músico que, con total libertad, busque los sonidos que puedan expresar una emoción, una imagen o un texto. A partir de ahí se empiezan a expandir las posibilidades al generar patrones, repeticiones, sumas, restas, etc.

Y al hacerlo, ¿tenía algún impulso de ‘adivinar’ y corresponder a eso que Kentridge escuchaba?

Creo que de una manera intuitiva lo he hecho. Sin embargo, en nuestras creaciones intentamos erradicar cualquier limitación. Eso sí, parte del proceso de colaboración es decirnos el uno al otro: “Esto no está funcionando, hagamos algo diferente”. Pero creo que en vez de ser una imposición es la posibilidad de replantearse lo que se quiere lograr.

Su obra no ha estado exenta de tratar el Apartheid y sus turbulentas secuelas. ¿Qué lugar tiene este hecho histórico en la forma en que concibe su obra?

Parece un cliché decir que la música es un lenguaje universal, pero a mí me permitió conectar con personas que no necesariamente tenían la misma experiencia del mundo que yo. Gracias a ello, me di cuenta de cómo funcionaba el sistema político en el que había vivido. Fui un niño que creció en los suburbios de Johannesburgo en una familia clase media que vivió y creció durante el Apartheid. Fue gracias a la música y el sonido de la voz que conocí las historias de vida de estas personas que abrieron mi consciencia sobre la manera en que la gente vivía, de la exclusión que se vivió durante Apartheid y de los retos que este tipo de transiciones afrontan y que aún hoy en día no han tenido un final satisfactorio.

Puede que mi música tenga connotaciones políticas y conexiones con el mundo en que vivo, pero no creo que tenga un fin político. No tengo las pretensiones de pensar que mi arte va a cambiar algo. Sería demasiado arrogante pensar así. Eso no quiere decir que la música no sea una herramienta para conectar y comunicarse con la gente, para compartir pensamientos y entablar diálogos, para poder reflexionar en momentos históricos, construir nuevas narraciones y reconocer lo que nos sucede.

Soy muy consciente de que parte de la historia a la que me acerco cuando hago estas exploraciones es la de la subjetividad de la población negra. Y sé que hay ciertas reservas porque este tipo de historias también sean contadas por un hombre blanco. Pero mi trabajo se basa en tener esa oportunidad de pensar las cosas junto a ellos como cocreadores. No es tan solo algo donde todo viene de mí y yo lo tomo todo. Compartimos nuestros pensamientos de una manera constante. Y es que como artistas todos necesitamos comprometernos con la historia, aunque eso implique que se te cuestione, que se te confronte. Un artista siempre debe dejar que lo confronten. Después de todo, hay muchas maneras en que puedes acercarte a cualquier cosa y el esfuerzo que hacemos cada uno tiene validez al momento de entendernos como sociedad.

En Colombia se vive un proceso con importantes paralelos a los que se vivieron en Sudáfrica respecto a la necesidad de la construcción de memoria y el pasado. Como compositor que ha trabajado estos conceptos en su obra, ¿tiene algún tipo de comentario respecto cómo abordarlos desde la música? 

Comparados con otros creadores, los músicos tienen una ventaja maravillosa y es que siempre tienen que saber escuchar. Y con esto me refiero a algo que trasciende el ámbito musical. Porque no se trata de solamente escuchar lo que alguien dice, sino también de reconocer la humanidad que hay en cada uno de nosotros. Siempre he estado interesado por lo que carga la voz humana como cuando trabaje con los archivos de audio de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación. Es decir, en su color en el sentimiento, en la emoción y la respiración entre las palabras que forman una gramática emocional que va más allá del significado y de la semántica. Es una manera de concebir el sonido como algo espiritual también.


Tomado del portal del la Revista Arcadia