Byron, en busca de sí mismo

Los ‘Diarios’ del autor inglés constituyen una lectura apasionante por todo lo que desvelan de su proceso de maduración poética

Por: Andreu Jaume

Babelia, El País (Es)

Las memorias que dejó inéditas lord Byron (1788-1824) ardieron en la chimenea de su editor John Murray por decisión de un grupo de amigos, entre los que estaban Thomas Moore y John Cam Hob­house, escandalizados por el retrato moral y sexual que de sí mismo hacía el poeta. La decisión se ha calificado a menudo como uno de los grandes crímenes de la literatura. Para soñar lo que pudo haber sido aquel libro, nos quedan sus maravillosas cartas, sobre todo las del periodo veneciano, de las que Jaime Gil de Biedma hizo una estupenda selección, traducida por Eduardo Mendoza y titulada Débil es la carne (Tusquets, Barcelona, 1999), y sus Diarios, que ahora Lorenzo Luengo nos ofrece en una edición revisada y notablemente ampliada de la excelente traducción que ya había publicado en el año 2008. Luengo ha escrito también una larga introducción biográfica y ha adaptado el aparato de notas de la edición original de Leslie A. Marchand, con algunas contribuciones propias.

El libro se compone de fragmentos de diario, de una incipiente autobiografía en forma de diccionario que se abandonó en la segunda entrada y de unos pensamientos aislados que en conjunto conforman un excitante vislumbre a lo que fue la vida de Byron entre 1813 y 1824. Tras la publicación de los dos primeros cantos de Childe Harold en 1812, Byron se convirtió en una celebridad de la noche a la mañana, ocupando el mismo espacio en el imaginario público que luego tendrían los actores de cine y las estrellas del rock. Como decía Gil de Biedma, el poeta valía, él mismo, por toda una jet set. Y su reacción frente a esa popularidad fue la huida. En 1816 abandonó Inglaterra para siempre y se dedicó a alimentar su leyenda, protagonizando escándalos amorosos en Italia, vilipendiando a sus contemporáneos — sobre todo a Wordsworth y a Robert Southey, el poeta laureado— y escribiendo compulsivamente, con una facilidad para la versificación que era a la vez su don y su condena.

Más que por las revelaciones biográficas, estos diarios constituyen una lectura apasionante por todo lo que desvelan del proceso de maduración poética de su autor. Byron empezó siendo un poeta muy malo, gustosamente ancilar de la dicción del XVIII, sobre todo de la de Pope, Dryden y Gray, la tradición contra la que precisamente se rebelaron Wordsworth y Coleridge. Su imaginario exótico y su embarazosa recreación de pasiones exageradas eran además demasiado deudores de Walter Scott. Byron, en definitiva, lo tenía todo para ser rápidamente olvidado como escritor. Ocurrió, sin embargo, que en su camino de huida, escribiendo estos diarios, sus memorias y también sus cartas, el poeta de imaginación acartonada empezó a incubar otro tono, en busca de un yo que terminara por destruir la máscara que el público le había impuesto y con el que podría al fin dirigirse a sus contemporáneos con total libertad, averiguándose a sí mismo. Son constantes, sobre todo al principio de los diarios, los forcejeos con su experiencia: “Empecé una comedia y la arrojé al fuego porque el escenario se parecía demasiado a la realidad”. “He quemado mi roman. Me introduje en realidades más que nunca, y unas habrían sido reconocidas y otras adivinadas”. Y la que quizá sea su anotación más sintomática: “Separar mi yo de mí (¡oh, esa maldita egolatría!) ha sido siempre mi único, mi absoluto, mi más sincero motivo para dedicarme a la literatura”.

En ese empeño por separar su yo de sí mismo, Byron estaba sin saberlo iniciando el camino radical de la modernidad, acercándose con su extremo al de Wordsworth, que había emprendido la ruta de la especulación sublimada cantando el desgarro del yo frente a la naturaleza divinizada. Byron, en cambio, se dedicó a burlarse de lo sublime, enriqueciendo la poesía con su agudo sentido de la comedia humana, con sus brutales opiniones políticas (“la democracia es una aristocracia de villanos”), con su extrema conciencia del paso del tiempo y, sobre todo, con su gusto por la vida. La sensualidad de Byron en estos diarios es algo todavía vivo y contagioso, sobre todo cuando mira a las mujeres: “No soy capaz de recordar nada ni remotamente parecido a la transparente belleza de mi prima. Parecía haber sido hecha de un arco iris, toda belleza y paz”. O esta nota, de una exactitud dolorosa: “Tan pronto las mujeres descubren su poder, finita è la musica”.

Casi sin darse cuenta, Byron fue así desplegando la madurez poética que empieza en Beppo (1818) y culmina en el Don Juan (1819-1824), el largo poema inacabado en el que por fin encontró la máscara perfecta para hablar de sí mismo y de su época, aprovechando lecciones del Tristram Shandy, de Laurence Sterne, y dándole la vuelta a su virtuosismo métrico, que pasó de ser un fardo anacrónico a un vehículo de sátira, mordacidad y celebración. Gracias a sus ejercicios autobiográficos, Byron nos habla en el Don Juan como muy pocos artistas consiguen hacerlo: en primera persona y aun así en la cúspide del artificio.

La poesía de Byron es intraducible de una manera en que no lo es la de Wordsworth, cuya sintaxis del alma encuentra siempre acomodo en cualquier lengua. El efecto que producen los poemas de Byron depende en cambio del fraseo, de la entonación irreductible del habla, algo muy difícil de transmitir en castellano. Seguramente la opción más honesta y eficaz sea la que ha elegido José C. Vales en su traducción en prosa de La visión del juicio —la inclemente sátira contra Southey— y de algunos poemas líricos, útil sobre todo para aquellos que saben un poquito de inglés y pueden imaginar la música original gracias a la edición bilingüe de Alba.

La visión del juicio. Lord Byron. Traducción de José C. Vales. Alba, 2018 240 páginas. 18,50 euros.

Diarios. Lord Byron. Traducción, introducción y notas de Lorenzo Luengo. Galaxia Gutenberg, 2018. 384 páginas. 22,50 euros.


Tomado del suplemento cultural Babelia del diario El País (Es)