Camarón de la Isla: flamenco y sangre en la voz

Foto: elpais.com

Un documental de Netflix repasa la vida y la trayectoria de este músico revolucionario, que marcó para siempre al flamenco. A través de su periplo artístico, se pueden reconstruir también una serie de debates aún vigentes: ¿purismo o renovación? ¿El cante es un patrimonio gitano o va más allá?

Por: Laura Falcoff

Revista Ñ / Clarín (Ar)

El flamencólogo y poeta español Félix Grande, en una esclarecedora conferencia que dio en Buenos Aires a fines de los 80, citó a Anica la Piriñaca, legendaria cantaora de Jerez de la Frontera, a quien le habían preguntado qué sentía cuando cantaba a gusto: “cuando canto a gusto –fue su respuesta– la boca me sabe a sangre”. La frase revelaba sencilla y brutalmente el dolor y la queja ancestrales que forman parte constitutiva del cante flamenco.

Anica la Piriñaca aparece brevemente en el documental Camarón, que puede encontrarse en Netflix, consagrado al famoso cantaor gitano cuyo nombre real fue José Monje Cruz. Tomada ya en sus últimos años, La Piriñaca opina sobre su coterráneo, ubicándose en el corazón de la polémica entre tradición y renovación que ha recorrido la historia del arte flamenco casi desde sus inicios: “esas cosas modernas…; hombre, ese Camarón, con lo cantaor que es, no sabe cantar por seguiriyas como nosotros los antiguos”. Pero es justo decir que Camarón fue fiel a la más viva tradición del género gitano-andaluz y a la vez se abrió a formas heterodoxas casi por impulso, sin poder explicarlo: “me gusta hacer las cosas a mi aire”, solía decir en su extrema parquedad.

José Monje Cruz nació el 5 de diciembre de 1950 en el barrio más pobre de la Isla de San Fernando en la Bahía de Cádiz. Y es con la voz de Camarón, en un bello cante por “alegrías” –el ritmo flamenco identificado con Cádiz–, que la cámara recorre en el inicio fotos y viejas filmaciones del vecindario y fiestas familiares en las que aparece su madre Juana, madre de ocho hijos, cantaora y de quien Camarón dijo: “todo lo que sé de cante lo aprendí de ella”. El padre muere antes de que él cumpla los doce años; para ayudar a su familia se lanza a cantar por unas monedas, primero en las juergas de cantaores en la ciudad de Cádiz y luego en la Venta de Vargas, un tablado frecuentado por gente muy rica y que servía como escaparate para los jóvenes gitanos pobres. La voz en off del actor Juan Diego, narrador del documental, dice elocuentemente: “la Venta de Vargas fue la universidad invisible del arte jondo”.

La vida de Camarón sigue una parábola bastante característica del arte flamenco y para comprenderla es necesario entender también el camino del propio género. El flamenco, que nació hace algo más de dos siglos en un medio social oprimido, el de los gitanos andaluces, está cruzado por paradojas singulares: como expresión de una clase popular, el flamenco no fue nunca –ni tampoco lo es ahora– popular en el sentido de masivo o de fácil asimilación. Más aun, lo contrario: el arte flamenco, y muy en particular el cante jondo, exige un acercamiento altamente especializado y si la palabra no sonara un poco antipática, se lo podría definir como elitista. Por otra parte, siendo como es un lenguaje de gran complejidad, tanto técnica como expresiva, sus creaciones son en buena medida anónimas.

La evolución del flamenco puede puntuarse por la aparición constante de grandes artistas; sin embargo es difícil encontrar en ella corrientes, maestros o academias en el sentido formal del término; la transmisión de estructuras, formas, coplas y ritmos en el curso de los años, ha sido sobre todo oral y casi siempre a través de dinastías domésticas. Decía Félix Grande: “El flamenco no es una música popular. En sus orígenes aparece apoyado en el folclore, en romances y un poco más tarde en fandangos; músicas que con un poco de oído puede cantar cualquiera. Pero en el momento en que aparece el flamenco y se desarrolla, ya no es una música popular; por lo pronto, porque no puede cantarla nadie que no sea un maestro en este arte; tararear un cante es imposible; más aún, sería una ridiculez”.

En un tono que es al mismo tiempo exaltadamente poético y totalmente riguroso el narrador Juan Diego afirma que tres caminos se abrían para los cantaores gitanos en los años 50 y 60: “Esperar, malviviendo, a que un señorito lo llamara para una juerga; el contratito en un tablado de alguna gran capital española, y que ahí le echen a uno el ojo hasta grabar un disquito”. El documental sigue a Camarón cuando apenas adolescente comienza a presentarse con frecuencia en festivales flamencos; su primer triunfo ocurre en la Feria de Sevilla, al punto de que lo llevan a cantar frente al gran Antonio Mairena, un defensor acérrimo de la pureza del flamenco. Mairena siente tal entusiasmo al escuchar al muchachito, que se pone de pie de un salto y sale a bailar por bulerías.

Después comienzan las giras de Camarón por España. Llega a Madrid en 1968 y pasa allí doce años cantando en tablados, hasta que lo descubre, en Torres Bermejas, Antonio Sánchez Pecina. Este hombre severo, que vendía telas por los pueblos o fruta en Algeciras, llegó al tablado acompañado por su hijo guitarrista, al que se conocía como Paco el de la de Lucía. Encuentro mágico de dos artistas mayúsculos, para los que el padre de Paco planea la grabación de un disco; la relación fraternal y profesional entre Paco y Camarón se prolongó durante diez años. Dijo Paco de Lucía no mucho tiempo después de aquel primer encuentro: “Camarón es revolucionario, un símbolo del flamenco joven”.

El derrotero posterior del cantaor supera todos los límites que podrían haberse previsto o imaginado: a pesar de las críticas, se acerca a músicos de jazz y de rock y en 1989 graba Soy gitano, en el que colaboran la Royal Philarmonic Orchestra y Ana Belén. Le quedaban tres años de vida: murió afectado por un cáncer de pulmón el 2 de julio de 1992.

Veamos ahora las polémicas que el documental aporta; por un lado, las posiciones encontradas entre puristas y renovadores ya mencionada. El famoso cantaor El Lebrijano dice: “hay que buscar nuevas maneras porque los tiempos cambian; Picasso no hubiera existido si los pintores se hubieran empeñado en seguir el modelo de Velázquez. Manuel Torre cantó toda su vida seguiriyas pero no se puede seguir siempre con el cante por seguiriyas; eso ya está hecho”.

Pero vale la pena detenerse en la enorme figura de Manuel Torre, cantaor nacido en Jerez en 1878 y maestro de maestros; un hombre que murió analfabeto, que dilapidó todo el dinero que ganó y vivió entregado a los hábitos más excéntricos como rodearse de galgos de carrera y gallos de riña y controlar la hora maniáticamente en algunos de los relojes de bolsillo que formaban parte de su enorme colección. En sus momentos más iluminados provocaba tremendos efectos en quienes lo escuchaban; se cuenta que cuando Torre comenzó a cantar en una juerga organizada por un señorito andaluz, alguna gente comenzó a sollozar y el torero Ignacio Sánchez Mejía se desgarró la camisa. Desgarrarse la camisa, tanto el que escucha como el que canta en una noche de auténticos “sonidos negros”, forma parte de la tradición flamenca. ¿Podría reprocharse a Manuel Torre su dedicación excluyente?

Otro debate que el documental suma: ¿el cante es un patrimonio exclusivo de los gitanos andaluces o pertenece a toda Andalucía? Aquí habría que recordar a Silverio Franconetti, el cantaor –se afirma– más grande del siglo XIX, no gitano, y el que más influyó en la profesionalización del género. Un personaje curioso: había nacido en Sevilla pero crecido en Morón de la Frontera donde escuchó sus primeros cantes. A los veinticinco años ya tenía un gran prestigio como cantaor pero por un motivo desconocido decidió viajar a Uruguay, donde vivió once años sin cantar, trabajando como sastre, picador y oficial de marina. En 1864 regresó a España y retomó el oficio de cantaor en el punto exacto en que lo había dejado. En 1881 abrió su propio café-cantante en Sevilla, que fue durante una década el más prestigioso de España por la calidad de los artistas que allí se presentaban.

El documental Camarón cierra de la misma manera que había abierto: con el colosal funeral del artista al que concurrieron, se calcula, 50.000 personas. Por su monumento, levantado en el cementerio de San Fernando, pasan hasta hoy miles de admiradores, un número que nunca cesa.


Tomado de la Revista Ñ / Clarín (Ar)